Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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– Pero nos dejarán hacer el vuelo de mañana.

Una pausa.

– Sí. Así es.

– Vamos, Ron -exclamó Percey-, no empecemos ahora con chorradas.

Escuchó que encendía otro pitillo. Grande y fumador compulsivo, Talbot era el hombre al que gorroneaba Camels cuando estaba dejando de fumar, el mismo que se olvidaba de ponerse ropa limpia y de afeitarse. Y era un inepto para dar malas noticias.

– Es el Foxtrot Bravo -dijo sin ganas.

– ¿Qué le pasa?

El N695FB era el Learjet 35A de Percey. No porque lo dijera la documentación. Legalmente el avión de dos motores estaba alquilado a Clay-Carney Holding Corporation Two, Inc., una subsidiaria propiedad de Hudson Air Charters, Ltd. por Morgan Air Leasing Inc., que a su vez lo alquilaba a Transport Solutions Incorporated, subsidiaria de propiedad total de La Jolla Holding Two, una compañía de Delaware. Este arreglo bizantino era legal y común, dado que tanto las aeronaves como los accidentes de aviación tienen un coste elevadísimo.

Pero todos los que trabajaban en Hudson Air Charters sabían que Noviembre Seis Nueve Foxtrot Bravo era de Percey. Había volado miles de horas en aquel avión. Era su preferido. Era como su hijo. Y en las noches, demasiado frecuentes, en que Ed no estaba en casa, pensar en su avión aliviaba su soledad. Excelente máquina, la aeronave podía volar a cuarenta y cinco mil pies a una velocidad de 460 nudos, más de 500 millas por hora. Percey sabía que podía volar más alto y a más velocidad, a pesar de que se lo ocultaba a Morgan Air Leasing, Transport Solutions, La Jolla Holding y la FAA.

– Equiparla va a ser más complicado de lo que supusimos -dijo Talbot por fin.

– Sigue.

– Está bien -dijo finalmente-. Stu se fue.

Stu Marquard, su principal mecánico.

¿Qué?

– El hijo de puta se fue. Bueno, no lo ha hecho todavía -continuó Talbot-. Llamó para avisar que estaba enfermo, pero sonaba raro, de manera que hice unas llamadas. Se pasa a Sikorsky. Ya aceptó el trabajo.

Percey estaba atónita. Se trataba de un problema importante. Los Lear 35A venían equipados como aviones de pasajeros con ocho asientos. Para hacer que la aeronave estuviera lista para el vuelo de la U.S. Medical, había que quitar la mayoría de los asientos, hacer que absorbiese las sacudidas, instalar áreas refrigeradas y colocar tomas eléctricas extra para los generadores de la máquina. Todo ello significaba un importante trabajo eléctrico y de estructura.

No había mejor mecánico que Stu Marquard; él había equipado el Lear de Ed en un plazo récord. Pero sin él, Percey no sabía cómo podrían llegar a tiempo para el vuelo del día siguiente.

– ¿Qué pasa, Percey? -preguntó Hale al ver la mueca en su cara.

– Stu se fue -susurró.

Hale sacudió la cabeza, sin comprender:

– ¿Se fue dónde?

– Se fue -murmuró Percey-. Dejó el empleo. Se va a trabajar con los malditos helicópteros.

Hale la miró conmocionado:

– ¿Hoy?

Ella asintió.

– Está asustado, Percey -siguió Talbot-. Todos saben que fue una bomba. La policía no dice nada pero todos saben lo que sucedió. Están nerviosos. Estuve hablando con John Ringle…

– ¿Johnny? -Era un piloto joven que habían contratado el año pasado-. ¿No se irá también?

– Acaba de preguntarme si no vamos a cerrar por un tiempo. Hasta que todo esto se aclare.

– No, no vamos a cerrar -dijo Percey firmemente-. No vamos a cancelar ni un solo maldito contrato. Se trabaja como siempre. Y si alguien llama diciendo que está enfermo, lo despides.

– Percey…

Talbot era adusto, pero todos sabían en la compañía que se le convencía con facilidad.

– Está bien -gruñó Percey-. Yo los despediré.

– Mira, yo mismo puedo hacer casi todo el trabajo con el Foxtrot Bravo -dijo Talbot, que era también mecánico de estructuras titulado.

– Haz lo que puedas. Pero mira, procura encontrar otro mecánico -le dijo la chica-. Hablaremos más tarde.

Colgó.

– No lo puedo creer -dijo Hale-. Se fue.

El piloto estaba anonadado.

Percey estaba furiosa. La gente se estaba escaqueando y ése era el peor pecado que existía. La Compañía se moría y ella no tenía ni idea de cómo salvarla.

Percey Clay no tenía espíritu de invención para dirigir un negocio.

Espíritu de invención…

Era una expresión que había oído cuando era piloto de combate. Elaborada por un aviador de la marina, un almirante, se refería a los talentos esotéricos y no aprendidos de un piloto nato.

Bueno, con seguridad Percey poseía espíritu de invención en lo referente a volar. Se subía a cualquier tipo de aeronave, la hubiera o no pilotado previamente, y bajo cualquier condición climática, VFR [23]o IFR [24], de día o de noche. Podía pilotar una aeronave de forma impecable y colocarla en ese lugar mágico que los pilotos anhelan, exactamente «a mil después de los números», a mil pies de la pista de aterrizaje pasando la blanca numeración de la cabecera. Hidroaviones, biplanos, Hércules, 737, Migs: se sentía en casa en cualquier cabina.

Pero ése era el único campo en el que se desplegaba todo el espíritu de invención que poseía Percey Rachael Clay.

No poseía ninguno para las relaciones familiares, seguro. Su padre, de extracción social elevada, había rehusado hablarle durante años, de hecho, la había desheredado cuando dejó de acudir a clases en su alma máter, la Universidad de Virginia, para asistir a la escuela de aviación de la Tecnológica de Virginia. (Aun cuando le había dicho que su partida de Charlottesville, donde está la Universidad, era inevitable, dado que en su primer trimestre había dejado inconsciente de un puñetazo a la presidenta de una hermandad de estudiantes, después de que la esbelta rubia comentara en un susurro muy audible que «aquella enana de jardín» haría mejor en ingresar a la escuela de agricultura antes que en su elitista hermandad.)

Tampoco se había adaptado muy bien al ejército. Sus magníficos ejercicios de vuelo no compensaban su desafortunada tendencia a decir lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Y no tenía habilidades para dirigir su propia compañía de charter, de la que era presidente. Le desconcertaba que Hudson Air tuviera tanto trabajo y sin embargo estuviera siempre al borde de la bancarrota. Al igual que Ed y Brit Hale y otros pilotos de la nómina, Percey estaba trabajando continuamente (una razón por la cual evitaba las aerolíneas regulares era la estúpida reglamentación de la FAA que impedía a los pilotos comerciales volar más de ochenta horas al mes). Entonces, ¿por qué estaban constantemente en números rojos? Si no hubiera sido por la capacidad de captar clientes del encantador Ed y la de recortar gastos y hacer juegos malabares con los acreedores del gruñón Ron Talbot, en los últimos dos años no hubieran sobrevivido.

La Compañía casi había desaparecido el mes anterior, pero Ed había logrado hacerse con el contrato de U.S. Medical. La cadena hospitalaria ganaba una cantidad asombrosa de dinero haciendo transplantes, un negocio que abarcaba mucho más, según supo Percey, que corazones y riñones. El problema más importante era hacer llegar el órgano donado al receptor apropiado a las pocas horas de ser extraído. A menudo los órganos se transportaban en vuelos comerciales (se llevaban en refrigeradores en la cabina), pero su transporte se regía por la programación y las rutas de la aerolínea comercial. Hudson Air no tenía esas restricciones. La Compañía acordó dedicar un avión a U.S. Medical. Volaría por una ruta en sentido contrario a los husos horarios a través de la Costa Este y del Medio Oeste, hacia seis u ocho de las sedes de la empresa, llevando los órganos a donde se necesitaran. Con lluvia, nieve, turbulencias, condiciones mínimas: mientras el aeropuerto estuviera abierto y fuera legal volar, Hudson Air entregaría su carga a tiempo.

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