– Dios odia a los judíos, Aarón -declaró el monarca-. Vosotros matasteis a Su Hijo. -Aarón cerró los ojos y esperó-. Y Dios me odia. -Abrió los ojos. La voz del rey se alzó en un lamento que retumbó en la galería como un bramido desesperado-: Señor misericordioso, perdona a este rey arrepentido e infeliz. Tú sabes mejor que nadie que Tomás Becket se oponía a mí en todo y que por ello, enfurecido, clamé por su muerte. Peccaví, peccavi, algunos caballeros no comprendieron mi enfado y lo asesinaron, pensando que eso podría complacerme. Por tal abominación Tú, en tu infinita justicia, me has dado la espalda. Soy un gusano, mea culpa, mea culpa, mea culpa. Me arrastro bajo tu ira mientras el único merecedor de tu gloria, el arzobispo Tomás, se sienta a la diestra de Jesucristo, vuestro piadoso hijo. -Los rostros se giraron hacia el rey. Las plumas quedaron suspendidas en el aire, los ábacos se detuvieron. El monarca dejó de golpearse el pecho-. Y, o mucho me equivoco, o el Señor será tan intolerante como yo -prosiguió en tono de conversación. El rey se inclinó, puso un dedo debajo de la mandíbula de Aarón de Lincoln y la levantó suavemente-. En el momento en que esos bastardos cercenaron a Becket, me convertí en un ser vulnerable. La Iglesia quiere venganza, quiere mi hígado, caliente y humeante, quiere su recompensa y debe obtenerla, y una de las cosas que quiere, y que ha querido desde siempre, es que vosotros, los judíos, seáis expulsados de la cristiandad. -Los contables habían vuelto a sus tareas. El rey agitaba el documento que tenía en su mano ante las narices del judío-. Esto es una demanda, Aarón, una reclamación para que todos los judíos sean expulsados de mi territorio. En este instante, una copia de este documento, también escrita por el señor Roger de Acton, que los sabuesos del demonio le trituren los testículos, ha sido enviada al Papa. El niño asesinado en Cambridge y los demás desaparecidos servirán de pretexto para exigir la expulsión de vuestro pueblo. Y, tras la muerte de Becket, no estoy en condiciones de negarme, porque, si lo hiciera, Su Santidad se persuadiría de que debe excomulgarme y mi reino quedaría en entredicho. ¿Comprendéis lo que eso supondría? Seríamos arrojados a las tinieblas; a los recién nacidos se les negaría el bautismo; no se celebrarían matrimonios; los muertos no tendrían sepultura con la bendición de la Iglesia. Y cualquier advenedizo con mierda en los calzones podría desafiar mi derecho a gobernar. -Enrique se puso de pie y comenzó a caminar; hizo una pausa para enderezar un tapiz que el viento había movido-. ¿No soy un buen rey, Aarón?
– Lo sois, mi señor. -Una respuesta justa. Y también verdadera.
– ¿No soy bondadoso con mis judíos, Aarón?
– En efecto, lo sois, mi señor. -Nuevamente, la verdad. El soberano cobraba impuestos a los judíos con la constancia de un granjero que ordeña sus vacas. Pero en todo el mundo, ningún otro monarca había sido más ecuánime con ellos ni mantenía en su reino un orden tan firme como para que los judíos estuvieran más seguros que en cualquier otro país conocido del orbe. Acudían desde Francia, España, territorios destino de los cruzados, e incluso Rusia, para disfrutar de los privilegios y la seguridad de encontrarse en la Inglaterra de los Plantagenet.
«¿Adonde podremos ir?», pensaba Aarón. «Señor, Señor, no nos envíes de vuelta al desierto. Si ya no podemos tener nuestra Tierra Prometida, por lo menos permite que vivamos bajo la protección de este soberano».
Enrique asintió con la cabeza.
– La usura es pecado, Aarón. La Iglesia no la aprueba, ni permite que los cristianos corrompan su alma practicándola. Esa tarea os corresponde a vosotros, los judíos, que no tenéis alma. Por supuesto, eso no impide que la Iglesia os pida dinero prestado. ¿Cuántas catedrales se han construido con vuestros empréstitos?
– Lincoln -comenzó a contar Aarón con sus dedos temblorosos y artríticos-, Peterborough, St Albans, no menos de nueve abadías cistercienses, mi señor, también están…
– Sí, sí. No obstante, lo que aquí nos concierne es que la séptima parte de mis ingresos anuales proviene de los impuestos que pagáis vosotros, los judíos. Y la Iglesia desea que me deshaga de vosotros. -El rey estaba de pie, y una vez más su sangre angevina se hizo notar en las imprecaciones que resonaron en la galería-. ¿Acaso no he asentado la paz en este reino como nunca antes había sucedido?
Los secretarios, inquietos, desatendieron sus ábacos para mover afirmativamente la cabeza. «Sí, mi señor». «Lo habéis hecho, mi señor».
– Lo habéis hecho, mi señor -confirmó Aarón.
– Y no ha sido gracias a los rezos ni al ayuno, os lo aseguro. -Enrique había vuelto a serenarse-. Para equipar mi ejército, pagar a mis jueces, sofocar rebeliones en otros territorios y solventar los infernales y costosos hábitos de mi esposa, necesito dinero. Paz es dinero, Aarón, y dinero es paz. -El rey se aferró a la capa del anciano y lo arrastró hacia sí-. ¿Quién está matando a esos niños?
– No somos nosotros, mi señor, lo desconocemos.
En ese instante de proximidad, los crueles ojos azules de Enrique, con sus pestañas casi invisibles, escudriñaron el alma de Aarón.
– ¿Lo desconocemos? -coreó el rey. Soltó al anciano, que se tranquilizó y se alisó la capa, pero mantuvo su rostro junto al de Aarón-. Creo que será mejor que lo descubramos, ¿verdad? Y con urgencia -susurró suavemente.
Mientras el oficial acompañaba a Aarón de Lincoln a la escalera, se oyó la voz de Enrique II.
– Echaría de menos a los judíos, Aarón. -El anciano se volvió hacia el rey, que sonreía. O eso dedujo al contemplar sus dientes pequeños y sanos en un gesto parecido a una sonrisa-. Pero ni remotamente tanto como vosotros, los judíos, me echaríais de menos a mí -precisó.
En el sur de Italia, algunas semanas después, Gordinus el africano pestañeó amablemente ante su visitante y agitó un dedo. Sabía cómo se llamaba, pues había sido anunciado con gran pompa: «De Palermo, en representación de nuestra más graciosa majestad, su excelencia Mordejai ben Beraja». Incluso conocía su cara, aunque Gordinus sólo recordaba a las personas por sus enfermedades.
– Almorranas -evocó triunfal-, padecéis de almorranas. ¿Cómo siguen?
Mordejai ben Beraja no solía desconcertarse con facilidad. No podía permitírselo, dado que era el secretario personal del rey de Sicilia y el depositario de los secretos de la casa real. Aunque, ciertamente, se sintió ofendido -que un hombre padeciera de almorranas no era algo que debiera ser proclamado en público-, no dejó que su cara lo reflejara y habló con voz fría.
– He venido para saber si Simón de Nápoles ha partido sin dificultad.
– ¿Partido, qué? -preguntó Gordinus con interés.
Aquel genio, pensó Mordejai, siempre había sido difícil de tratar y en ese momento, cuando comenzaba a declinar, era casi imposible. Decidió utilizar el efectivo plural mayestático.
– Si ha partido hacia Inglaterra, Gordinus. Simón Menahem de Nápoles. Lo enviamos a ese país para solucionar un problema que se les ha presentado a los judíos de allí.
El secretario de Gordinus acudió en su ayuda. Fue hacia una pared llena de pequeños compartimentos de los que sobresalían rollos de pergamino que a primera vista parecían tubos. Hablándole como a un niño, le susurró animosamente:
– Como recordáis, mi señor, teníamos una carta del rey… ¡Oh, Dios! La ha cambiado de lugar.
El asunto llevaría su tiempo. Lord Mordejai caminó torpemente por el suelo de mosaicos, donde se veían cupidos disparando sus flechas. Debía de ser romano, a juzgar por su antigüedad. El lugar había sido una de las villas de Adriano.
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