Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Individuos a quienes, igual que a él, les costaba distanciarse. No sabía si era bueno o malo, pero era así. Al otro extremo sonaba el teléfono, pero nadie contestaba.

– Pandilla de vagos -musitó, y en ese momento advirtió que Bob asomaba la cabeza por la puerta.

– Perdón -dijo el joven pasando al cuarto de estar. Se había quitado la cazadora y su camiseta gris de manga corta dejaba ver unos brazos fofos sin vello-. No consigo dormir.

– Siéntate si quieres -dijo Rebus señalando con la cabeza el sofá. El joven se sentó pero no parecía cómodo-. Ahí está la tele si te apetece.

Bob asintió con la cabeza pero no dejaba de mirar en derredor. Vio la librería y se acercó a mirar.

– A lo mejor…

– Adelante, coge el que quieras.

– La función que hemos visto… ¿no dijo que estaba basada en un libro?

Rebus se volvió para asentir con la cabeza.

– Pero no lo tengo -dijo, escuchando al otro lado de la línea el sonido de su llamada otros quince segundos antes de cortar la comunicación.

– Siento haberle interrumpido -dijo Bob, que no había tocado un solo libro y los miraba como ejemplares raros de museo.

– No me has interrumpido -dijo Rebus levantándose-. Oye, espera un momento -añadió dirigiéndose al pasillo para abrir un armario.

Había montones de cajas de cartón. Cogió una y vio que eran cosas de cuando su hija era pequeña, muñecas y cajas de lápices de colores, tarjetas postales y piedras recogidas en paseos a la orilla del mar. Pensó en Allan Renshaw y en cómo se habían roto los vínculos entre los dos. Allan con sus cajas de fotos y su colección de recuerdos en la buhardilla. Dejó la caja a un lado y cogió otra de debajo. Contenía libros, también de Sammy, infantiles, novelas en rústica con las cubiertas garabateadas y ajadas y algunos libros de tapa dura. Sí, allí estaba, forrado de plástico verde y, en el lomo amarillo, un dibujo de Señor Sapo al que habían añadido una casilla de diálogo para escribir en ella «Pii, pii, pii». No sabía si era letra de su hija. Pensó de nuevo en su primo Allan tratando de recordar nombres de rostros en viejas fotografías.

Volvió a colocar las cajas, cerró el armario y fue al cuarto de estar con el libro.

– Aquí tienes -dijo tendiéndoselo al joven-. Así sabrás lo que te perdiste en el primer acto.

Bob puso cara de satisfacción, aunque cogió el libro con recelo como si no supiera qué hacer con él. Después se retiró a su cuarto. Rebus se quedó de pie delante de la ventana mirando a la oscuridad pensando si también, como en la función, se había perdido él algo al principio del caso.

SÉPTIMO DÍA . Miércoles

Capítulo 23

Lucía el sol cuando Rebus se despertó. Miró el reloj, rodó fuera de la cama, se levantó y se vistió. Llenó el hervidor, lo enchufó y se lavó la cara antes de darse una pasada con la maquinilla eléctrica. Fue a escuchar a la puerta del cuarto de Bob y no oyó nada. Llamó con los nudillos, aguardó, se encogió de hombros y fue al cuarto de estar a llamar al laboratorio de la Científica. No contestaban.

– Pandilla de gandules… -Eso le hizo pensar en Bob y esta vez llamó más fuerte a la puerta del cuarto de invitados y la entreabrió-. Ya es hora de levantarse -exclamó.

Pero vio que las cortinas de la ventana estaban descorridas y la cama vacía. Masculló una maldición y entró, pero allí no había dónde esconderse. Sobre la almohada estaba El viento en los sauces. Apretó la palma de la mano contra el colchón y le pareció notar cierto calor. En el vestíbulo vio que la puerta estaba entreabierta.

– Habría tenido que cerrar con llave -musitó cerrándola.

Se pondría la chaqueta y los zapatos y saldría otra vez a la caza, porque estaba seguro de que lo primero que haría Bob sería ir a por su coche y, si no era tonto, tomar la carretera del sur para irse de Escocia. Rebus dudaba que tuviera pasaporte. Ahora se arrepentía de no haber apuntado la matrícula del coche. Podría averiguarla, pero le llevaría tiempo.

– Un momento -se dijo.

Volvió al dormitorio, cogió el libro y vio que el joven había utilizado la guarda para marcar la página. ¿Por qué habría hecho eso…? Fue al vestíbulo, abrió la puerta, salió al descansillo y oyó pasos subiendo la escalera.

– No le habré despertado, ¿verdad? -dijo Bob mostrándole una bolsa de compra-. Traigo leche y unas bolsitas de té; y cuatro panecillos y un paquete de salchichas.

– Muy buena idea -dijo Rebus tratando de que no se le notara el nerviosismo.

* * *

Cuando terminaron de desayunar fueron a St Leonard en el coche de Rebus, que actuaba como si se tratara de un trámite sin importancia. Al mismo tiempo no ocultó al joven que iban a pasar la mayor parte del día en un cuarto de interrogatorios con grabadora de sonido y de vídeo.

– ¿Quieres un zumo o algo antes de empezar? -le preguntó. Bob había comprado un tabloide, que tenía abierto encima de la mesa, y leía moviendo los labios. Negó con la cabeza-. Bien, vuelvo enseguida -añadió Rebus abriendo la puerta y cerrándola con llave al salir.

Subió al DIC y vio que Siobhan estaba en su mesa.

– ¿Tienes mucho que hacer?

– Esta tarde doy mi primera lección de vuelo -contestó ella levantando la mirada del ordenador.

– ¿Obsequio de Doug Brimson? -Rebus le examinó la cara mientras hablaba con ella. Ella asintió con la cabeza-. ¿Cómo te encuentras?

– No me ha quedado ninguna marca.

– ¿Han soltado ya a McAllister?

Siobhan miró el reloj que estaba encima de la puerta.

– Será mejor que lo haga yo antes que nada.

– ¿No vas a denunciarle?

– ¿Tú crees que debo hacerlo?

Rebus negó con la cabeza.

– Pero antes de dejar que se largue, quizá debieras hacerle algunas preguntas.

– ¿Sobre qué? -replicó ella recostándose en el respaldo de la silla.

– Yo tengo a Demonio Bob abajo. Dice que fue Johnson quien puso la freidora al fuego.

– ¿Ha dicho por qué? -preguntó ella abriendo un poco los ojos.

– Tal como lo veo, pensaría que Fairstone iba a delatarle. Se habían peleado y luego alguien debió de llamar a Johnson y decirle que Fairstone estaba tomando una copa amigablemente conmigo.

– ¿Y lo mató simplemente por eso?

– Debía de haber un motivo para preocuparse -replicó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Pero no sabes cuál?

– Aún no. A lo mejor sólo pretendía asustar a Fairstone.

– ¿Y crees que ese Bob es el eslabón que falta?

– Creo que conseguiré que hable.

– ¿Y dónde encaja McAllister en tu hipótesis?

– No lo sabremos hasta que tú pongas en práctica con él tus estupendas dotes detectivescas.

Siobhan deslizó el ratón por la esterilla para guardar el archivo.

– Veré qué puedo hacer. ¿Quieres estar presente?

Rebus negó con la cabeza.

– Tengo que volver al cuarto de interrogatorios.

– ¿Para tener esa conversación con el adlátere de Johnson? ¿Es oficial?

– Digamos que oficial-oficiosa.

– En ese caso debería estar presente alguien más -dijo ella mirándole-. Cumple el reglamento por una vez en tu vida.

Rebus sabía que tenía razón.

– Si quieres, espero a que tú termines con el barman -dijo.

– Muy amable por tu parte -replicó Siobhan mirando alrededor. Vio que Davie Hynds hablaba por teléfono y anotaba algo-. Davie es tu nombre. Es un poco más flexible que George Silvers.

Rebus miró hacia la mesa de Hynds, que había acabado de hablar por teléfono y colgaba ya mientras anotaba algo. El joven agente notó que le miraban y levantó la vista enarcando una ceja. Rebus le hizo una seña con el dedo para que se acercara. No conocía bien a Hynds y casi no había trabajado con él, pero se fiaba de la opinión de Siobhan.

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