El sol había llegado a su plenitud como una bengala, y brillaba con tanta intensidad que borraba el color del cielo y hacía que las palmeras resplandecieran con una luz trémula. Cuando salí a la calle, Gittamon ya no estaba por allí, pero Richard esperaba junto a la limusina negra con Myers y los dos tipos del Marquis. Me imaginé que se trataba de sus hombres, y que también eran de Nueva Orleans.
Dejaron de hablar cuando aparecí tras las aves del paraíso. Richard se ubicó delante de los demás para recibirme. Ya no se molestaba en intentar ocultar sus sentimientos; en su rostro se dibujaban la furia y la determinación.
– Tengo algo que decirte.
– A ver si lo adivino: no vas a preguntarme dónde me he comprado la camisa.
– Tú eres el culpable de todo esto. Llegará un momento en que alguien matará a uno de los dos por tu culpa, es sólo cuestión de tiempo. Pero no, no voy a permitirlo.
Myers se acercó y cogió a Richard del brazo.
– No tenemos tiempo para esas cosas.
Richard lo apartó con un gesto brusco.
– Quiero decírselo.
– Acepta su consejo, Richard -le recomendé-. Por favor. Debbie DeNice y Ray Fontenot se colocaron al otro lado de su jefe. El primero era un hombre de estructura ósea consistente y ojos grises de un tono cercano al agua sucia. Fontenot también resultó ser, como DeNice, ex inspector de la policía de Nueva Orleans. Era alto y de facciones angulosas, y tenía una cicatriz muy fea en el cuello.
– ¿Y si no qué? -intervino DeNice.
Había sido una noche muy larga. Me dolían los ojos de tanta tensión acumulada.
– Aún es por la mañana -respondí con calma-. Vamos a tener que aguantarnos durante un buen rato.
– Si de mí depende, no -contestó Richard-. No me caes bien, Cole. Me das mala espina. Todo en ti llama al mal tiempo, y quiero que te mantengas bien alejado de mi familia.
Respiré hondo. Un poco más allá, en la misma calle, una mujer de mediana edad había sacado a pasear a un doguillo que andaba como un pato en busca de un lugar en el que mear. Aquel hombre era el padre de Ben y el ex marido de Lucy. Pensé que si le decía o le hacía algo ellos sufrirían. No teníamos tiempo que perder en tonterías. Había que encontrar a Ben.
– Nos vemos en mi casa.
Intenté sortear el grupo, pero DeNice dio un paso hacia un lado para impedirme el paso.
– No sabes con quién te metes, amigo.
Fontenot esbozó una sonrisa y dijo:
– No, parece que no se ha enterado.
– Debbie. Ray -intervino Myers.
Ninguno de los dos se movió. Richard, que se había quedado mirando la casa de Lucy, se humedeció los labios, cosa que ya había hecho antes de salir. Me parecía más confuso que enfadado.
– Lucille ha sido una idiota y una egoísta al venir a Los Ángeles. Ha sido una idiota al liarse con alguien como tú y una egoísta al llevarse a Ben con ella. Espero que entre en razón antes de que uno de los dos muera.
DeNice era un hombre de espaldas anchas y expresión morbosa que me hizo pensar en un payaso homicida. Tenía el puente de la nariz cubierto de pequeñas cicatrices. Nueva Orleans debía de ser un sitio muy duro, pero me dio la impresión de que se trataba de uno de esos tipos a los que les gustan las cosas difíciles. Podía haber intentado esquivarlo, pero no me molesté en hacerlo.
– Apártate de mi camino.
En lugar de eso, abrió el abrigo de sport que llevaba para enseñarme por un instante la pistola, y me quedé pensando que quizás en los barrios marginales de su ciudad aquello impresionaba a la gente.
– Parece que no te enteras -dijo.
Algo se movió con rapidez por los extremos de mi campo visual. Un brazo en el que se marcaban unas gruesas venas agarró por detrás el cuello de DeNice y un pesado Colt Python 357 de color azul apareció bajo su brazo derecho. El ruido que hizo al ser amartillado fue como el de unos nudillos al romperse. DeNice perdió el equilibrio. Joe Pike lo levantó por detrás y le susurró al oído:
– A ver si te enteras tú de esto.
Fontenot metió la mano por dentro de la chaqueta. Pike le arreó con el 357 en la cara y Fontenot se tambaleó. La mujer del perro miró hacia donde estábamos, pero sólo vio a seis hombres en medio de la acera, uno de los cuales se llevaba las manos a la cara.
– Richard, no hay tiempo para todo esto -dije-. Tenemos que encontrar a Ben.
Pike llevaba una sudadera gris sin mangas, vaqueros y gafas oscuras que resplandecían al sol. Los músculos del brazo se le marcaban como si fueran adoquines en torno al cuello de DeNice. La flechita que llevaba tatuada en el deltoides estaba muy tensada debido a la tirantez interior.
Myers observaba a Pike del modo en que lo hacen los lagartos, sin ver nada en realidad, más bien buscando algo que detonara su reacción preprogramada: ataque, retirada, lucha.
– Lo que has hecho ha sido una estupidez, Debbie -dijo con tranquilidad-, una estupidez muy poco profesional. ¿Lo ves, Richard? No se puede jugar con esta clase de gente.
Fue como si Richard despertara, como si surgiera de la niebla.
Meneó la cabeza y contestó:
– Joder, Lee, ¿que se cree que hace Debbie? Yo sólo quería hablar con Cole. No puedo permitirme una cosa así.
Myers no apartó en ningún momento los ojos de Joe. Agarró a DeNice del brazo, aunque Pike no lo había soltado.
– Lo siento, Richard. Voy a hablar con él.
Myers tiró del brazo.
– Ya está todo arreglado. Suéltalo.
El brazo de Pike se cerró con más fuerza alrededor del cuello de DeNice.
– A ver, Richard -intervine-. Ya sé que estás de mal humor, pero yo también lo estoy. Tenemos que centrarnos en encontrar a Ben. Dar con él es lo primero. Debes tenerlo presente. Y ahora métete en el coche. No quiero repetir esta conversación.
Richard me miró boquiabierto, pero se recuperó y se dirigió hacia su coche.
Myers seguía observando a Pike.
– ¿Vas a soltarlo?
– ¡Será mejor que me dejes en paz, hijo de puta! -gritó DeNice.
– Ya ha pasado, Pike -dije-. Puedes soltarlo.
– Si tú lo dices -contestó.
DeNice podía haberse comportado con sensatez, pero prefirió no hacerla. Cuando Pike lo liberó, giró sobre los talones y le lanzó un directo de derecha. Se movió con mayor rapidez de la que debería tener un hombre tan corpulento y utilizó las piernas con el codo pegado al cuerpo. Seguramente había sorprendido a muchos hombres antes con esa velocidad, y por eso creyó que tenía posibilidades. Pike esquivó el puñetazo, atrapó el brazo de su contrincante con una llave y le agarró las piernas al mismo tiempo. DeNice cayó de espaldas sobre la acera y su cabeza rebotó contra el suelo.
– ¡Joder, Lee! -gritó Richard desde la limusina.
Myers echó un vistazo a los ojos de DeNice, que estaban vidriosos. De un tirón le puso en pie y lo empujó hacia el Marquis. Fontenot ya estaba al volante del coche, con un pañuelo ensangrentado pegado a la cara.
Myers observó a Pike por un instante, y luego a mí.
– Son policías, eso es todo.
Se reunió con Richard en la limusina y los dos vehículos se alejaron.
Cuando me volví y quedé frente a Joe vi un brillo oscuro en la comisura del labio.
– Eh, ¿eso qué es?
Me acerqué. Una perla roja manchaba el borde de la boca de Joe.
– Estás sangrando. ¿Ese tío te ha dado?
A Pike nunca le daban. Pike era tan rápido que resultaba imposible que alguien lo alcanzara. Se limpió la sangre con un dedo y después se subió a mi coche.
– Cuéntame lo de Ben.
El niño y la Reina
– ¡Socorro!
Ben aplicó la oreja a un agujero de la tapa de la caja, pero sólo se percibía un silbido lejano, como el ruido que hacía una caracola al ponérsela al oído.
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