Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Rebus sonrió. Eran dos adultos que charlaban afablemente fumando un cigarrillo. Cosas de la madrugada, la hora de la verdad, cuando los demás duermen y nadie escucha a escondidas. Se levantó y se acercó a la estantería de libros.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó cogiendo un libro y hojeándolo.

– En una cena. Conectamos de inmediato. A la mañana siguiente, después de desayunar dimos un paseo por el cementerio de Warriston y supe que la quería… Quiero decir que no era una simple aventura de una noche.

– ¿Te gusta el cine? -preguntó Rebus al advertir que había una hilera de libros sobre el tema.

– Me gustaría escribir un guión algún día -respondió Costello mirándolo.

– Estupendo -concedió Rebus, que había abierto otro libro con una serie de poemas sobre Alfred Hitchcock-. ¿No fuiste al hotel? -añadió tras una pausa.

– No.

– Pero ¿has visto a tus padres?

– Sí.

Costello dio otra profunda calada al cigarrillo. Vio que no había cenicero y buscó con la vista algo adecuado: dos palmatorias. Una para Rebus y otra para él. Al dar la espalda a los libros, el pie de Rebus rozó algo: era un soldado de metal de apenas dos centímetros. Se agachó a recogerlo. Le faltaba el mosquete y tenía la cabeza torcida. Él no lo había roto, desde luego. Lo dejó con cuidado en un estante y se sentó.

– Entonces, ¿anularon la otra habitación? -preguntó.

– Mis padres duermen en habitaciones separadas, inspector -respondió Costello levantando la vista del punto de la palmatoria en que había apagado la colilla-. No es ningún delito, ¿verdad?

– No soy quién para juzgar. Hace tantos años que mi mujer me dejó que ni lo recuerdo.

– Me apostaría algo a que lo recuerda bien.

– Culpable. -Rebus sonrió de nuevo.

Costello apoyó la cabeza en el respaldo del futón y bostezó.

– Tengo que irme -dijo Rebus.

– Termínese el café, al menos.

Rebus lo había acabado, pero asintió con la cabeza, decidido a no marcharse hasta que lo echaran.

– A lo mejor aparece. La gente hace a veces cosas extrañas, ¿no es cierto? O le da por echarse al monte.

– Flip no era de las que se echan al monte.

– Pero a lo mejor tenía pensado marcharse a algún sitio.

Costello negó con la cabeza.

– Sabía que la esperaban en el bar. No lo iba a olvidar.

– ¿No? Imagínate que se encontró con alguien… y tuvo una reacción impulsiva, como en el anuncio.

– ¿Con otro hombre?

– Es posible, ¿no crees?

Una sombra cruzó los ojos de Costello.

– No lo sé. Precisamente fue una de las cosas que pensé…: si habría conocido a alguien.

– ¿Y la descartaste?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque algo así me lo habría dicho. Es la manera de ser de Flip. Si se compra un vestido de mil libras o sus padres le regalan un vuelo en el Concorde, no puede callárselo.

– ¿Le gusta ser el centro de atención?

– ¿No nos sucede a todos de vez en cuando?

– No habrá hecho alguna tontería por el simple hecho de que la busquemos, ¿verdad?

– ¿Fingir que ha desaparecido? -Costello negó con la cabeza y volvió a bostezar-. Creo que voy a acostarme.

– ¿A qué hora es la conferencia de prensa?

– A primera hora de la tarde. Seguramente para que puedan incluirla en el informativo de la tele.

Rebus asintió con la cabeza.

– Tú no te pongas nervioso. Actúa tal como eres.

Costello apagó la colilla.

– ¿De qué otra manera voy a actuar? -replicó haciendo ademán de devolver a Rebus el paquete y el encendedor.

– Quédatelos. A lo mejor te entran ganas de fumar.

Se levantó y sintió el pálpito de la sangre en el cráneo, a pesar del paracetamol. «Es la manera de ser de Flip.» Lo había dicho en presente; ¿era un comentario casual o calculado? Costello se puso en pie con una sonrisa algo forzada.

– Al final no ha contestado a mi pregunta.

– Le doy un margen de confianza, señor Costello.

– ¿Ahora sí? -replicó Costello metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Irá a la conferencia de prensa?

– Puede ser.

– ¿Y estará atento a cualquier lapsus, como sus colegas de la científica? -añadió el joven entornando los ojos-. Puede que sea el único sospechoso, pero no soy idiota.

– Entonces apreciarás que estemos del mismo lado de la mesa…, a menos que pienses lo contrario.

– ¿Por qué ha venido aquí? No está de servicio, ¿verdad?

Rebus dio un paso hacia él.

– ¿Sabes lo que se creía en otros tiempos, señor Costello? Antes se pensaba que las víctimas de un crimen retenían en los ojos la imagen del asesino… por ser lo último que habían visto, y algunos asesinos les arrancaban los ojos después de matarlas.

– Pero en la actualidad no somos tan ingenuos, inspector, ¿no es cierto? No se puede conocer a nadie ni descubrir su yo íntimo a simple vista -replicó Costello acercándose y abriendo más los ojos-. Mire bien por última vez porque la exposición va a cerrar.

Rebus le sostuvo la mirada con firmeza hasta que Costello parpadeó y rompió el hechizo; después se dio media vuelta y le pidió que se marchase. Cuando ya iba camino de la puerta, el joven lo llamó; estaba limpiando el paquete de cigarrillos con un pañuelo, hizo lo propio con el encendedor y le tiró ambos objetos a los pies.

– Creo que usted los necesitará más que yo.

Rebus se agachó a recogerlos.

– ¿Por qué los has limpiado con el pañuelo?

– Hay que ir con cuidado -respondió el joven-. Pueden aparecer pruebas en cualquier sitio.

Rebus se irguió, pero no dijo nada. Cuando salía, Costello le dio las buenas noches y, sólo cuando ya había descendido unos escalones, le devolvió la cortesía. Iba pensando en cómo el chico había limpiado la cajetilla y el encendedor. En todos los años que llevaba en el cuerpo nunca había visto hacer aquello a un sospechoso. Era prueba de que Costello esperaba verse acosado.

O quizá lo había hecho para que él lo creyera. En cualquier caso, el detalle le había mostrado la faceta fría y calculadora del joven, su capacidad de previsión…

Capítulo 2

Era uno de esos días fríos crepusculares, perfectamente posible en al menos tres estaciones escocesas, con un cielo como de pizarra y un viento que el padre de Rebus habría calificado de «cortante». Su padre le contó una historia una vez -en realidad muchas veces- sobre un crudo día de invierno en que entró en una tienda de comestibles en Lochgelly y se encontró con el tendero pegado a la estufa eléctrica. Él, señalando la vitrina refrigerada, le había preguntado: «¿Es esto su jamón de Ayrshire?», y el hombre contestó: «No, son mis manos, que las he puesto a calentar». Su padre le juró que era verídico y Rebus, que por entonces tendría siete u ocho años, se lo creyó; pero en esos momentos le parecía un chiste manido, algo que el viejo debía de haber oído y de lo que se había apropiado.

– Es raro verle sonreír -dijo su barista mientras le preparaba un doble con latte.

Ésas fueron sus palabras: barista, latte, la primera vez que le explicó en qué consistía su trabajo. Atendía un chiringuito instalado en una antigua caseta de policía en una esquina de los Meadows, al que Rebus acudía casi todas las mañanas camino de la comisaría. «Café con leche», decía él, y ella le corregía: latte. Él añadía: «doble», aunque ella se lo sabía de memoria; a Rebus le gustaba el sonido de la palabra.

– Sonreír no es delito, ¿no? -dijo mientras revolvía la espuma con la cucharilla.

– Usted lo sabrá mejor que yo.

– Y su jefe mejor que nadie -replicó Rebus pagando; echó la calderilla del cambio en el bote de margarina de las propinas y se encaminó a Saint Leonard. Seguramente la mujer no supiera que era policía… «Usted lo sabrá mejor que yo.» Lo había dicho sin intención, por seguir la broma, mientras que la observación de él sobre el jefe, dueño de una cadena de quioscos, había sido intencionada, por tratarse de un antiguo abogado. Ella, sin embargo, no pareció darse cuenta.

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