Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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– No estoy autorizada a hacer eso.

– Bien, y una vez que esté ahí, ¿cuánto tardarán?

– Cinco días hábiles.

Me irrité, pero supe que no servía de nada discutir. Seguramente iba dopada a base de fármacos contra el resfriado y tenía ganas de hacerme callar. Le di las gracias por la información y colgué.

Puse una conferencia con el Colegio de Enfermeras y Técnicos Psiquiátricos de Sacramento. El empleado que me atendió se mostró servicial: mis dólares de contribuyente en acción. La licencia de Solana Rojas estaba en vigor y nunca había sido objeto de sanciones ni demandas. El hecho de que tuviera una licencia significaba que había completado satisfactoriamente los cursos de enfermería en algún sitio; aun así, tendría que ir hasta el City College para confirmarlo. No encontraba ninguna razón por la que a alguien se le ocurriría falsificar los detalles de su titulación, pero Melanie me había pagado por un tiempo y no quería escatimárselo.

Me acerqué al juzgado y examiné los documentos públicos. Tras comprobar el archivo penal, civil, de delitos menores y público (éste incluía los casos civiles generales, de familia, testamentarios y penales), no vi ninguna condena penal ni demanda presentada por ella o contra ella. Para cuando llegué al City College tenía la casi total certeza de que la mujer era tal como se mostraba.

Aminoré la marcha y me detuve en la caseta de información del campus.

– ¿Puede decirme dónde está la secretaría?

– En el edificio de administración, ahí mismo -contestó la mujer señalando la estructura situada justo delante.

– ¿Y dónde aparco?

– Por la tarde no hay restricciones. Puede aparcar donde quiera.

– Gracias.

Ocupé la primera plaza libre que encontré y, tras apearme, cerré el coche con llave. Desde aquella altura se veía el Pacífico por detrás de los árboles, pero el mar estaba gris y el horizonte oscurecido por la bruma. Con el cielo todavía encapotado, el día parecía más frío. Me colgué el bolso al hombro y crucé los brazos para darme calor.

El estilo arquitectónico de casi todos los edificios del campus era sencillo, una funcional mezcla de estuco color crema, rejas de hierro forjado y tejas rojas. Los eucaliptos proyectaban sombras moteadas sobre la hierba y una suave brisa agitaba las frondas de las palmeras que se alzaban por encima de la calle. Había en uso seis u ocho aulas provisionales mientras se ampliaban las instalaciones.

Me resultó extraño pensar que en su día estuve matriculada allí. Después de tres semestres, me di cuenta de que no estaba hecha para los estudios, ni siquiera a los niveles más bajos. Debería haberme conocido mejor. El instituto había sido un suplicio. Inquieta, me distraía con facilidad y me interesaba más fumar porros que estudiar. No sé qué creía que iba a hacer con mi vida, pero esperaba sinceramente no tener que ir a la universidad, lo que descartaba medicina, odontología y derecho, junto con otras innumerables profesiones que no me atraían en absoluto. Me daba cuenta de que sin un título universitario casi ninguna empresa me aceptaría como presidenta. Una verdadera lástima. Sin embargo, si entendía bien la Constitución, mi falta de educación no me excluía como candidata a la presidencia de Estados Unidos, cuyo único requisito era haber nacido en el país y tener al menos treinta y cinco años. ¿No era una perspectiva apasionante?

Entre los dieciocho y los diecinueve años pasé por sucesivos empleos, todos del más bajo nivel, aunque en la mayoría de ellos yo habría sido incapaz de superar ese nivel. Cumplidos los veinte, por razones que ahora no recuerdo, presenté una solicitud en el Departamento de Policía de Santa Teresa. Para entonces había entrado en razón, aburrida ya tanto de la droga como de los trabajos de poca monta. Dicho de otro modo, ¿cuántas veces podía una volver a doblar la misma pila de jerséis en el departamento de ropa deportiva de Robinson's? El nivel salarial era lamentable, incluso para alguien como yo. Descubrí que si a una le interesaban los sueldos bajos, en las librerías eran inferiores a los de las tiendas de ropa, en las que los horarios eran peores. Lo mismo podía aplicarse al trabajo de camarera, que, resultó, exigía más habilidad y sutileza de las que yo poseía. Necesitaba un desafío y quería comprobar hasta dónde me llevaba mi astucia callejera.

Por un milagro, superé el proceso de selección del Departamento, aprobé el examen escrito, el examen de agilidad física, el control médico y de sustancias prohibidas y otras varias entrevistas y pruebas. Alguien debió de ser un tanto laxo en sus responsabilidades. Pasé veintiséis semanas en la Academia de Instrucción de Policía, que fue lo más duro que había hecho en mi vida. Después de graduarme, serví como agente durante dos años y al final descubrí que trabajar en el seno de una burocracia no era lo mío. Mi posterior paso, un periodo de aprendizaje con una agencia de investigadores privados, demostró ser la combinación idónea de libertad, flexibilidad y arrojo.

Cuando concluí ese momentáneo paseo por los vericuetos de la memoria, había entrado ya en el edificio de administración. El amplio pasillo era muy luminoso, aunque la luz que entraba a raudales por las ventanas era fría. Se veían adornos navideños aquí y allá, y la ausencia de estudiantes me indujo a pensar que ya se habían ido de vacaciones. No recordaba que el lugar transmitiera una sensación tan agradable, pero sin duda eso se debía a mi actitud en aquella época.

Entré en la secretaría y pregunté a la mujer de recepción por la señora Henderson.

– La señora Henderson se ha ido ya a casa. ¿Puedo ayudarla en algo?

– Pues eso espero -contesté. Sentí en los labios la emoción de la mentira-. He hablado con ella hace una hora y me ha dicho que sacaría cierta información de los expedientes estudiantiles. He venido a buscarla. -Puse la solicitud de Solana en el mostrador y señalé su firma.

La mujer frunció un poco el entrecejo.

– No sé qué decirle. Eso no parece propio de Betty. No me ha dicho nada.

– ¿Ah, no? Vaya. Con lo enferma que estaba, probablemente se le ha pasado. Pero ya que estoy aquí, ¿no podría consultar los archivos usted misma?

– Supongo que sí, aunque tardaré un poco. No conozco los archivos tan bien como ella.

– No importa. No hay prisa. Se lo agradecería.

Al cabo de siete minutos, tenía la confirmación que necesitaba. Lamentablemente, no pude sonsacarle ningún dato más. Pensé que si Solana era una estudiante mediocre, un posible jefe tenía derecho a saberlo. Como decía una amiga mía: «En un avión, más vale que el perro detector de bombas no haya sido el último de su promoción».

Regresé al coche y saqué la guía de los condados de Santa Teresa y San Luis Obispo. Tenía la dirección de la última residencia de la tercera edad donde Solana había trabajado, que resultó estar a dos pasos de mi oficina.

Casa del Amanecer era una combinación de clínica de reposo y residencia asistida para la tercera edad, con espacio para cincuenta y dos internos, algunos temporales y otros permanentes. El edificio era una estructura de madera de una sola planta, con una serie de ampliaciones adosadas en forma de alas verticales u horizontales dispuestas al azar como un tablero de Scrabble. El interior estaba decorado con buen gusto, en tonos verde y gris, que eran relajantes sin ser apagados. El árbol de Navidad, aunque artificial, era un ejemplar de denso follaje con luces pequeñas y adornos plateados. Ocho regalos bellamente envueltos habían sido dispuestos sobre una tela de felpa blanca. Sabía que las cajas estaban vacías, pero su sola presencia auguraba sorpresas maravillosas.

Un gran escritorio antiguo ocupaba el lugar de honor en el centro de la alfombra persa. La recepcionista, agraciada y amable, pasaba de sesenta años y se la veía servicial. Debió de pensar que yo tenía un pariente anciano necesitado de alojamiento.

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