Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Mientras el cristal de la ventanilla bajaba, Rebus se inclinó hacia el agente.

– Llamada urgente de medianoche, caballeros -dijo.

– Casi me cago del susto -contestó el otro recogiendo las hojas del periódico.

Era Pat Connolly, que se había pasado sus primeros años en el departamento de Investigación Criminal batallando contra el apodo de Paddy; su compañero era Tommy Daniels, quien sí parecía satisfecho, como en todo lo demás, con el suyo, Distante, que decía bastante de su carácter. Despertado tan bruscamente de su sueño, al ver a Rebus, a quien conocía, se limitó a poner los ojos en blanco.

– Podrías habernos traído un café -dijo Connolly.

– Podría -replicó Rebus-. O un diccionario -añadió mirando el crucigrama del periódico, apenas rellenado con algunas palabras-. ¿Una noche tranquila?

– Sólo algún forastero que pregunta una dirección -contestó Connolly.

Rebus sonrió y miró a un lado y a otro. Era el centro del Edimburgo turístico. Junto a los semáforos había un hotel; en la otra acera, una tienda de géneros de punto y otra de regalos, pastillas y licoreras. Cincuenta metros más allá, un artesano de faldas escocesas, y algo más lejos, agazapada entre otras sin luces, la casa de John Knox. La ciudad vieja había sido una vez todo Edimburgo: una estrecha columna vertebral que discurría desde el castillo hasta Holyrood con escarpadas callejuelas laterales a guisa de costillas. Al aumentar la población y agravarse las malas condiciones higiénicas, se construyó la ciudad nueva, de una elegancia georgiana, como un reto a aquella ciudad vieja y a quienes no podían permitirse el traslado. A Rebus le intrigaba que, mientras que Philippa Balfour había elegido vivir en la ciudad nueva, David Costello hubiera optado por la vieja.

– ¿Está en casa? -preguntó.

– ¿íbamos a estar aquí de plantón, si no? -respondió Connolly mirando fijamente a su compañero, que se servía sopa de tomate de un termo. Distante olió el líquido con recelo y dio un trago-. Mire, quizás usted nos venga como anillo al dedo.

– ¿Ah, sí?

– Sí, para zanjar una discusión sobre Deacon Blue. «Wages Day», ¿es el primer disco o el segundo?

– Sí, ha sido una noche tranquila -dijo Rebus sonriendo-. El segundo -añadió tras pensarlo un instante.

– Me debes cincuenta libras -le recordó Connolly a Distante.

– ¿Os importa que haga una pregunta? -dijo Rebus agachándose y sintiendo crujir las rodillas.

– Adelante -concedió Connolly.

– ¿Qué hacéis si necesitáis mear?

Connolly sonrió.

– Si Distante está dormido, lo hago en su termo.

A Distante le salió el buche de sopa por la nariz. Rebus se puso en pie y sintió que la sangre le bombeaba las sienes; aviso a navegantes: resaca de fuerza diez a la vista.

– ¿Va a entrar? -preguntó Connolly.

Rebus volvió a mirar hacia el piso.

– Me lo estoy pensando.

– Es que tenemos que tomar nota.

– Lo sé -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– ¿Viene de la fiesta de despedida de Watson?

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Rebus volviéndose hacia el coche.

– Bueno, porque ha bebido, ¿no? Quizá no sea el momento más indicado de ir a ese piso…, señor.

– Seguramente tienes razón…, Paddy -replicó Rebus camino del portal.

* * *

– ¿Recuerdas lo que me preguntaste?

Rebus aceptó el café que le ofreció David Costello. Sacó dos paracetamoles del papel de plata y se los tomó con un trago. Era medianoche, pero Costello no dormía. Llevaba una camiseta negra, vaqueros negros y estaba en calcetines. Debía de haber hecho una escapada ilegal porque tenía en el suelo una bolsa con media botella de Bell's, de la que sólo faltaba un par de tragos. Bebedor no era, dedujo Rebus. No respondía al comportamiento de un bebedor ante una crisis; había recurrido al whisky, pero había tenido que comprarlo y no había liquidado la botella entera.

Era un cuarto de estar pequeño y al piso se accedía por una empinada escalera de caracol con escalones de piedra desgastados. Las ventanas eran minúsculas por tratarse de un edificio centenario de la época en que la calefacción era un lujo; cuanto más pequeñas fueran las ventanas, menos calor se perdía.

Separaban la cocina del cuarto de estar un peldaño y un tabique divisorio con una puerta de doble anchura. Como indicios de que a Costello le gustaba cocinar se veían cazuelas y sartenes colgadas de ganchos de carnicería. En la zona de estar no faltaban libros y discos compactos. Rebus echó una mirada a los discos: John Martyn, Nick Drake, Joni Mitchell. Tranquila pero cerebral. Los libros debían de ser textos de los estudios de literatura inglesa que seguía el joven.

Costello se sentó en un futón rojo y Rebus optó por una silla de respaldo recto. Eran muebles que tenían el aspecto de esos que colocan de reclamo fuera de las tiendas en Causewayside, cuya categoría de «antigüedades» incluye pupitres de los años sesenta y archivadores metálicos verdes, procedentes de remodelaciones de oficinas.

Costello se pasó la mano por el pelo y no dijo nada.

– Me preguntaste si pensaba que habías sido tú -añadió Rebus contestando a su propia pregunta.

– Había sido, ¿qué?

– El asesino de Flip. Me parece que dijiste: «Cree que la he matado yo, ¿verdad?».

Costello asintió con la cabeza.

– Es que es lógico, ¿no? Nos peleamos y es normal que me considere sospechoso.

– David, de momento eres el único sospechoso.

– ¿De verdad cree que le ha sucedido algo?

– ¿Qué crees tú?

– No hago más que estrujarme el cerebro desde el primer momento.

Permanecieron en silencio un rato.

– ¿A qué ha venido aquí? -preguntó Costello de improviso.

– Ya te he dicho que iba camino de casa. ¿Te gusta la ciudad vieja?

– Sí.

– Es algo distinta de la nueva. ¿No pensaste en trasladarte cerca de donde vive Flip?

– ¿Qué insinúa?

Rebus se encogió de hombros.

– Quizá vuestras preferencias sobre Edimburgo arrojen cierta luz sobre vosotros dos.

– Ustedes, los escoceses, son a veces muy reduccionistas -dijo Costello con una risa seca.

– ¿En qué sentido?

– Ciudad vieja frente a ciudad nueva, católicos contra protestantes, costa este y costa oeste… Las cosas suelen ser algo más complicadas.

– Yo me refería a que los contrarios se atraen.

Se hizo otro silencio y Rebus examinó el cuarto.

– ¿No revolvieron mucho?

– ¿Quiénes?

– Los que hicieron el registro.

– Podría haber sido peor.

Rebus dio un sorbo al café fingiendo que lo degustaba.

– Aquí no habrías dejado el cadáver, ¿verdad? Quiero decir que sólo los pervertidos hacen una cosa así. -Costello lo miró-. Perdona, me refería a que…; hablaba en teoría. No afirmo nada. Pero los de la científica no buscarían un cadáver. Ellos se ocupan de detalles que a nosotros nos pasan desapercibidos. Rastros de sangre, fibras, un cabello -añadió Rebus moviendo la cabeza despacio-. Los jurados creen todo eso. El criterio policial clásico ya no cuenta -dijo dejando la taza y metiendo la mano en el bolsillo para coger el tabaco-. ¿Te importa que…?

Costello se mostró indeciso.

– La verdad es que yo también me fumaría uno, si me lo ofrece.

– Por favor -dijo Rebus cogiendo un pitillo, encendiéndolo y tirando a continuación cajetilla y encendedor al joven-. Líate un porro si quieres -añadió-. Si es que fumas.

– No fumo.

– Veo que ahora la vida estudiantil es muy distinta.

Costello expulsó el humo mirando el cigarrillo como si fuera un objeto extraño.

– Supongo que sí -dijo.

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