Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Qué más quisiera -replicó Simms con voz fría y ojos de fuego.

Rebus centró su atención en Whiteread, que se había acercado a la mesa y tenía la mano sobre el expediente de Herdman.

– ¿No puede frenar el celo de su mono?

– Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes -dijo ella sin apartar su atención de los papeles.

– Nunca creí a Herdman traficante de drogas -prosiguió Rebus-. ¿Pusieron ustedes ese alijo en su barco? -Ella negó despacio con la cabeza-. Bien, pues alguien lo hizo -añadió Rebus reflexionando un instante y dando otro trago-. Pero esos viajes por el mar del Norte… Rotterdam es un buen lugar para vender diamantes. Lo que creo es que encontró los diamantes pero se lo calló. O bien se los llevó en el primer momento o bien los escondió y volvió más tarde a por ellos, después de su repentina decisión de no reengancharse. Ahora bien, el Ejército se preguntaría qué había sido de los diamantes y de la noche a la mañana Herdman se hace notar. Dispone de dinero y monta un negocio de barcos… pero no se puede demostrar nada. -Hizo otra pausa para dar otro trago-. ¿Saben si queda mucho, o lo ha gastado todo? -Rebus pensó en los barcos pagados al contado en dólares, la moneda del mercado de diamantes, y en el que le había regalado a Teri Cotter, que había sido la clave que él buscaba. Hizo una pausa, Whiteread no contestaba-. En cuyo caso -añadió- su misión aquí consistía en limitar los daños y en asegurarse de que no quedase ningún indicio que al aparecer pudiera destapar el asunto. Todos los gobiernos dicen lo mismo: no negociamos con terroristas. Tal vez no, pero en una ocasión intentamos comprarlos. ¿No resultaría una historia jugosa para la prensa? -preguntó mirándola por encima del borde del vaso-. Es eso más o menos, ¿no?

– ¿Y el diamante? -inquirió Whiteread.

– Me lo prestó un amigo.

Ella permaneció callada casi un minuto mientras Rebus se regocijaba esperando el momento oportuno, diciéndose que si no hubiera vuelto a casa acompañado de Bob… Sí, decididamente, las cosas no le habrían salido tan bien. Aún sentía en la garganta los dedos de Simms y más al tragar el whisky.

– ¿Ha vuelto a ponerse en contacto con ustedes Steve Holly? -dijo rompiendo el silencio-. Lo digo porque si a mí me sucede algo, él lo sabrá inmediatamente.

– ¿Cree que eso garantiza su integridad?

– ¡Calla, Gavin! -espetó Whiteread; tras lo cual se cruzó despacio de brazos-. ¿Qué piensa hacer? -preguntó.

Rebus se encogió de hombros.

– Si le digo la verdad, el asunto no es cosa mía. No tengo por qué hacer nada a condición de que no suelte de la cadena a su mono aquí presente.

Simms se puso en pie y metió la mano en la chaqueta, pero Whiteread giró sobre sus talones y le dio un manotazo en el brazo. Rebus se quedó maravillado de la rapidez de la mujer.

– Lo único que quiero es que ustedes dos se hayan ido mañana a primera hora -dijo marcando las palabras-. Si no, tendré que pensar en hablar con mi amigo del cuarto poder.

– ¿Cómo podemos confiar en usted?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– No creo que a ninguno nos interese que la prensa publique esta historia -dijo dejando el vaso-. Bien, si hemos acabado, tengo un huésped que atender.

– ¿Quién es? -preguntó Whiteread mirando hacia la puerta.

– Pierda cuidado, ése es de los que no hablan.

Ella asintió despacio con la cabeza y se volvió para irse.

– Dígame una cosa, Whiteread. -Ella se detuvo y se volvió hacia él-. ¿Por qué cree que Herdman hizo eso?

– Porque era codicioso.

– Me refiero a lo del colegio.

– A mí qué me importa -respondió ella con una mirada encendida.

Sin más palabras salió del cuarto de estar. Simms continuaba mirando a Rebus, que le dijo adiós con la mano antes de volverse a acercar a la ventana. Simms sacó la pistola automática de la chaqueta, le apuntó a la nuca, lanzó un suave silbido entre los dientes y volvió a guardar el arma en la funda.

– Genial -dijo casi en un susurro-, sin que se espere cuándo ni dónde, será mi cara lo último que vea.

– Vaya gracia -replicó Rebus con un suspiro, sin molestarse en darse la vuelta-, desperdiciar mis últimos instantes en este mundo viendo la cara de un perfecto gilipollas.

Oyó los pasos alejándose en el vestíbulo y un portazo. Fue al vestíbulo a asegurarse de que se habían marchado y vio a Bob en el umbral de la cocina.

– Me he hecho una taza de té. Por cierto, no le queda leche.

– He dado el día libre a los criados. Anda, trata de dormir, que nos queda un día largo por delante.

Bob asintió con la cabeza, fue al cuarto y cerró la puerta. Rebus se sirvió un tercer whisky -el último-, se sentó derrengado en su sillón y vio que el rollo que había hecho Simms con la revista iba abriéndose despacio en el sofá. Pensó en Lee Herdman, tentado por los diamantes, cómo los entregaría y saldría luego del bosque como si tal cosa. Tal vez se sintió culpable después, presa del temor, sabiendo que nunca se disiparían las sospechas. Era muy posible que, en su momento, hubiera tenido que dar explicaciones, someterse a interrogatorios, incluso quizá con Whiteread. Por muchos años que pasaran, el Ejército no olvidaría el asunto porque no podían quedar cabos sueltos, sobre todo en algo como aquello, que podía convertirse en algo que les explotara en las manos. Herdman habría vivido bajo la presión de aquel miedo, tendría pocos amigos… los jovencitos eran distintos, ellos no podían ser agentes secretos. Y, por lo visto, tampoco Doug Brimson importaba… Tantas cerraduras para conjurar peligros. No era de extrañar que estallara. Pero ¿por qué de aquel modo? Rebus no acababa de entender que hubiera sido sólo por celos.

James Bell le hace una foto a la señorita Teri en Cockburn Street…

Derek Renshaw y Anthony Jarvies entran en su página web…

Teri Cotter, su curiosidad por la muerte y amante de un ex militar…

Renshaw y Jarvies, amigos íntimos; distintos de Teri, distintos de James Bell; aficionados al jazz, no al heavy metal; desfilaban en el colegio con sus uniformes militares, eran aficionados al deporte. No como Teri Cotter.

Ni como James Bell.

Y pensándolo bien, aparte de sus años en el Ejército, ¿qué tenían en común Herdman y Doug Brimson? Para empezar, que los dos conocían a Teri Cotter. Teri estaba con Herdman y su madre se veía con Brimson. Rebus pensó que era un extraño baile, como esos en que se intercambian las parejas constantemente. Hundió la cara entre las manos, para no ver la luz, sintió el olor de cuero de los guantes mezclado con los vapores del whisky y los personajes del baile comenzaron a danzar en su cabeza. Parpadeó, abrió los ojos y lo vio todo borroso. El papel de las paredes fue precisándose poco a poco, pero él veía manchas de sangre, sangre en el aula.

Dos disparos mortales y un herido.

No: tres disparos mortales.

– No.

Se dio cuenta de que hablaba solo. Dos disparos mortales, un herido. Luego otro disparo mortal.

En el suelo y en las paredes, salpicaduras de sangre.

Sangre por todos lados. Una sangre con historia propia…

Se sirvió el cuarto whisky sin pensar y sólo se dio cuenta al llevarse el vaso a los labios. Volvió a verterlo con cuidado en la botella y puso el tapón. Y con un esfuerzo de voluntad dejó la botella en la repisa de la chimenea.

Sangre con historias que contar.

Cogió el teléfono. No pensaba que hubiera nadie en el laboratorio de la Policía Científica a aquella hora de la noche, pero marcó el número. Nunca se sabe; había gente con sus propias obsesiones, sus misterios que desentrañar. No porque los casos lo requirieran, ni por simple orgullo profesional, sino por gusto, por estímulo personal.

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