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Ariana Franklin: Maestra En El Arte De La Muerte

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Ariana Franklin Maestra En El Arte De La Muerte

Maestra En El Arte De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado. Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur. La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería. Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor… pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

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– Prior Geoffrey, ignoramos si estas personas son cristianas. Necesitaréis del consuelo de la oración. Me quedaré junto a vos.

Simón meneó la cabeza.

– Para realizar la curación es necesario obrar en soledad. Entre el doctor y su paciente debe haber privacidad.

– ¡Por Jesucristo, dadme algún alivio!

Nuevamente fue el mismo prior Geoffrey quien resolvió la cuestión. Arrojó al suelo al hermano Gilbert y su cristiano solaz. Apartó a los otros dos monjes y les pidió que esperaran allí. El caballero montaría guardia.

Agitando las piernas y tambaleándose, el prior llegó a la abertura trasera del carromato. Simón y Mansur lo levantaron con esfuerzo y lo acomodaron dentro.

Roger de Acton corrió hasta él.

– Señor, si tan sólo dierais una oportunidad a los poderes milagrosos del nudillo del pequeño Peter…

El grito del prior fue categórico.

– ¡Ya lo hice, y sigo sin orinar!

El carro osciló por la cuesta y desapareció entre los árboles. Adelia, que había estado escarbando en la zanja, lo siguió.

– Temo por él -confesó el hermano Gilbert. En su voz se percibían más celos que ansiedad.

– Brujería -fue lo único que Roger de Acton pudo exclamar-. Es mejor morir que resucitar por obra de Belcebú.

Ambos caminaban detrás del carro, pero el caballero del prior, sir Gervase, siempre dispuesto a burlarse de los monjes, les cerró rápidamente el paso.

– ¿Acaso no han oído que no desea compañía?

Sir Joscelin, el caballero de la priora, fue igualmente enérgico.

– Creo que debemos respetar su voluntad, hermano.

Los dos permanecieron juntos. Aquellos cruzados con cota de malla que habían luchado en Tierra Santa desdeñaban como inferiores a los monjes con hábito que servían pacíficamente a Dios.

El sendero acababa en una extraña colina. El carro ascendió hasta un gran círculo de hierba en medio de los árboles. El reflejo de los últimos rayos de sol lo asemejaba a una gran cabeza calva, verde y aplanada, que proyectaba una luz inquietante sobre el borde del camino, donde el resto de la partida esperaba acampada, cerca de los caballeros.

– ¿Qué lugar es ése? -preguntó el hermano Gilbert, mirando hacia el carro, aun cuando no podía distinguirlo. Uno de los escuderos, que estaba desensillando el caballo de su amo, interrumpió su tarea.

– Allí arriba está Wandlebury Ring, señor. Ésas son las colinas de Gog Magog.

Gog y Magog. Gigantes británicos tan paganos como su nombre.

La comitiva cristiana se apiñó alrededor del fuego, tanto más cuando se oyó la voz de alarma de sir Gervase que llegaba desde la oscuridad del bosque.

– Sacrificio sangriento. La cacería salvaje [1]clama allí arriba, señores. ¡Oh, es horrible!

Los cazadores del prior Geoffrey, que reunían a sus perros al caer la noche, resoplaron y asintieron con la cabeza.

También Mansur desconfiaba del lugar. Se habían detenido a mitad de camino, en una depresión de la cuesta. Desenganchó las mulas -alborotadas a causa de los gemidos que salían del carromato-, las amarró con una cuerda para que pudieran pastar y se dedicó a encender un fuego.

Volcaron en un cuenco lo que quedaba de agua hervida. Adelia puso dentro lo que había recogido en la zanja y lo observó.

– ¿Juncos? ¿Para qué? -preguntó Simón. Adelia se lo explicó y el hombre palideció-. Él… él no lo permitirá… Es un monje.

– Es un paciente -puntualizó Adelia, y escogiendo dos tallos de junco los agitó para escurrirles el agua-. Tenedlo preparado.

– ¿Preparado? Ningún hombre está preparado para algo así. Doctora, mi fe en vos es absoluta pero… si me permitís haceros una pregunta… ¿habéis llevado a cabo este procedimiento antes?

– No. ¿Dónde está mi morral?

Simón la siguió cruzando la hierba.

– ¿Habéis visto hacerlo al menos?

– No. Maldición, no tendremos suficiente luz. Dos faroles, Mansur -exigió, alzando la voz-. Habrá que colgarlos de los arcos del toldo. ¿Dónde estarán esos lienzos? -se preguntó mientras hurgaba en la alforja de piel de cabra donde tenía sus útiles.

– ¿No deberíamos aclarar este asunto? -preguntó Simón, tratando de calmarse-. No habéis realizado nunca esta operación ni habéis visto practicarla.

– No, ya os lo dije -espetó Adelia-. Gordinus la mencionó una vez. Y Gershom, mi padre adoptivo, me describió el procedimiento después de haber visitado Egipto. Lo vio pintado en una antigua tumba.

– Pinturas de antiguas tumbas egipcias -repitió Simón dando el mismo peso a cada una de las palabras-. ¿Eran pinturas en colores?

– No veo ninguna razón por la que no debiera dar buen resultado -replicó Adelia-. Conforme a mis conocimientos de anatomía masculina, el procedimiento tiene sentido.

La doctora se puso en marcha. Simón se lanzó tras ella y la detuvo.

– ¿Podemos avanzar un poco más en este razonamiento lógico, doctora? Estáis a punto de realizar una operación peligrosa…

– Sí. Sí… eso creo.

– … a un prelado de considerable jerarquía. Sus amigos esperan allí abajo… -advirtió Simón de Nápoles apuntando hacia el pie de la colina, que poco a poco iba quedando a oscuras-. No todos aprueban nuestra intervención en este asunto. Para ellos somos extranjeros, no nos tienen por personas de prestigio. -Tuvo que hacerse a un lado para poder seguir hablando, pues la doctora había seguido su camino en dirección al carro-. Podría ocurrir, no estoy diciendo que en efecto ocurra, pero en el caso de que el prior muriera y sus amigos aplicaran su propia lógica, evidentemente nos colgarían a los tres de sendos árboles, como quien cuelga ropa lavada en una cuerda. Vuelvo a preguntar: ¿no deberíamos dejar que la Naturaleza siguiera su curso? Tan sólo pregunto.

– El hombre se está muriendo, maese Simón.

– Yo… -Los faroles de Mansur iluminaron el rostro de Adelia y Simón se detuvo, vencido-. Bueno, mi Becca haría lo mismo. -Rebecca era su esposa, el rasero con el que medía la caridad de los seres humanos-. Adelante, doctora.

– Necesitaré de vuestra ayuda.

Simón alzó los brazos y los dejó caer.

– La tendréis -prometió, y salió junto a ella, suspirando y murmurando-. ¿Sería tan malo que la Naturaleza siguiera su curso, Señor? Es todo lo que pregunto.

Mansur aguardó hasta que subieron al carro y entonces se apostó de espaldas a él, con los brazos cruzados, a modo de centinela.

El último rayo de sol del ocaso se apagó sin que la luna hubiera aún ocupado su lugar en el cielo para compensarlo. Las tierras pantanosas y la colina quedaron a oscuras.

En la pradera, junto al camino, una gruesa figura se separó del grupo de peregrinos que rodeaban el fuego, aparentemente urgido por sus necesidades corporales. Valiéndose de la oscuridad, atravesó el camino y con sorprendente agilidad para su peso saltó la zanja y desapareció entre los arbustos cercanos al sendero. Maldiciendo para sus adentros las zarzas que rasgaban su capa, trepó hasta la planicie donde estaba el carro, olfateando para guiarse por el olor de las mulas y orientándose por un atisbo de luz a través de los árboles.

Sin embargo, se detuvo para escuchar la conversación de los dos caballeros que estaban de pie como dos imponentes estatuas en un tramo del sendero desde donde no se veía el carro. La parte del yelmo que les cubría la nariz los volvía indistinguibles.

Oyó que uno de ellos hablaba de la cacería salvaje.

– … la colina del Diablo, sin duda.

– Ningún campesino se acerca al lugar y sería deseable que tampoco nosotros nos viéramos obligados a hacerlo. Antes preferiría a los sarracenos -replicó claramente su compañero.

Al escuchar aquello, el hombre se santiguó y siguió subiendo con sumo cuidado. Pasó sigilosamente junto al árabe, otra estatua bajo la luz de la luna, y, por fin, llegó a un lugar desde el cual podía vislumbrar el interior del carro, que a la luz de los faroles resplandecía como un ópalo en un fondo de terciopelo negro.

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