Lucy llamó poco antes de las once. El silencio era tal en la casa que el timbre del teléfono fue como un disparo. El bolígrafo rasgó el papel.
– No podía soportar esta incertidumbre. ¿Ha vuelto a llamar?
– No, aún no. Te habría avisado. Te diré algo de inmediato.
– Dios mío, qué horrible es todo esto. Es una pesadilla.
– Sí, estoy intentado hacer la lista y me entran náuseas. ¿Tú qué tal?
– He hablado con Richard. Acabo de colgar. Va a venir esta misma noche.
– ¿Cómo está?
– Furioso, intransigente, asustado, agresivo. Lo que era de esperar. Él es así.
Como si perder a su hijo no bastara, Lucy también tenía que lidiar con aquello. Richard se había negado a que su ex mujer se fuera a vivir a Los Angeles, y yo nunca le había caído bien; discutían a menudo por ese tema. Era de esperar que las peleas arreciaran en un momento así. Me imaginé que me telefoneaba en busca de apoyo moral.
– Ha dicho que llamará desde el avión para darme los datos del vuelo, pero no sé. Joder, se ha portado como un cabrón.
– ¿Quieres que me pase mañana cuando se haya ido Starkey? No me cuesta nada.
Me dije que Richard debería chillarme a mí, y no a ella.
– No lo sé. Quizá. Mejor cuelgo para dejar libre el teléfono.
– Podemos hablar todo lo que quieras.
– No, ahora me preocupa que ese hombre intente llamarte otra vez. Ya hablaremos mañana.
El teléfono volvió a sonar en el instante en el que colgué. En esta ocasión no me sobresalté, sino que dejé que sonara por dos veces y me di tiempo para prepararme.
– Soy la inspectora Starkey. Espero no haberlo despertado.
– Ni me planteo dormir, Starkey -contesté-. Creía que sería él.
– Lo siento. No ha vuelto a llamar, ¿verdad?
– Aún no. Ya es tarde, no sé si debería seguir usted de servicio.
– Es que he esperado a ver qué decían los de la compañía telefónica. Tienen registrado que ha recibido una llamada a las seis y cincuenta y dos. ¿Esa hora le parece que encaja?
– Sí, fue a esa hora.
– Bueno, pues llamó desde un móvil registrado a nombre de una tal Louise Escalante, de Diamond Bar.
– No la conozco.
– Ya me lo imaginaba. Dice que le han robado el bolso esta tarde, con el teléfono dentro. Asegura que no lo conoce ni sabe nada de todo esto, y su historial indica que nunca lo había llamado. Lo lamento, pero me parece que es una pista que no lleva a ninguna parte.
– ¿Se le ha ocurrido llamar al número?
Su voz perdió entusiasmo.
– Sí, señor Cole, se me ha ocurrido. He llamado cinco veces. Han apagado el teléfono.
El hecho de que el hombre que había secuestrado a Ben hubiera robado el teléfono indicaba que tenía una trayectoria delictiva. Había previsto que intentaríamos rastrear la llamada, lo cual significaba que todo era premeditado. Cuesta más apresar a un delincuente listo que a uno tonto. Y también resulta más peligroso.
– ¿Señor Cole?
– Sigo aquí. Estaba pensando.
– ¿Me ha preparado la lista de nombres?
– Estoy en ello, pero también se me ha ocurrido otra posibilidad. Con el trabajo que hago, Starkey, he tenido mis más y mis menos con cierta gente. He contribuido a meter a algunas personas entre rejas o a quitarlas de la circulación, y son de las que te guardan rencor. Si le hago una lista, ¿estaría dispuesta a comprobar también esos nombres?
– Sí, claro.
– Gracias. Me hace un favor.
– Nos vemos por la mañana. E intente descansar un poco.
– No me parece muy probable.
La parte más oscura de la noche se alargó horas y horas, pero poco a poco fue apareciendo luz por el este. Apenas me di cuenta de ello. Cuando llegó Starkey, ya había llenado doce folios de nombres y anotaciones. Eran las seis y cuarenta y dos cuando me levanté para abrir la puerta. Llegaba pronto.
Llevaba una bandeja de cartón con dos vasos de Starbucks.
– Espero que le guste el café moca. Así me tomo yo mi dosis diaria de chocolate.
– Es un detalle, Starkey. Gracias.
Me dio uno. La luz del amanecer llenaba el cañón con un tenue resplandor. Me pareció que lo contemplaba por un instante. Después se fijó en el Game Freak. Estaba en la mesa del comedor, junto a los papeles.
– ¿A qué distancia encontró el juguete?
– A cincuenta o sesenta metros. ¿Quiere que vayamos?
– Ahora mismo el sol está muy bajo y la luz será indirecta, lo cual no nos va nada bien. Cuando el sol esté más alto tendremos luz directa y será más fácil ver objetos pequeños y reconstruir los hechos.
– Habla como si dominara el tema.
– He investigado muchos escenarios en busca de pistas. -Fue hasta la mesa con el café-. Vamos a ver qué tiene apuntado. Enséñeme primero los candidatos más probables.
Para empezar le mostré la lista de las personas relacionadas con mis casos como detective privado. Le había dado muchas vueltas y cada vez me parecía más probable que una de ellas estuviera detrás de lo que le había sucedido a Ben. Fuimos tomándonos el café mientras repasábamos los nombres. Junto a cada uno había apuntado los delitos que habían cometido, si habían recibidos penas de cárcel y si yo había matado a alguien que estuviera vinculado a ellos.
– Vaya, Cole -exclamó Starkey-, son todos pandilleros, mafiosos y asesinos. Yo creía que los detectives privados sólo se dedicaban a los divorcios.
– Es que siempre elijo mal los casos.
– Ya veo. ¿Tiene algún motivo para creer que alguno de estos tíos esté al corriente de su historial militar?
– Yo diría que ninguno sabe nada de mí, pero supongo que podrían haberse enterado.
– Muy bien. Introduciré los nombres en el sistema para ver si acaban de soltar a alguien. Ahora vamos a hablar de estos otros cuatro hombres, los que murieron en Vietnam. ¿Es posible que sus familiares le culpen de lo sucedido?
– No hice nada de lo que nadie pueda responsabilizarme.
– Ya me entiende. Lo digo porque sus hijos murieron y usted no.
– Claro que la entiendo, y le digo que no. Después de lo sucedido escribí a los padres de todos ellos. Me carteé con la madre de Luis Rodríguez hasta su muerte. De eso hace seis. años. La familia de Teddy Fields me envía felicitaciones por Navidad. Cuando me licencié fui a ver a los Johnson y a los Fields. Estaban pasándolo mal, claro, pero nadie me echó la culpa. Básicamente fueron momentos de mucha tristeza.
Starkey me miraba como si estuviera convencida de que tenía que haber algo más, aunque no se imaginaba el qué. Yo también me quedé mirándola, y otra vez tuve la impresión de que la recordaba de algo.
– ¿Nos conocemos de antes? -le pregunté-. Anoche me pareció que su rostro me sonaba y ahora tengo la misma sensación, pero no acabo de saber de dónde.
Apartó la vista. Sacó una lámina de plástico y aluminio de la chaqueta y se tragó una pastilla blanca con un sorbo de café.
– ¿Aquí se puede fumar?
– Se puede fumar en el porche. ¿Seguro que no nos conocemos?
– Segurísimo.
– Pues me recuerda a alguien.
Starkey miraba hacia el porche con ansia. Suspiró.
– Vale, Cole, voy a decirle de qué me conoce. El tema es noticias de actualidad. Conteste a la pregunta por mil dólares… Y la respuesta es: ¡bum!
Yo no entendía nada. Se encogió de hombros como si estuviera tratando con un idiota.
– ¿Es que nunca ha visto un concurso por la tele? Bombas. Artificieros. La Brigada de Artificieros perdió a un técnico en Silver Lake hace un par de meses.
– ¿Era usted?
– Tengo que salir a fumarme un pitillo. No aguanto más.
Sacó un paquete de la chaqueta y se dirigió al porche. La seguí. Carol Starkey había acabado con un asesino en serie de artificieros de la policía. Mister Red había sido noticia de primera plana en Los Ángeles, pero casi todos los reportajes hablaban de Starkey. Tres años antes de Mister Red, la propia Starkey había sido artificiera. Mientras intentaba des activar una bomba en un campamento de caravanas, un terremoto la había detonado. Tanto Starkey como su compañero habían muerto, pero a ella la habían resucitado allí mismo. Había regresado de entre los muertos, literalmente, por lo que le habían puesto apodos morbosos como el Ángel de la Muerte o el Ángel Demoledor.
Читать дальше