– Ha sido horrible, horrible -dijo la mujer, de nuevo con cara de angustia.
– Usted trabaja en el Traverse, ¿verdad? -preguntó Rebus.
– Sí -contestó ella sin sorprenderse de que él supiera ese detalle-. Estamos preparando una obra y en realidad… debería estar allí, pero debo quedarme en casa, compréndanlo.
– ¿Qué obra están montando?
– Una versión de El viento en los sauces… ¿Tienen hijos pequeños?
Siobhan negó con la cabeza y Rebus dijo que su hija ya era mayor.
– Nunca se es mayor, nunca se es mayor -comentó Felicity Bell con su voz trémula.
– Supongo que está usted aquí para cuidar de James -dijo Rebus.
– Sí.
– Entonces, ¿está en su cuarto?
– Sí, arriba.
– ¿Cree que podríamos hablarle unos minutos?
– Pues no sé… -contestó la señora Bell, que se había llevado la mano a la muñeca al decir Rebus «minutos» y que ahora consultaba el reloj-. Dios mío, es casi la hora del almuerzo -añadió echando a andar, probablemente en dirección a la cocina, y deteniéndose al recordar que tenía visita-. Tal vez debería llamar a Jack.
– Quizá sí -dijo Siobhan, que miraba una foto del diputado con cara de euforia en la noche de su elección-. Nos encantaría hablar con él.
La esposa del diputado levantó la vista y la clavó en Siobhan frunciendo el ceño.
– ¿De qué quieren hablarle? -preguntó con su acento de clase alta de Edimburgo.
– Con quien queremos hablar es con James -terció Rebus avanzando un paso-. Está en su cuarto, ¿verdad? -Aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. Y supongo que es en el piso de arriba. -La mujer volvió a asentir-. Haremos lo siguiente -añadió poniendo la mano en el brazo huesudo de la mujer-: Usted prepara la comida y nosotros subimos. Es lo más fácil, ¿no cree?
La señora Bell pareció pensárselo y finalmente esbozó una sonrisa encantada.
– Es lo que voy a hacer -dijo retirándose a la entrada.
Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. Aquella mujer no estaba bien de la cabeza. Subieron la escalera y buscaron la puerta del cuarto de James; vieron pegatinas de la infancia raspadas y sustituidas por otras más actuales de conciertos, casi todos en ciudades inglesas: Foo Fighters en Manchester, Rammstein en Londres, Puddle of Mudd en Newcastle. Rebus llamó con los nudillos pero nadie contestó. Giró el pomo y abrió. James Bell estaba sentado en una cama de sábanas blancas y edredón níveo en un cuarto de paredes totalmente blancas sin adornos y enmoquetado de verde claro con algunas alfombrillas. Había estanterías llenas de libros, un ordenador, un tocadiscos, un televisor y discos compactos dispersos. James vestía una camiseta negra y estaba sentado con las rodillas levantadas, en las que apoyaba una revista.
Pasaba páginas con una mano, y tenía la otra cruzada sobre el pecho. Su pelo era corto y negro, su tez, pálida con un lunar en la mejilla. No se veía en aquella habitación muchos indicios de rebeldía juvenil. Rebus, en su adolescencia, tenía un cuarto que era poco menos que una serie de escondrijos: revistas de tías escondidas debajo de la alfombra (no servía el colchón porque de vez en cuando le daban la vuelta), cigarrillos y cerillas detrás de una pata del armario y una navaja debajo del jersey de invierno en el último cajón de la cómoda. Tenía la impresión de que si allí miraba en los cajones no encontraría más que ropa y bajo la alfombra, nada.
Se oía música por los auriculares que tenía puestos el muchacho, que no había levantado la vista de la revista. Rebus supuso que pensaría que era su madre quien había abierto la puerta y fingía no tener en cuenta su presencia. El parecido físico entre padre e hijo era llamativo. Rebus se inclinó levemente, ladeó la cabeza, y finalmente James Bell levantó la vista sorprendido. Se quitó los auriculares y apagó la música.
– Perdona que te interrumpamos -dijo Rebus-. Tu madre nos ha dicho que subiéramos.
– ¿Quiénes son ustedes?
– Somos policías, James. ¿Puedes dedicarnos unos minutos? -añadió Rebus acercándose a la cama con cuidado de no tropezar con el botellón de agua que había en el suelo.
– ¿Qué sucede?
Rebus cogió de encima de la cama la revista y vio que era sobre coleccionismo de armas.
– Curioso tema -comentó.
– Estoy buscando el modelo con que me disparó.
Siobhan cogió la revista de las manos de Rebus.
– Es comprensible -dijo-. ¿Quieres conocer sus características?
– Casi no me dio tiempo a ver el arma.
– ¿Estás seguro, James? -preguntó Rebus-. Lee Herdman coleccionaba revistas de armas. -Señaló con la cabeza la revista que hojeaba Siobhan-. ¿No sería suya?
– ¿Cómo?
– ¿No te la prestó él? Nos hemos enterado de que le conocías más de lo que habías dicho.
– Yo nunca dije que no le conocía.
– «Socialmente», según tus palabras exactas, James. Las oí en la grabación del interrogatorio. Por lo que dices, da la impresión de que lo hubieses visto en un pub o en un quiosco. -Rebus hizo una pausa-. Pero lo cierto es que él te contó que había servido en las SAS, y eso es algo más que un simple comentario, ¿no crees? Tal vez hablaseis de ello en una de sus fiestas. -Otra pausa-. Tú ibas a sus fiestas, ¿verdad?
– A algunas. Era un tipo interesante -replicó el joven mirando furioso a Rebus-. Seguramente también lo dije. Ya se lo he dicho todo a la Policía, les expliqué de qué conocía a Lee, que iba a sus fiestas… que una vez me enseñó el arma…
– ¿Te la enseñó? -replicó Rebus entrecerrando los ojos.
– Dios, ¿es que no ha escuchado las cintas?
Rebus no pudo evitar mirar a Siobhan. «Las» cintas. Y ellos sólo se habían tomado la molestia de escuchar una.
– ¿Qué arma te enseñó?
– La metralleta que guardaba en el cobertizo del puerto.
– ¿Crees que era auténtica? -preguntó Siobhan.
– Parecía.
– ¿Había alguien más cuando te la enseñó?
James negó con la cabeza.
– ¿Y nunca viste la otra, la pistola?
– No, hasta que me disparó con ella -contestó mirándose el hombro herido.
– A ti y a otros dos -añadió Rebus-. ¿Es cierto que no conocía a Anthony Jarvies ni a Derek Renshaw?
– No, que yo sepa.
– Pero a ti te dejó con vida. ¿Crees que fue por pura suerte, James?
El joven se llevó la mano al hombro herido.
– Lo he estado pensado -dijo en voz baja-. Quizá me reconociera en el último momento…
Siobhan carraspeó.
– ¿Y no te has peguntado qué le indujo a hacer eso?
James asintió despacio con la cabeza sin decir nada.
– Puede que viera en ti -prosiguió Siobhan- algo que no veía en los otros.
– Los otros eran activistas de la FMC, no sé si eso tendrá algo que ver -aventuró el joven.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno… Lee pasó la mitad de su vida en el Ejército hasta que le echaron.
– ¿Te lo dijo él? -preguntó Rebus.
El joven asintió otra vez con la cabeza.
– Quizás estaba resentido. He dicho que él no conocía a Renshaw y a Jarvies, pero eso no quiere decir que no los hubiera visto por ahí, quizá de uniforme. Tal vez fuese una especie de… ¿mecanismo desencadenante? -añadió alzando la vista-. Bien, vale, ya sé eso de que hay que dejar la psicología a los psicólogos.
– No, no; es una buena observación -dijo Siobhan, que, aunque no lo creía así, pensó que era conveniente hacer un comentario elogioso para el joven.
– James, la cuestión es -añadió Rebus- que si supiéramos por qué a ti te dejó con vida, tal vez lográsemos entender por qué mató a los otros. ¿Entiendes?
El joven reflexionó un instante.
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