Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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– ¿Una hora? Está bien. Me las puedo arreglar.

– Rhyme -protestó Sachs-, necesito más tiempo.

– Ah, pero tú eres la mejor, Amelia -bromeó. Lo que significaba que la decisión ya estaba tomada.

– ¿Quién puede ayudarnos allí? -preguntó Rhyme a Percey.

– Ron Talbot. Es un socio de la compañía y nuestro director operativo.

Sachs anotó el nombre en su libreta.

– ¿Me voy ya? -preguntó.

– No -respondió Rhyme-. Quiero que esperes hasta que tengamos la bomba del vuelo de Chicago, te necesito para que me ayudes a analizarla.

– Sólo tengo una hora -dijo Sachs con irritación-. ¿Lo recuerdas?

– Tendrás que esperar -gruñó Rhyme y luego le preguntó a Fred Dellray-. ¿Qué se sabe de la casa para testigos protegidos?

– Oh, tenemos un lugar que te gustará -dijo el agente a Percey-. En Manhattan. Los dólares de nuestros contribuyentes lucen mucho. Sí, sí. Los oficiales de justicia lo usan para la crème de la crème en protección de testigos. La única cosa es que necesitamos alguien del departamento de policía para los detalles de la custodia. Alguien que conozca y aprecie al Bailarín.

Y justo entonces Jerry Banks levantó la vista, preguntándose por qué todos le miraban.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué? -y trató de alisar en vano su rebelde mechón.

Stephen Kall, que hablaba como un soldado y disparaba como un soldado, en realidad nunca había estado en el ejército. Pero entonces le dijo a Sheila Horowitz:

– Estoy orgulloso de mi herencia militar. Ésa es la verdad.

– Algunas personas no…

– No -la interrumpió-, algunas personas no te respetan por ello. Pero ése es su problema.

– Es su problema -repitió Sheila como un eco.

– Este es un lindo lugar -miró alrededor del cuchitril, lleno de muebles rebajados de las tiendas Conran.

– Gracias, amigo. Hum, ¿quieres beber algo? Vaya, hablo como en las telenovelas, ¿verdad? Mamá siempre me corrige. Dice que veo demasiado la tele, qué vergüenza.

¿De qué mierda estaba hablando?

– ¿Vives sola aquí? -le preguntó con una agradable sonrisa de curiosidad.

– Sí, solo yo y el trío dinámico. No sé por qué se esconden. Esos diablillos tontos -Sheila apretó nerviosamente el fino borde de su chaleco. Y al ver que él no contestaba, repitió:

– ¿Entonces? ¿Algo de beber?

– ¡Sí, claro!

El muchacho vio una única botella de vino, cubierta de tierra, encima de la nevera. La guardaría para una ocasión especial. ¿Sería ésa una de ellas?

Aparentemente no. La chica descorchó un Dr. Pepper dietético.

Stephen caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. No se veía policía en aquella calle. Y a cincuenta metros había una estación de metro. El piso estaba en una segunda planta, y a pesar de que las ventanas de atrás tenían rejas, no estaban cerradas. Si lo necesitara, podría descender por la escalera de incendios y desaparecer por Lexington Avenue, que siempre estaba muy concurrida…

Sheila tenía teléfono y un ordenador. Bien.

Stephen observó un calendario en el muro con láminas de ángeles. Había unas pocas anotaciones pero nada para aquel fin de semana.

– Oye, Sheila, quieres…

Se calló, sacudió la cabeza y quedó en silencio.

– Hum, ¿qué?

– Bueno, es… Sé que es estúpido preguntártelo. Quiero decir, con tan poca anticipación y todo eso. Me preguntaba si tenías algún plan para los próximos dos días.

Cuidado con lo que dices.

– Oh, hum, se suponía que iba a ver a mi madre.

Stephen arrugó la cara con decepción.

– Qué lástima. Sabes, tengo este lugar en Cape May…

– ¡La costa de Jersey!

– Así es. Me voy para allá…

– ¿Después de buscar a Buddy ?

¿Quién mierda era Buddy ?

Ah, el gato.

– Pues, sí. Si no tienes nada que hacer, pensé que te gustaría venir.

– ¿Tienes…?

– Mi madre estará allí con algunas de sus amigas.

– Bueno, joder. No sé.

– Oye, ¿por qué no llamas a tu madre y le dices que tendrá que vivir sin ti el resto del fin de semana?

– Vaya. Realmente no tengo que llamar. Si no aparezco, bueno, no pasa nada. Quedamos en que quizá iba o quizá no.

De manera que había mentido. Un fin de semana vacío. Nadie la echaría de menos por unos días.

Un gato saltó a su lado y pegó su cara a la suya. Stephen se imaginó miles de gusanos que se desparramaban por su cuerpo. Se imaginó los gusanos retorciéndose en el pelo de Sheila. Sus dedos como gusanos. Comenzó a detestar a aquella mujer. Quería gritar.

– Oh, oh, di hola a nuestro nuevo amigo, Andrea . Tú le gustas, Sam.

Él se puso de pie y echó una mirada por el piso. Pensó: Recuerda, muchacho, cualquier cosa puede matar.

Algunas cosas matan rápido y otras cosas matan despacio. Pero cualquier cosa puede matar.

– Dime -le preguntó-, ¿tienes cinta adhesiva de embalar?

– Hum, ¿para…? -su mente corría-. ¿Para…?

– Los instrumentos que tengo en la bolsa. Necesito pegar uno de los tambores.

– Oh, ya lo creo, tengo algo de eso por aquí -Caminó hacia el vestíbulo-. Todas las Navidades envío paquetes con regalos a mis tías. Siempre compro un nuevo rollo de cinta adhesiva. Nunca me puedo acordar si he comprado uno antes, de manera que termino con una tonelada de rollos. ¿No soy una tontuela?

Stephen no contestó porque vigilaba la cocina y decidió que era la mejor zona del apartamento para matar.

– Aquí tienes -le arrojó juguetonamente el rollo de cinta. Él lo cogió instintivamente. Estaba enfadado porque no había tenido ocasión de ponerse los guantes. Sabía que había dejado huellas en el rollo. Tembló de cólera y cuando vio a Sheila que sonreía y decía: «Vaya, bien hecho, amigo», lo que veía realmente era un enorme gusano que se acercaba cada vez más. Dejo la cinta y se puso los guantes.

– ¿Guantes? ¿Tienes frío? Oye, amigo, ¿qué…?

Él la ignoró y abrió la puerta de la nevera. Comenzó a sacar la comida.

Sheila caminó hacia el centro del cuarto. Su sonrisa atolondrada empezó a borrarse.

– Hum, ¿tienes hambre?

Él empezó a sacar las baldas.

Sus miradas se cruzaron y de repente, de muy dentro de la garganta de Sheila surgió un débil aullido.

Stephen cogió al gusano gordo antes que hiciera la mitad del camino hacia la puerta.

¿Rápido o despacio?

La arrastró de vuelta a la cocina. Hacia la nevera.

Hora 2 de 45

Capítulo 7

Tres.

Percey Clay, comandante de aviación licenciada en ingeniería, con título de mecánico en estructura y centrales eléctricas, poseedora de todas las licencias que la Agencia Federal de Aviación (FAA) podía conceder a los pilotos, no tenía tiempo para supersticiones.

Sin embargo, mientras pasaba a través del Central Park en una camioneta blindada, de camino a la casa protegida que se hallaba en el centro de la ciudad, pensó en el viejo dicho que los viajeros supersticiosos repiten como un mantra sombrío: no hay dos sin tres.

Y eso también se aplicaba a las tragedias.

Primero, Ed. Ahora, el segundo pesar: lo que a través del móvil le estaba diciendo Ron Talbot, que estaba en su oficina en Hudson Air.

Se hallaba embutida entre Brit Hale y el joven detective Jerry Banks. Tenía inclinada la cabeza. Hale la observaba y Banks posaba una mirada vigilante a través de la ventanilla, al tráfico, los peatones y los árboles.

– Los de U.S. Med aceptaron darnos otra oportunidad -El aliento de Talbot iba y venía con un sonido alarmante. Talbot, uno de los mejores pilotos que ella hubiera conocido, no había pilotado un avión durante años por su precaria salud. Percey lo consideraba un castigo tremendamente injusto por sus pecados de beber, fumar y comer (en gran parte porque ella los compartía)-. Quiero decir pueden cancelar el contrato. Las bombas no son consideradas fuerza mayor. No nos eximen de nuestra responsabilidad contractual.

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