Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Se levantó y examinó todo el papeleo que habían pegado a la pared detrás de la mesa. Listas de turnos de tareas, faxes, listas de números de contacto y direcciones. Había dos fotos de la desaparecida, una de ellas había sido cedida a la prensa, que la publicó y difundió en una decena de artículos sobre el caso. Si no aparecía pronto sana y salva, no iba a quedar sitio en la pared y tendrían que eliminar los artículos de periódico, repetitivos, inexactos y sensacionalistas. A Rebus le llamó la atención la expresión «el desdichado novio». Miró el reloj y vio que faltaban cinco horas para la conferencia de prensa.

Como Gill Templer había ascendido, en Saint Leonard se habían quedado con un inspector de menos; Bill Pryde aspiraba al cargo y pretendía imponer su autoridad en el caso Balfour. Rebus, que acababa de llegar a la sala donde se centralizaba el caso en Gayfield Square, se quedó maravillado al verlo. Pryde estaba elegante como nunca, con un traje que parecía recién estrenado, la camisa bien planchada y una corbata cara. Sus zapatos negros parecían un espejo y, si Rebus no se equivocaba, incluso había ido a la peluquería para arreglarse el poco pelo que le quedaba. Lo habían puesto al mando del personal para que designara los equipos encargados de hacer la rutina diaria de los interrogatorios y las visitas puerta a puerta. Estaban pasando por casa de todos los vecinos, a veces por segunda y tercera vez, y hablando con los amigos, estudiantes y profesores de la universidad; se verificaban los vuelos y el pasaje de transbordadores y habían enviado por fax la foto a ferrocarriles, empresas de autobuses y fuerzas de policía fuera de la jurisdicción de Lothian y Borders. Había que asignar a alguien la tarea de recopilar información sobre los últimos cadáveres aparecidos en Escocia, mientras otro equipo se centraba en los ingresos en hospitales. Quedaban, además, los taxis y las empresas de alquiler de coches. Todo requería tiempo y esfuerzos, fundamentalmente en cuanto a la faceta pública de la investigación, pero por otro lado habría que interrogar más específicamente al círculo más íntimo de familiares y amigos de la desaparecida. Rebus no pensaba que las indagaciones sobre posibles antecedentes dieran resultado alguno de momento.

Pryde terminó de dar instrucciones al grupo de policías y al dispersarse éstos vio a Rebus, le dirigió un guiño y se le acercó frotándose la frente.

– Ten cuidado -advirtió Rebus-, ya sabes que el poder siempre corrompe.

– Perdona, pero es que estoy disfrutando -dijo Pryde bajando la voz.

– Eso es porque eres competente, Bill. En jefatura han tardado veinte años en reconocerlo.

– Corre el rumor de que tú rehusaste el cargo hace tiempo -dijo Pryde asintiendo con la cabeza.

Rebus resopló.

– Rumores, Bill. Igual que el disco de Fleetwood Mac. Mejor no escucharlos.

La gente que iba y venía por la sala cumpliendo las diversas tareas parecía ser parte de una coreografía. Unos se ponían el abrigo, cogían llaves y blocs de notas y otros se remangaban la camisa y se acomodaban ante ordenadores y teléfonos. Por una especie de milagro presupuestario, habían llevado unas sillas nuevas azul pálido, giratorias y con ruedas, y los que se habían adueñado de ellas las defendían haciéndolas rodar por la sala en vez de levantarse.

– Ya no se vigila al novio -dijo Pryde-. Órdenes de la nueva jefa.

– Lo sé.

– Por presión de la familia -añadió Pryde.

– Eso no afectará al presupuesto -puntualizó Rebus enderezando la espalda-. ¿Hay trabajo hoy para mí, Bill?

Pryde pasó hojas de su carpeta portapapeles.

– Hay treinta y siete llamadas del público -dijo.

– A mí no me mires -replicó Rebus alzando las manos-. Los chiflados y bandidos son para principiantes.

Pryde sonrió.

– Ya las he asignado -dijo señalando con la cabeza a dos agentes recién ascendidos de su condición de uniformados que atendían el teléfono, abrumados por la tarea.

Las llamadas inútiles constituían el trabajo más ingrato y en todos los casos de relevancia pública había que contar con una serie de confesiones y de pistas falsas. Había individuos que gozaban llamando la atención aun a costa de pasar por sospechosos. Rebus conocía a unos cuantos en Edimburgo.

– ¿Ha llamado Craw Shand? -preguntó al azar.

– Tres veces declarándose culpable -respondió Pryde dando unos golpecitos en la lista.

– Dile que comparezca -ordenó Rebus-. Es la única manera de quitárnoslo de encima.

Juntó las notas de los interrogatorios preliminares. Algunos agentes vigilarían la calle; Rebus con otros tres cubrirían por parejas los pisos a ambos lados de la casa de Philippa Balfour. Sumaban un total de treinta y cinco, tres de ellos vacíos, así que tocaban a dieciséis visitas por equipo, de un cuarto de hora más o menos; en resumen: cuatro horas de trabajo.

La compañera de Rebus, la agente Phyllida Hawes, hizo el cálculo sobre la marcha cuando subían las escaleras del primer piso. Realmente, a Rebus le extrañaba que se pudiera denominar «pisos» a aquellas casas georgianas de la ciudad nueva en la que abundaban las galerías de arte y las tiendas de antigüedades. Se lo hizo saber a Hawes.

– ¿Casas de pisos? -sugirió ella sonriente.

Las plantas de los edificios eran de uno o dos pisos, algunos con el nombre del inquilino en una placa de latón o de cerámica. Pocos había que lo tuvieran en una simple etiqueta adhesiva.

– No creo que la Asociación Cockburn lo aprobase -dijo Hawes.

Los tres o cuatro nombres que figuraban en trozos de tarjeta debían de ser de estudiantes menos pudientes que Philippa Balfour, pensó Rebus.

Todos los rellanos estaban limpios y cuidados, con felpudos, maceteros e incluso tiestos colgados de la barandilla; las paredes, recién pintadas, y la escalera, bien barrida. En la primera casa, todo fue de perilla: en dos de los pisos no había nadie, dejaron la tarjeta en el buzón, y un cuarto de hora en cada uno de los otros dos. «Venimos a hacerle unas simples preguntas de seguimiento… por si tuviera algo que añadir.» En ambos casos, los inquilinos dijeron que no y manifestaron que estaban aún muy sorprendidos de que hubiera sucedido algo así en una calle tan tranquila.

A una vivienda de la planta baja se accedía por un portal que daba acceso a algo muy distinto: un gran vestíbulo con suelo de mármol blanco y negro flanqueado por dos columnas dóricas. Su inquilino lo ocupaba hacía tiempo y trabajaba en «el sector financiero». Rebus se hizo una composición de lugar: diseñador gráfico, consultor profesional, animador social… y ahora sector financiero.

– ¿Es que ya no hay trabajos de verdad? -preguntó a Hawes.

– Éstos son los trabajos de verdad -respondió ella.

Estaban en la calle y Rebus, que fumaba un cigarrillo, vio que ella lo miraba.

– ¿Quiere uno?

Hawes negó con la cabeza.

– Llevo tres años sin fumar.

– Estupendo -dijo Rebus mirando la calle arriba y abajo-. Si fuera una zona de casas de visillos ya estarían cotilleando.

– Si tuvieran visillos no se podría curiosear dentro y ver lo que uno se pierde.

Rebus aguantó el humo y lo expulsó por la nariz.

– La idea que yo me hacía de joven de la ciudad nueva era la de un barrio disoluto, con caftanes, hachís, fiestas y maleantes.

– Ahora ya no queda espacio para eso -dijo Hawes-. ¿Dónde vive usted?

– En Marchmont -respondió Rebus-. ¿Y usted?

– En Livingston. En aquel entonces no podía aspirar a más.

– Yo compré mi piso hace nueve años, cuando en casa entraban dos sueldos…

– No tiene por qué justificarse -dijo ella mirándolo.

– Lo que quiero decir es que en aquel entonces los precios no eran tan astronómicos.

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