Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿Cree usted -dijo Rebus- que si reflexionara, recapacitando sobre su recuerdo, podría darnos una descripción más completa?

– Lo dudo, pero, desde luego, si cree que es importante…

– Es pronto para decirlo, como usted ya sabe, pero no podemos descartar nada.

– Por supuesto, por supuesto.

Rebus lo trataba como a un colega y estaba dando resultado.

– Incluso tal vez confeccionemos un retrato robot -prosiguió-. Así, si resulta ser un vecino o alguien conocido podemos descartarlo de inmediato.

– Lógico -concedió Devlin.

Rebus llamó por el móvil a Gayfield y concertó hora para el día siguiente por la mañana, y a continuación preguntó a Devlin si quería que le enviaran un coche.

– Me las arreglaré a pie. Todavía no estoy tan decrépito.

Pero le costó incorporarse y caminó con cierta rigidez al acompañarlos a la puerta.

– Gracias de nuevo -dijo Rebus estrechándole la mano.

Devlin asintió con la cabeza sin mirar a Hawes, que no le dio la mano y que, mientras subían al otro piso, murmuró algo que Rebus no entendió.

– ¿Cómo dice?

– He dicho: malditos hombres. -Hizo una pausa-. Mejorando lo presente. -Rebus no replicó nada para dejarla que se desahogase a gusto-. Seguro que si hubiésemos sido dos mujeres policías no habría dicho nada.

– Yo creo que depende del modo de enfocarle las cosas.

Hawes lo miró furiosa como si hubiese dicho una frivolidad.

– Parte de nuestro trabajo -continuó Rebus- es fingir que nos agrada todo el mundo y simular que nos interesa cuanto dicen.

– Ese hombre…

– ¿Lo ha puesto nervioso? A mí también. Es un tanto pretencioso, pero es su manera de ser. Hay que dejarle. Tiene razón; a lo mejor no nos habría dicho nada porque lo consideraba irrelevante. Pero luego se abrió por fastidiarla a usted -añadió Rebus sonriendo-. Buen trabajo. La verdad es que no tengo muchas oportunidades de hacer de «poli bueno».

– No fue sólo que me atacase los nervios -añadió Hawes.

– ¿Pues qué?

– Me ha dado miedo.

– ¿No es lo mismo? -replicó Rebus mirándola.

Hawes negó con la cabeza.

– El jueguecito de veteranos que se marcó con usted me irritó un poco porque yo quedé al margen, pero ese recorte de prensa enmarcado…

– ¿El de la pared?

Hawes hizo un gesto afirmativo.

– Me puso los pelos de punta.

– Es un patólogo -dijo Rebus- y los patólogos tienen la piel más dura que la mayoría de nosotros.

Hawes reflexionó un instante y se permitió una media sonrisa.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rebus.

– Nada -respondió ella-, es que cuando nos marchábamos vi una pieza del rompecabezas debajo de la mesa…

– ¿Y allí la ha dejado? -dijo Rebus sonriendo también-. Con ese buen ojo acabará siendo muy buena policía.

Rebus llamó al timbre de la siguiente puerta.

* * *

La conferencia de prensa se celebró en la Casa Grande, con conexión directa a la sala de investigación, centralizada en Gayfield Square. Un agente se puso a limpiar con un pañuelo las huellas de dedos y las manchas de la pantalla del televisor, mientras otros cerraban las persianas para que no entrara el sol, que había hecho acto de presencia de improviso. Todas las sillas estaban ocupadas, había dos y en cada mesa tres agentes, y algunos almorzaban un tardío bocadillo acompañado de plátanos. Había tazas de té y de café, latas de zumo, y todos hablaban en voz baja. El encargado de filmar la conferencia de prensa en la central se la estaba buscando.

– Parece mi hijo de ocho años con la cámara de vídeo.

– Ése ha visto demasiado cine experimental.

La verdad era que la cámara no paraba de hacer barridos y de caer en picado captando cuerpos de cintura para abajo, filas de pies y respaldos de sillas.

– Aún no han empezado -dijo uno más prudente.

Efectivamente, los otros operadores de televisión estaban montando sus equipos y el público invitado -periodistas con el móvil en la oreja- iba ocupando sus asientos entre murmullos. Rebus estaba al fondo de la sala, bien lejos del televisor, seguramente a propósito. Tenía a su lado a Bill Pryde con una cara de cansancio que trataba de disimular sujetando la carpeta portapapeles contra el pecho y consultándola de vez en cuando como si en ella fuesen a aparecer consignas milagrosas. Una vez bajadas las persianas, sólo cruzaron la sala leves rayos de luz en los que flotaban motas de polvo que en otras circunstancias no se habrían visto. Rebus recordó las sesiones de cine de su infancia, aquel sentimiento expectante al encenderse el proyector, justo antes de comenzar la película.

Ya estaban casi todos sentados en la sala de conferencias. Rebus conocía aquel local anodino que reutilizaba para cursillos y actos como el presente. Al fondo habían montado una mesa larga y detrás una pantalla improvisada con la placa de la policía de Lothian y Borders. La videocámara de la policía giró y enfocó una puerta abierta por la que entraron varias personas, al tiempo que se hacía silencio en la sala. Rebus oyó el ronroneo de los motores de las cámaras y vio los fogonazos de los flashes. Eran Ellen Wylie y Gill Templer seguidas de David Costello y John Balfour.

– ¡Culpable! -dijo alguien situado frente a Rebus cuando la cámara enfocó el rostro de Costello.

Tomaron asiento los cuatro en la mesa ante una súbita formación de micrófonos, sin que la cámara se apartara del rostro de Costello, retrocediendo levemente para encuadrarlo hasta la cintura; pero fue la voz de Wylie, precedida de un carraspeo nervioso, la que surgió del altavoz.

– Buenas tardes, señoras y caballeros, gracias por acudir. Antes de empezar haré un breve resumen del procedimiento y las reglas…

Siobhan estaba a la izquierda de Rebus sentada en una mesa junto a Grant Hood, que miraba al suelo, quizás escuchando lo que decía Wylie. Rebus recordó que aquellos dos habían trabajado muy armoniosamente en el caso Grieve unos meses antes. Siobhan miró a la pantalla y luego de un lado a otro; tenía una botella de agua y se entretenía arrancándole la etiqueta.

Rebus pensó que ella aspiraba a aquel cargo y se sentía dolida. Le habría gustado que dirigiera la vista hacia él para responder con una sonrisa o un gesto de comprensión, pero Siobhan volvió a fijar la vista en la pantalla. Wylie había concluido su discurso y ahora tomaba la palabra Gill Templer, quien resumió y amplió los datos sobre el caso sin titubeos dada su experiencia en conferencias de prensa. Rebus oyó a Wylie carraspear otra vez en segundo plano, como queriendo que Gill Templer terminara.

En cualquier caso, la cámara no hacía caso de las dos oficiales de policía y sólo enfocaba a David Costello y a veces al padre de Philippa Balfour. Estaban los dos juntos y la cámara los encuadraba alternativamente, deteniéndose más tiempo en Costello. La imagen era perfecta hasta que el operador optó por ofrecer un plano general y tardó unos segundos en corregir el desenfoque.

– Culpable -repitió la voz.

– ¿Hacemos apuestas? -propuso otro.

– A ver si os calláis -vociferó Bill Pryde.

Se hizo el silencio y Rebus fingió aplaudirle, pero Pryde volvió a consultar sus papeles antes de fijar la vista en la pantalla, en la que Costello comenzaba a hablar. No se había afeitado y vestía la misma ropa de la noche anterior. Desdobló y aplanó sobre la mesa una hoja de papel pero, cuando empezó a hablar, no la miró y dirigió la vista a una cámara y a otra sin decidirse por ninguna. Su voz era seca y floja.

– No sabemos qué ha sucedido con Flip y todos deseamos desesperadamente saber algo, sus amigos, su familia… -añadió mirando a John Balfour-. Los que la conocemos y la queremos necesitamos saber algo de ella. Flip, si nos ves, ponte, por favor, en contacto con alguno de nosotros para que sepamos que estás…, que no te ha ocurrido nada. Nos tienes muy preocupados.

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