Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Lucy bajó la voz cuando entré tras ella.

– Acaban de llegar. Te he llamado para decirte que Richard había llegado, pero supongo que ya habías salido.

Richard se había reunido en el salón de Lucy con un hombre corpulento de traje oscuro. Llevaba el pelo entre cano tan corto que casi parecía calvo y tenía unos ojos que semejaban miras de rifle puestas del revés. Me tendió la mano.

– Leland Myers. Llevo la seguridad de la empresa de Richard.

– Me he traído a Lee para que nos ayude a buscar a Ben -anunció Richard-, porque vosotros por el momento sólo habéis conseguido perderlo.

Mientras Myers y yo nos dábamos la mano, Gittamon entró en la habitación con el ordenador de Ben. Resoplaba debido al peso y lo soltó en una mesita situada junto a la puerta.

– Hoy mismo tendremos su correo electrónico. Resulta sorprendente lo que los niños les cuentan a sus amigos.

Me sentó mal que siguiera empeñado en la teoría del falso secuestro, pero de todos modos había decidido andarme con cuidado al contarle a Lucy lo que habíamos encontrado en la ladera.

– No va a descubrir nada en su correo electrónico, sargento. Starkey y yo hemos peinado la ladera hace un rato. Hemos encontrado una huella en el punto en el que estaba el Game Freak de Ben. Seguramente la dejó el que se lo llevó, y es probable que sea alguien que estuvo conmigo en Vietnam.

– Pero ¿no estaban todos muertos? -dijo Lucy con expresión de incredulidad.

– Sí, pero he llegado a la conclusión de que la persona que ha hecho esto tiene cierto tipo de experiencia de combate. Le he dado una lista de nombres a Starkey y voy a intentar recordar más. Ha llamado a los de la DIC para que saquen un molde de la pisada. Con un poco de suerte, podremos calcular con bastante precisión su estatura y su peso.

Richard y Myers se miraron y después el primero se cruzó de brazos y frunció el entrecejo antes de decir:

– Lucy me ha contado que el que llamó ayer mencionó algo sobre Vietnam, y que todo esto tiene que ver contigo. ¿Es que antes lo ponías en duda?

– La gente puede decir lo que quiera, Richard. Ahora ya sé que no se tiraba un farol.

– ¿Qué quieres decir con lo de cierto tipo de experiencia de combate? -inquirió Myers.

– Para moverse como se movió este tío ayer no basta haber cazado ciervos los fines de semana o haber hecho el curso de capacitación de oficiales de la reserva. Este individuo ha pasado tiempo en lugares en los que le rodeaba gente que le habría matado si hubiera dado con él, así que sabe moverse sin dejar rastro. Además, no hemos hallado indicios de lucha, lo que significa que Ben no lo vio acercarse.

Les conté que las huellas del chico terminaban de forma abrupta y que sólo habíamos encontrado esa otra pisada aislada. Myers tomó notas mientras yo narraba el episodio. Richard no paraba de cruzar y descruzar los brazos, cada vez más inquieto. Cuando terminé ya había empezado a recorrer el perímetro del pequeño salón de Lucy de forma obsesiva.

– Pues de puta madre, Cole. ¿Quieres decir que una especie de comando asesino de boinas verdes tipo Rambo ha raptado a mi hijo?

Gittamon miró el busca y luego a mí, con cierto aire de reproche.

– Eso no lo sabemos, señor Chenier. Una vez que lleguen los de la DIC estaremos en condiciones de investigar más a fondo. El señor Cole podría estar sacando conclusiones precipitadas cuando aún no tenemos pruebas suficientes.

– Yo no me precipito en absoluto, Gittamon -respondí-. He venido porque quiero que lo vea todo usted mismo. Los de la DIC ya se encuentran de camino.

Richard miró a Gittamon primero y a Lucy después.

– No, seguramente el señor Cole tiene razón. Estoy convencido de que ese hombre es peligrosísimo, tal como dice Cole, quien, recordemos, tiene tendencia a atraer a esa clase de gente. Un tal Rossier casi mató a mi ex mujer en Luisiana gracias a él.

– Ese tema ya está muy manido, Richard -replicó Lucy, tensa. Él siguió atacando:

– Luego se vino a vivir aquí, a Los Ángeles, para que otro lunático, que se llamaba Sobek, pudiera perseguir a nuestro hijo. ¿A cuántas personas mató, Lucille? ¿A siete? ¿A ocho? Era un asesino en serie o algo así.

Lucy se colocó ante él y le dijo en voz baja:

– Déjalo ya, Richard. No es necesario que te comportes siempre como un gilipollas.

– Intenté explicarle que relacionarse con Cole -prosiguió Richard, a voz en cuello- es peligroso para ellos, pero ¿me hizo caso? No. No me escuchó porque la seguridad de nuestro hijo no era tan importante como el que ella se saliese con la suya.

Lucy le dio un sonoro bofetón en la mejilla.

– Te he dicha que te calles.

Gittamon se estremeció, como si quisiera estar muy lejos de allí. Myers tocó el brazo de su jefe.

– Richard.

Éste no se movió.

– Richard, tenemos que empezar.

Richard tensó la mandíbula, como si quisiera decir algo más pero estuviera masticando las palabras para no dejarlas salir. Miró a Lucy y después apartó los ojos como si de repente se sintiera incómodo y avergonzado de aquel arrebato.

– Me había prometido que no iba a hacerlo, Lucille -se disculpó en voz baja-. Lo siento.

Ella no contestó. Le palpitaba el orificio nasal izquierdo al respirar intensamente. Yo estaba en el otro extremo de la habitación y la oía.

Richard se humedeció los labios. Estaba avergonzado, con un aire de niño travieso al que acaban de pillar en falta. Se apartó de ella, miró a Gittamon y se encogió de hombros.

– Tiene razón, sargento. Soy un gilipollas, pero quiero a mi hijo y estoy muy preocupado. Haré lo que sea necesario para encontrarlo. Por eso he venido y por eso he traído a Lee.

Myers carraspeó e intervino:

– Deberíamos ver esa ladera de la que ha hablado Cole. A Debbie se le da bien la búsqueda de indicios. Podría echamos una mano.

– ¿Quién es Debbie? -preguntó Gittamon.

Richard miró otra vez hacia donde estaba Lucy, después se sentó en una silla dura que había en el rincón y se frotó la cara con las manos.

– Debbie DeNice, aunque en realidad se llama Debulon o algo así. Es un inspector de policía jubilado de Nueva Orleans. De Homicidios, creo. Es eso, ¿no Lee?

– Homicidios. Tiene una tasa de resolución de casos espectacular.

Richard se puso en pie de un salto.

– El mejor de Nueva Orleans. Sólo he traído a los mejores. Voy a encontrar a Ben aunque tenga que contratar a Scotland Yard, joder.

Myers miró a Gittamon y luego a mí.

– Me gustaría mandar a mi gente a tu casa, Cole -me dijo-. También me gustaría disponer de esa lista de nombres.

– La tiene Starkey. Podemos fotocopiarla.

– Si los de la DIC están de camino -prosiguió Myers, dirigiéndose a Gittamon-, será mejor que vayamos para allá, aunque antes me gustaría que me contara brevemente qué sabemos y qué está haciéndose, sargento. ¿Puedo contar con usted?

– Sí, claro, desde luego.

Le indiqué cómo ir a mi casa. Anotó mis instrucciones en una agenda electrónica y después se ofreció a llevar el ordenador de Ben al coche de Gittamon. Se marcharon juntos. Richard les siguió, pero al pasar junto a Lucy titubeó. Se volvió hacia mí y apretó los labios como si oliera a podrido.

– ¿Vienes?

– Dentro de un minuto.

Miró a su ex mujer y su expresión se suavizó. Le puso una mano en el brazo.

– Tengo habitación en el Beverly Hills, en Sunset Boulevard. No debería haber dicho todo eso, Lucille. Me arrepiento y me disculpo, aunque todo era cierto.

Volvió a mirarme y acto seguido se marchó.

Lucy se llevó una mano a la frente.

– Esto es una pesadilla.

Tiempo desde la desaparición: 18 horas, 05 minutos

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