Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Fue a Arden Street sin hacer caso del sonido de llamada del móvil. Sería Siobhan para repetirle la pregunta. No encontró sitio para aparcar y pensó que, de todos modos, estaba demasiado excitado para acostarse. Siguió calle adelante y cruzó el sur de Edimburgo hasta llegar a Gracemount y a la parada de autobús donde se había enfrentado a los Perdidos pocos días antes, aunque que ya le parecían una eternidad. ¿Cuándo había sido?, ¿la noche del miércoles? No había nadie bajo la marquesina, pero aparcó junto al bordillo, bajó el cristal de la ventanilla tres centímetros y fumó un cigarrillo. No sabía qué iba a hacer con Rab Fisher si daba con él; lo que sí quería es que le contestara a ciertas preguntas relacionadas con la muerte de Andy Callis. El incidente del bar le había estimulado. Se miró las manos. Todavía le escocían del forcejeo con McAllister, pero no era, después de todo, una sensación desagradable.

Pasaron varios autobuses sin detenerse. Encendió el motor y se dirigió hacia los bloques de viviendas, donde recorrió las calles metiéndose en ocasiones en callejones sin salida que le obligaron a dar marcha atrás. Vio a unos críos jugando al fútbol en un parque raquítico medio a oscuras y a otros con monopatín en un pasadizo. Era su territorio y su hora del día. Podría preguntarles por los Perdidos, pero sabía que aquellos chavales aprendían las reglas desde muy pequeños y no darían el chivatazo, y menos cuando su mayor aspiración en la vida era pertenecer a la pandilla local. Volvió a aparcar delante de un bloque de mediana altura y encendió otro cigarrillo. Tenía que encontrar pronto una tienda para no quedarse sin tabaco. O ir a algún pub a ver si encontraba cigarrillos baratos de reventa. Puso la radio con la idea de captar algo decente, pero no sintonizó más que rap y música dance. En el casete tenía una cinta de Rory Gallagher: Jinx, pero no le apetecía oírla. Creyó recordar que una de las canciones era The Devil Made Me Do It [El diablo me indujo a ello]. Mala excusa para los tiempos actuales, aunque muchos otros habían ocupado el puesto de Pedro Botero. Hoy no había crímenes inexplicables, con tantos científicos y psicólogos que hablaban de herencia congénita y maltrato infantil, lesiones cerebrales y presión ejercida por los demás. Siempre había una causa…, siempre, al parecer, un pretexto.

¿Por qué había muerto Andy Callis?

¿Y por qué había entrado en esa aula Lee Herdman?

Rebus fumó el cigarrillo en silencio, sacó el diamante, lo miró y volvió a guardárselo al oír un ruido; era un niño que llevaba a otro en volandas en un carrito de supermercado. Le miraron los dos como si fuera un bicho raro. Quizá lo fuera. Minutos después los tenía allí otra vez. Rebus bajó del todo el cristal de la ventanilla.

– ¿Busca algo, señor? -preguntó el que empujaba el carrito, un niño de unos nueve años, quizá diez, con la cabeza rapada y pómulos prominentes.

– He quedado con Rab Fisher -contestó Rebus mirando el reloj-, pero el cabrón no aparece.

Los niños se mostraban recelosos, aunque no tanto como lo harían al cabo de un par de años.

– Yo le he visto hace poco -dijo el que iba montado en el carrito, y Rebus decidió abreviar.

– Es que le debo dinero -dijo- y pensé que andaría por aquí – añadió mirando a un lado y a otro como si esperara ver aparecer a Fisher.

– Nosotros podríamos dárselo -dijo el conductor del carrito.

– ¿Tengo cara de gilipollas? -replicó Rebus sonriendo.

– Como quiera -dijo el chico encogiéndose de hombros.

– Vaya a ver dos calles más allá -añadió el pasajero señalando hacia la derecha-Le echamos una carrera.

Rebus puso el motor en marcha, pero optó por ir despacio. Ya llamaba suficientemente la atención como para circular con un carrito de supermercado siguiéndole a toda velocidad.

– A ver si encontráis cigarrillos -dijo sacando del bolsillo un billete de cinco libras-. Los más baratos que haya, y quedaos con el cambio.

El billete le voló de la mano.

– ¿Por qué lleva guantes, señor?

– Para no dejar huellas -contestó Rebus con un guiño, pisando el acelerador.

Dos calles más adelante no había nadie. Llegó a un cruce, miró a derecha e izquierda y vio un coche aparcado junto al bordillo y un grupo inclinado sobre él. Rebus se detuvo ante un indicador de ceda el paso pensando que estaban forzando el coche, pero en ese momento se dio cuenta de que el grupo simplemente hablaba con el conductor. Eran cuatro, más la cabeza de dentro del vehículo. Parecían los Perdidos, y Rab Fisher era el que hablaba. Se oía un ralentí muy fuerte. Trucado o sin tubo de escape. Rebus sospechó que lo primero. Era un coche modificado con una luz de frenos descomunal y alerón acoplado al parachoques. El conductor llevaba una gorra de béisbol. A Rebus le habría gustado que fuera una agresión, un atraco, algo que le diera pie a intervenir. Pero no era el caso. Oyó que reían, seguramente de alguna anécdota.

Uno de ellos miró hacia donde él estaba y Rebus se percató de que llevaba demasiado tiempo parado en el cruce. Entró en la bocacalle y aparcó de espaldas a aquel coche a unos cincuenta metros, fingiendo mirar los bloques de viviendas como si hubiera ido a recoger a un amigo. Para rematar la farsa dio dos bocinazos. Los Perdidos volvieron la cabeza un instante y siguieron a lo suyo. Rebus se acercó el móvil al oído fingiendo que llamaba su amigo sin dejar de mirar por el retrovisor.

Veía a Rab Fisher gesticular contando su historia al conductor, alguien a quien trataba de impresionar. Se oía música, los acordes sordos de un bajo. Tenían la radio sintonizada precisamente en la emisora que él había desechado. Pensó cuánto tiempo podría seguir allí disimulando. ¿Y si los del carrito volvían realmente con el tabaco?

En ese momento Fisher se enderezaba para apartarse de la portezuela, que se abrió. El conductor bajó del coche.

Nada menos que Demonio Bob. Bob con coche propio, dándoselas de importante y de duro, contoneándose hacia el maletero para abrirlo y enseñarles algo que la pandilla se puso a mirar en semicírculo tapándole la visión.

Demonio Bob, el secuaz de Pavo Real. No estaba allí actuando de segundón, pues; aunque lejos de ser una lumbrera, estaba muy por encima en el escalafón de un pipiolo como Fisher.

No hacía teatro…

Rebus recordó el interrogatorio en St Leonard el día de la redada. Bob había dicho que nunca había ido al teatro en tono de decepción. Bob, aquel niño grande, apenas adulto, a quien Pavo Real llevaba a su lado, tratándole casi como a un perro; una mascota que le hacía gracias.

Y Rebus recordó de pronto otro rostro, otra escena: la madre de James Bell y El viento en los sauces.

«Nunca se es demasiado mayor -le había dicho levantando el dedo-. Nunca demasiado mayor.»

Lanzó una última mirada de supuesto aburrimiento por la ventanilla y arrancó a toda velocidad como cabreado porque no hubiera aparecido su amigo. Giró en el siguiente cruce, aminoró la marcha y llamó por el móvil. Apuntó el número que le daban, hizo una segunda llamada y dio una vuelta sin ver rastro del carrito ni de las cinco libras, aunque ya se había hecho a la idea. Se encontró con otro ceda el paso a cien metros del coche de Bob. Aguardó y vio que cerraba el maletero de golpe y que los Perdidos volvían a la acera y él subía al coche. Al quitar el freno de mano sonó una bocina con la melodía de Dixie. Los neumáticos chirriaron y se levantó una nube de humo. Iba a setenta cuando pasó al lado de Rebus. Dixie tronó otra vez. Rebus le siguió.

Se sentía sereno, decidido. Decidió que era el momento de fumar el último cigarrillo que le quedaba y quizá también de escuchar unos minutos a Rory Gallagher. Recordó que le había visto en los años setenta en el Usher Hall, ante un público vestido con camisas a cuadros y vaqueros desteñidos. Rory tocó Sinner Boy, Ym Movin'On… Eso era lo que él tenía a la vista: un pecador. Y esperaba coger a otros dos.

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