Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Acercó los labios a la abertura y gritó:

– ¿Me oye alguien?

No hubo contestación.

Por la mañana había aparecido una luz por encima de su cabeza. Brillaba como una estrella distante. Habían hecho un agujero en la caja para que entrara el aire. Ben puso un ojo delante y vio un pequeño disco de color azul al final de un tubo.

– ¡Estoy aquí abajo! ¡Auxilio! ¡Socorro! No hubo contestación.

– ¡SOCORRO!

Ben había logrado arrancarse la cinta de las muñecas y las piernas. Desesperado, se había puesto a dar patadas contra las paredes como un bebé en plena rabieta y había intentado abrir la tapa haciendo fuerza con todo el cuerpo. Se retorció como un gusano en una acera recalentada porque creía que los bichos se lo comían vivo.

Estaba absolutamente convencido de que Mike, Eric y el africano habían salido a comprar la cena a un McDonald's y un autobús sin frenos los había hecho papilla. Habían quedado aplastados, convertidos en una pasta roja con trocitos de huesos, y ahora nadie sabía que él estaba atrapado en aquella caja asquerosa. Iba a morirse de hambre y de sed y acabaría convertido en un personaje de Buffy, cazavampiros.

Perdió la noción del tiempo y se quedó medio adormilado. No sabía si seguía despierto o si soñaba.

– ¡SOCORRO! ¡ESTOY AQuí ABAJO! ¡SOCORRO, SACADME DE AQUÍ!

Nadie contestó.

– ¡MAMÁAAAAAAA!

Ben sintió que algo le daba en el pie y pegó un brinco como si diez mil voltios de corriente hubieran recorrido su cuerpo.

– ¡Venga, chaval! ¡Deja de lloriquear!

La Reina de la Culpa estaba tumbada en un extremo de la caja, apoyada sobre un codo: era una joven muy guapa de cabello negro y sedoso, piernas largas y doradas y pechos voluptuosos que se salían de una camiseta cortísima. No parecía muy contenta.

Ben pegó un chillido y la Reina se tapó los oídos.

– ¡Joder, cómo berreas!

– ¡No eres de verdad! ¡Eres un juego!

– Entonces esto no va a dolerte.

La Reina le retorció un pie. Con fuerza.

– ¡Ay! -exclamó Ben, y retrocedió de golpe, arrastrándose, sin posibilidad de ir a ninguna parte. ¡No podía ser verdad! ¡Estaba atrapado en una pesadilla!

La Reina se sonrió con una mueca cruel y después lo tocó con la punta de una resplandeciente bota de vinilo.

– ¿Te parece que no soy de verdad, guapo? Vale, muy bien. ¿Notas esto?

– ¡No!

Ella enarcó las cejas con aire de superioridad y le acarició la pierna con la bota.

– ¿Sabes cuántos niños quieren tocar esta bota? ¿La notas? ¿Ves que soy de verdad?

Ben estiró el brazo y la tocó con un dedo. La bota era tan resbaladiza como un coche recién pulido, y tan sólida como la caja en la que lo habían encerrado. La Reina flexionó los dedos y Ben retiró la mano de golpe.

Ella se echó a reír.

– ¡Si te enfrentaras a Modus no durarías ni dos segundos!

– ¡Sólo tengo diez años! ¡Todo esto me da miedo y quiero irme a mi casa!

La Reina se estudió las uñas, como si se aburriera. Cada una era una esmeralda afiladísima y refulgente.

– Pues vete. Puedes marcharte cuando quieras.

– Ya lo he intentado. ¡Estamos atrapados!

La Reina volvió a enarcar las cejas.

– ¿De verdad?

Lo miraba inexpresiva, mientras se pasaba suavemente las uñas por un vientre plano como un suelo embaldosado. Las tenía tan afiladas que se arañaba la piel.

– Puedes marcharte cuando quieras -repitió.

Ben creía que estaba tomándole el pelo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡No tiene gracia! ¡Llevo toda la noche pidiendo socorro y nadie me oye!

El bello rostro de la Reina se encendió. Sus ojos ardían como desquiciadas esferas amarillas y su mano rasgaba el aire igual que una garra.

– ¡Ábrete camino a zarpazos, idiota! ¿No ves lo afiladas que están?

Ben se encogió de miedo.

– ¡No te acerques!

La Reina se inclinó sobre él. Sus dedos zigzagueaban como si fueran serpientes. Sus uñas eran cuchillas relumbrantes.

– ¿NOTAS LAS PUNTAS AFILADAS? ¿NOTAS CÓMO CORTAN?

– ¡Vete de aquí!

Ella se abalanzó sobre Ben, que se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a gritar mientras las uñas puntiagudas se le clavaban en la pierna.

Y entonces despertó.

Se dio cuenta de que estaba hecho un ovillo en un rincón, encogido. Parpadeó en la oscuridad y aguzó el oído. La caja permanecía en silencio. Estaba solo. Había sido una pesadilla, y sin embargo aún notaba el dolor agudo de las uñas de la Reina al clavársele en el muslo.

Se puso de lado y el pinchazo fue aún más intenso.

– ¡Ay!

Bajó la mano para descubrir qué era lo que llevaba clavado. Tenía la estrella de plata de Elvis Cole en el bolsillo. La sacó y pasó las yemas de los dedos por sus cinco puntas. Eran duras y estaban afiladas como cuchillas. Clavó una en el plástico de la tapa y empezó a mover la medalla de un lado a otro. Palpó el plástico. Una delgada línea se había grabado en su cielo.

Ben siguió utilizando la medalla como una sierra y la línea fue ganando profundidad. Aumentó la presión, trabajó más deprisa, como si sus brazos fueran pistones. En la oscuridad notó que caían pedacitos de plástico semejantes a gotas de lluvia.

7

Todo un D-boy

Michael Fallon estaba desnudo a excepción de unos calzoncillos azules desteñidos. Tenía las cortinas corridas y el aire acondicionado apagado para que los vecinos no lo oyeran, por lo que la casa parecía un horno. Le daba igual. Había estado en muchos cuchitriles del Tercer Mundo en los que un bochorno como aquél equivalía a un soplo de aire fresco.

Ibo y Schilling habían salido a robar un coche y Fallon había aprovechado para quitarse la ropa y hacer ejercicio. Intentaba encontrar un momento para ello cada día, porque cuando alguien no estaba perfectamente en forma otra persona podía cazarlo, y a Mike Fallon no lo cazaba nadie.

Hizo doscientas flexiones de brazos, doscientos abdominales, doscientas elevaciones de pierna y doscientas flexiones de espalda sin detenerse entre serie y serie. Repitió el ciclo dos veces y después saltó a buen ritmo durante veinte minutos sin moverse del sitio, levantando las rodillas hasta el pecho. El sudor cubría su piel como el glaseado de un pastel y caía al suelo igual que lluvia, pero tampoco estaba haciendo unos ejercicios excepcionales; normalmente corría quince kilómetros con una mochila cargada con veinticinco kilos a la espalda.

Estaba secándose el sudor con una toalla cuando se abrió la puerta del garaje con gran estruendo. Debían de ser Ibo y Schilling, pero echó mano de la 45 por si acaso.

Entraron por la cocina con dos bolsas de Ralphs. Schilling lo llamaba con una voz que le pareció la de un paleto de barrio al volver a casa:

– ¿Mike? ¡Eh, Mike!

Fallon se colocó tras ellos y le dio un golpecito con la pistola a Schilling, que dio un respingo.

– ¡Joder! ¡Me los has puesto por corbata!

– Pues la próxima vez vete con más cuidado. Si hubiera sido otra persona, no tendrías próxima vez.

– Ya. Vale.

Ibo y Schilling dejaron las bolsas, el segundo enfurruñado porque Fallon le había metido un gol. Ibo lanzó una manzana verde a Fallon y después sacó una botella de Orangina para él. Tenía que ser algo que contuviese naranja: zumo, Fanta, Orangina; no bebía otra cosa. Fallon empezó a pinchar a Schilling por el despiste, pero los dos sabían que Eric era bueno. En realidad, era buenísimo. Sólo que Fallon lo superaba.

– ¿Habéis conseguido el coche?

– Mazi -contestó Schilling-. Hemos ido hasta Inglewood. Total, por allí la mitad de los coches son robados. La pasma no hará caso ni aunque el dueño lo denuncie.

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