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Ariana Franklin: Maestra En El Arte De La Muerte

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Ariana Franklin Maestra En El Arte De La Muerte

Maestra En El Arte De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado. Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur. La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería. Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor… pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

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«Estos doctores se rodean de lo mejor», pensó Mordejai olvidando que los suelos de su propio palazzo en Palermo eran de mármol y oro.

Se sentó en un banco de piedra, al aire libre, junto a una balaustrada, desde donde se divisaba la ciudad a sus pies y, a lo lejos, las aguas turquesas del mar Tirreno.

– Su excelencia necesita un almohadón, Gaius -advirtió Gordinus, siempre alerta por su profesión.

Gaius fue a buscar un almohadón y dátiles y vino.

– ¿Su excelencia bebe vino? -preguntó tenso.

El séquito del rey, como el propio Reino de Sicilia y todo el sur de Italia, se componía de muchas razas y religiones: árabes, lombardos, griegos, normandos y -como en el caso de Mordejai- judíos. Ofrecer una bebida podía constituir una ofensa dependiendo de las normas que la religión imponía a los hábitos alimentarios de unos u otros.

Su excelencia asintió con la cabeza. Se sentía mejor. El almohadón era una comodidad para su trasero, la brisa del mar le refrescaba, el vino era bueno. No tenía por qué ofenderse con la franqueza de un anciano. De hecho, cuando concluyera con su misión se ocuparía del tema de las almorranas. La última vez Gordinus se las curó. Después de todo, esa ciudad era un lugar dedicado a curar a los enfermos, y si alguien podía ser considerado el decano de su gran escuela de medicina, ése era Gordinus el africano.

Olvidando a su invitado, el anciano continuó con la lectura de un manuscrito. La piel oscura y mustia de su brazo se estiró cuando su mano introdujo una pluma en la tinta para hacer una modificación. ¿Era tunecino? ¿Moro, tal vez?

Al llegar a la villa, Mordejai había preguntado al mayordomo si debía quitarse los zapatos antes de entrar.

– He olvidado cuál es la religión de vuestro amo.

– También él, excelencia.

Sólo en Salerno, pensaba Mordejai en ese momento, los hombres se olvidaban de sus costumbres y de su Dios para venerar a los enfermos.

Él no estaba seguro de aprobarlo. Sin duda era maravilloso, pero aquello contravenía las leyes eternas: se diseccionaban cadáveres, las mujeres se libraban de fetos indeseados y se les permitía practicar la medicina, la carne era mancillada por la cirugía.

Eran cientos las personas que, atraídas por su fama, llegaban a Salerno, arrastrándose a través de desiertos, estepas y montañas para ser curados. Ya fuera solos o acarreando a sus enfermos.

Mientras contemplaba el conjunto de tejados, torres y cúpulas que estaban más abajo y degustaba el vino, Mordejai se maravillaba de que, entre todas las ciudades, fuera Salerno y no Roma, París, Constantinopla o Jerusalén la que había desarrollado la escuela de medicina más importante del mundo.

En ese preciso momento el tañido de las campanas del monasterio llamando a novenas se cruzó con el grito del muecín, que desde la mezquita convocaba a la oración, pugnando, a su vez, con el coro de los cantores de la sinagoga. Todos esos sonidos remontaron la colina para alcanzar los oídos de los hombres que estaban en el balcón, en un revoltijo de desafinados tonos graves y agudos.

Ésa era la clave, por supuesto. La mezcla. Los rudos y codiciosos aventureros normandos que fundaron su reino en Sicilia y el sur de Italia habían sido pragmáticos y habían mostrado al mismo tiempo visión de futuro. Siempre que un hombre se adecuara a sus propósitos, no importaba a qué dios adoraba. Si ansiaban la paz, y en consecuencia, la prosperidad, debían integrar a los distintos pueblos conquistados. No habría sicilianos de segunda clase. El árabe, el griego, el latín y el francés serían lenguas oficiales.

Cualquier hombre, independientemente de su fe, podía llegar hasta donde su capacidad se lo permitiera.

«No debería quejarme», pensaba Mordejai. Él mismo, un judío, trabajaba para un rey normando junto a cristianos de la Iglesia ortodoxa griega y católicos fieles al Papa. La galera de la que había desembarcado formaba parte de la Armada Real de Sicilia, a cargo de un almirante árabe.

Abajo, en las calles, la chilaba se rozaba con la cota de malla del caballero; el caftán, con el hábito del monje. Sus dueños no sólo no se insultaban, sino que intercambiaban saludos, noticias y, sobre todo, ideas.

– Aquí está, mi señor -anunció Gaius.

Gordinus cogió la carta.

– Ah, sí, por supuesto. Ahora recuerdo… «Simón Menahem de Nápoles partirá en un barco para cumplir una misión especial…», mmm… mmm, «los judíos de Inglaterra se encuentran en un aprieto de cierto peligro. Los niños del lugar son torturados y asesinados…», oh, por Dios… «y se culpa de ello a los judíos», ¡oh, por Dios, por Dios! «Se le ha encomendado descubrir qué ocurre y enviar con el mencionado Simón a una persona versada en causas de muerte, que hable tanto inglés como yidis, y no cometa indiscreciones en ninguna de las dos lenguas». -Gordinus sonrió a su secretario-: Y así lo hice, ¿no?

Gaius adoptó una actitud diferente.

– En ese momento surgió un asunto, mi señor…

– Por supuesto, lo hice, lo recuerdo perfectamente. Y no sólo envié a un experto en procesos mórbidos, sino a una persona que habla latín, francés y griego además de las lenguas requeridas. Un buen estudiante. Así se lo dije a Simón, que parecía preocupado. «No encontraréis una persona mejor», le aseguré.

– Excelente -exclamó Mordejai-. Excelente.

– Sí, creo que cumplimos con lo especificado por el rey -afirmó Gordinus, todavía con tono triunfal-. ¿No es así, Gaius?

– Hasta cierto punto, mi señor.

Había algo extraño en la actitud del sirviente. Mordejai estaba acostumbrado a percibir ese tipo de cosas. Comenzaba a preguntarse por qué Simón de Nápoles se habría preocupado por la elección del hombre que iba a acompañarlo.

– A propósito, ¿cómo está el rey? -preguntó Gordinus-. ¿Solucionó ese pequeño problema?

Mordejai, que ignoraba cuál era el pequeño problema del rey, se dirigió a Gaius.

– ¿A quién envió?

Gaius echó un vistazo a su amo, que había reanudado la lectura.

– La elección fue inusual y me pregunté… -susurró Gaius con voz apenas audible.

– Escuchad, esta misión es extremadamente delicada. No habrá elegido a un oriental, ¿verdad? ¿A un amarillo, que se distinguiría como un limón en Inglaterra?

– No, no lo hice. -Gordinus había vuelto a integrarse en la conversación.

– Bien, entonces, ¿a quién envió? -Gordinus se lo dijo. La incredulidad hizo mella en Mordejai-. ¿Cómo? ¿A quién?

Gordinus se lo repitió.

El de Mordejai fue otro de los gritos que rasgaron el aire en aquel año de chillidos.

– ¡Sois un estúpido, un anciano imbécil!

Capítulo 2

Inglaterra, 1171

– Nuestro prior se muere -anunció el joven monje desesperado-. El prior Geoffrey está agonizando sin un lugar donde yacer. En nombre de Dios, os pedimos prestado vuestro carro.

Toda la comitiva había sido testigo de las discusiones del monje con sus hermanos acerca del lugar apropiado para que el prior pasara sus últimos minutos terrenales. Los otros dos preferían el catafalco abierto en el que viajaba la priora, o incluso el suelo, antes que el carro cubierto de aquellos buhoneros paganos.

Un círculo de hábitos negros rodeaba al prior, como cuervos revoloteando sobre la carroña, agobiándolo con sus cuidados mientras éste se retorcía de dolor.

La monja joven agitaba un objeto sobre el enfermo.

– Los auténticos nudillos del santo, excelencia. Aplicáoslo nuevamente… os lo ruego. Esta vez, sus poderes milagrosos…

La suave voz se volvió casi inaudible entre las impacientes solicitudes del clérigo llamado Roger de Acton, el mismo que había estado molestando al pobre prior con sus asuntos desde que habían salido de Canterbury.

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