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Ariana Franklin: Maestra En El Arte De La Muerte

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Ariana Franklin Maestra En El Arte De La Muerte

Maestra En El Arte De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado. Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur. La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería. Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor… pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

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Los ciervos corrieron, dispersándose entre los árboles. Sus colas blancas abatiéndose como piezas de dominó en la oscuridad.

El grito se volvió ruego, tal vez al torturador, tal vez a Dios -«por favor, no…»- antes de desaparecer en un monocorde gemido de agonía y desesperanza.

Un sentimiento de gratitud invadió el aire cuando el sonido cesó y fue sustituido por los habituales ruidos nocturnos. El susurro de la brisa entre las ramas, el gruñido de un tejón, cientos de chillidos de pequeños mamíferos y pájaros que morían devorados por sus predadores naturales.

Entretanto, en Dover, un anciano era urgido a atravesar el castillo a una velocidad desacorde con su reumatismo. Era un castillo enorme y frío, con ecos estremecedores. Sin embargo, y a pesar de la premura con que debía moverse, el anciano seguía helado, debido en gran parte al miedo que sentía. El criado le estaba conduciendo hacia el hombre a quienes todos temían.

Avanzaron a lo largo de corredores de piedra. Unas veces pasaban junto a puertas abiertas por las que salía luz y calor, de las que escapaban conversaciones o las notas de una viola. Otras, las puertas estaban cerradas. El anciano imaginaba que detrás de ellas se desarrollaban escenas impías.

A su paso, los sirvientes del castillo se encogían o eran apartados del camino, de modo que dejaban tras ellos un reguero de bandejas caídas, orinales derramados y exclamaciones de dolor mal contenidas.

Al final de una escalera circular se encontraron con una larga galería en la que se hallaban una sucesión de escritorios alineados junto a las paredes y una gran mesa cubierta por un fieltro verde, dividido en cuadros, donde se veían diversas pilas de fichas. Alrededor de treinta contables atiborraban la sala, rasgando los pergaminos con sus plumas, mientras se oían los chasquidos de las cuentas de colores desplazándose por los alambres de sus ábacos. Daba la sensación de hallarse en un campo lleno de grillos voluntariosos.

La única persona inmóvil de la estancia era un hombre sentado en el alféizar de una de las ventanas.

– Aarón de Lincoln, mi señor -anunció el criado.

Aarón de Lincoln se hincó sobre una de sus doloridas rodillas y se tocó la frente con los dedos de la mano derecha. Luego extendió su palma en señal de obediencia hacia el hombre de la ventana.

– ¿Sabéis qué es eso? -Aarón, incómodo, miró la gran mesa que tenía detrás y no respondió. Sabía lo que era, pero la pregunta de Enrique II era retórica-. No es una mesa para jugar al billar, os lo aseguro -continuó el rey-. Son mis dominios. Esos cuadrados representan mis condados en Inglaterra y las fichas sobre ellos muestran qué parte de los ingresos que aporta cada uno le corresponde al Tesoro Real. Poneos de pie. -El monarca tomó al anciano del brazo y lo llevó junto a la mesa, señalando uno de los cuadrados-. Este cuadrado es Cambridgeshire -indicó, y soltó a Aarón-. Apelando a vuestra considerable agudeza para las finanzas, Aarón, ¿cuantas fichas calculáis que hay en él?

– ¿No las suficientes, mi señor?

– En efecto -afirmó Enrique-. Cambridge es habitualmente un condado rentable. No demasiado activo, aunque genera una cantidad considerable de grano, ganado y pescado, proporcionando sustantivos dividendos al Tesoro. Al igual que hace su numerosa población judía. ¿Creéis que la cantidad de fichas aquí colocadas representa cabalmente su riqueza? -Nuevamente, el anciano no respondió-. ¿Y a qué lo achacáis? -preguntó el rey.

– Supongo que se debe a los niños, mi señor. La muerte de un niño es siempre algo lamentable -repuso Aarón, débilmente.

– Verdaderamente, lo es. -Enrique bajó de la ventana, se sentó en el borde de la mesa y dejó que sus piernas se balancearan-. Y cuando se transforma en un asunto económico, es desastroso. Los campesinos de Cambridge se han sublevado y los judíos están… ¿dónde están?

– Refugiados en este castillo, mi señor.

– Lo cual les ha sido permitido -confirmó el soberano-. En efecto, gracias a mi caridad, están en mi castillo, alimentándose con mi comida y defecándola acto seguido, porque están demasiado asustados como para irse. De todo lo cual se deduce que no estoy obteniendo de ellos ganancia alguna, Aarón.

– No, mi señor.

– Además, los campesinos sublevados han incendiado la torre del ala este, donde se guardaban los registros de lo que adeudan a los judíos y, en consecuencia, a mí, por no mencionar las cuentas de los impuestos que deben, porque creen que los judíos están torturando y asesinando a sus hijos.

Por primera vez, el anciano oyó en su interior el silbido de la esperanza entre los tambores que anunciaban la ejecución.

– ¿Y vos no, mi señor?

– ¿Yo no, qué?

– ¿No creéis que los judíos están matando a esos niños?

– No lo sé, Aarón -contestó el rey, benévolamente. Sin apartar la vista del anciano, levantó la mano. Un oficial se acercó corriendo para entregarle un pergamino-. Ésta es una declaración de un tal Roger de Acton, en la que sostiene que es una práctica habitual entre vosotros. De acuerdo con el buen Roger, durante la Pascua los judíos suelen torturar hasta la muerte al menos a un niño cristiano introduciéndole en un tonel con bisagras que tiene clavos por dentro. Lo han hecho desde siempre, y así seguirán haciéndolo. -El rey leyó el pergamino-: «Ponen al niño dentro del tonel y lo remachan para que los clavos penetren en su carne. Luego, esos demonios recogen la sangre que se filtra en unos recipientes, para mezclarla con sus alimentos rituales». -Enrique II miró al anciano-. Nada agradable, Aarón -y continuó leyendo-. «Oh, y ríen a carcajadas mientras lo hacen».

– Sabéis que eso no es verdad, mi señor.

Por toda respuesta, sólo se escuchó un nuevo chasquido en el ábaco.

– Pero en estas Pascuas, Aarón, en éstas, habéis comenzado a crucificarlos. A decir verdad, nuestro buen Roger de Acton declara que el niño que encontraron había sido crucificado. ¿Cuál era el nombre de ese niño?

– Peter de Trumpington, mi señor -informó el oficial.

– El tal Peter de Trumpington fue crucificado, y puede que los otros dos niños desaparecidos hayan tenido el mismo destino. La crucifixión, Aarón. -Aunque el rey la pronunció suavemente, la poderosa y terrible palabra atravesó la fría galería, acrecentando su poder a medida que avanzaba-. Ya hay agitadores que pretenden hacer del pequeño Peter un santo, cómo si aún no tuviéramos suficientes. Hasta ahora han desaparecido dos niños, y otro, atormentado y desangrado, fue hallado en mis tierras, Aarón. Es demasiada carnaza. -Enrique bajó de la mesa y caminó por la galería, dejando atrás el campo de grillos. El anciano lo seguía. El rey arrastró un taburete que había debajo de una ventana y dio un puntapié a otro cercano a Aarón-. Sentaos.

Aquel extremo de la sala era más silencioso. El glacial y húmedo aire que entraba por las ventanas sin cristales hizo temblar al anciano. De los dos, Aarón era quien llevaba las ropas más lujosas. Enrique II vestía como un cazador, incluso de modo descuidado. Mientras las cortesanas de su esposa se untaban los cabellos con ungüentos y se perfumaban con esencias aromáticas, el rey olía a caballo y a sudor. Sus manos parecían de cuero de lo curtidas que las tenía, y el cabello rojo, muy corto, le nacía de una cabeza tan redonda como una bala de cañón. No obstante, pensaba Aarón, nadie lo habría confundido jamás con otra persona. Todos sabían que aquel hombre gobernaba un imperio que se extendía desde las fronteras de Escocia hasta los Pirineos.

No habría sido difícil guardarle aprecio -tentación que le había rondado a Aarón- si el hombre no fuera tan horrorosamente imprevisible. Cuando se encolerizaba, lanzaba invectivas y las personas morían.

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