Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Ya, pero, en definitiva, ¿qué importancia tiene eso?

– Nosotros creemos que la tiene -replicó Rebus irguiéndose-. ¿A quién más viste en esas fiestas, James?

– ¿Me pide nombres?

– Sí, claro.

– Nunca iba la misma gente.

– ¿Iba Teri Cotter? -preguntó Rebus.

– Sí, algunas veces y siempre venía con amigos góticos.

– Tú no eres gótico, James, ¿verdad? -preguntó Siobhan.

– ¿Lo parezco acaso? -replicó él con una carcajada.

– Por la música que escuchas… -añadió Siobhan encogiéndose de hombros.

– Es sólo rock.

Siobhan levantó el reproductor conectado a los auriculares.

– Un MP3 -comentó admirada-. ¿Y a Douglas Brimson, le viste alguna vez en las fiestas?

– ¿Ese que es piloto? -Siobhan asintió con la cabeza-. Sí, hablé con él una vez. -Hizo una pausa-. En realidad no eran «fiestas» organizadas. Sólo era gente que iba al piso a tomar una copa…

– ¿Y drogas? -preguntó Rebus como sin darle importancia.

– Sí, a veces -confesó James.

– ¿Speed, coca? ¿Algo de éxtasis?

El joven hizo un gesto despectivo.

– Un par de porros compartidos y gracias.

– ¿Nada de drogas duras?

– No.

Llamaron a la puerta. Era la señora Bell, que miró a sus dos visitantes como si no se acordara de ellos.

– ¡Oh! -exclamó aturdida, antes de añadir-: James, he preparado unos sándwiches. ¿Qué quieres beber?

– No tengo hambre.

– Pues ya es hora de almorzar.

– Mamá, ¿es que quieres que vomite?

– No… no, desde luego que no.

– Cuando tenga hambre te lo diré -añadió con voz de enfado. No porque lo estuviera, pensó Rebus, sino porque su presencia le incomodaba-. Pero tomaré una taza de café con poca leche.

– Muy bien -dijo la madre-. ¿Quieren ustedes…? -añadió dirigiéndose a Rebus.

– No, señora Bell, ya nos vamos. Gracias de todos modos.

La mujer asintió con la cabeza y permaneció un instante en el cuarto como si hubiera olvidado a qué había ido; luego se dio la vuelta y salió silenciosamente.

– ¿Tu madre se encuentra bien? -preguntó Rebus.

– ¿Está ciego? -respondió el joven cambiando de postura-. Bueno, no les extrañe. Toda una vida con mi padre…

– ¿No te llevas bien con tu padre?

– No mucho.

– ¿Sabes que piensa presentar una petición de ley?

El joven torció el gesto.

– Para lo que va a servir… -Guardó silencio un instante-. ¿Fue Teri Cotter?

– ¿Qué?

– Si fue ella quien les dijo que yo iba al piso de Lee. -Los dos callaron-. La creo muy capaz -añadió volviendo a cambiar de postura intentando ponerse cómodo.

– ¿Quieres que te ayude? -dijo Siobhan.

El joven negó con la cabeza.

– Creo que tendré que tomar más analgésicos -dijo.

Siobhan vio que estaban al otro lado de la cama encima de un tablero de ajedrez y le dio dos pastillas que el joven se tomó con un poco de agua.

– Una última pregunta, James -dijo Rebus-. Luego te dejaremos tranquilo.

– ¿Qué?

– ¿Te importa que te coja dos pastillas? Es que se me han acabado.

* * *

Siobhan tenía media botella de Irn-Bru sin burbujas en el coche y Rebus se tomó las pastillas con dos tragos de refresco.

– Ten cuidado de que no se convierta en un hábito -dijo ella.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó él para cambiar de tema.

– Podría haber algo. Esa agrupación de cadetes, los chicos que se pasean vestidos de uniforme militar.

– Por otra parte, ha dicho que a Herdman le expulsaron del Ejército, cosa que no es verdad según el expediente.

– ¿Y qué?

– Que habrá que averiguar si Herdman le mintió o si se lo ha inventado él.

– ¿Fantasía de adolescente?

– Falta le hace con un cuarto como el suyo.

– Desde luego… limpio sí estaba -añadió Siobhan arrancando el motor-. ¿Sabes eso que se dice de quien afirma mucho sobre algo?

– ¿Quieres decir que finge que Teri no le gusta porque en realidad le gusta? -Siobhan asintió con la cabeza-. ¿Crees que sabe lo de su página en la Red?

– No lo sé -añadió Siobhan terminando la maniobra de giro.

– Tendríamos que habérselo preguntado.

– ¿Qué es eso? -exclamó Siobhan mirando por el parabrisas.

Un coche patrulla con las luces azules parpadeantes bloqueaba la salida a la calle. En cuanto Siobhan frenó, se abrió la portezuela trasera y se apeó un hombre de traje gris. Era alto, con una calva brillante y párpados caídos. Se detuvo con las piernas separadas y las manos cruzadas.

– Tranquila -dijo Rebus-. Es mi cita de las doce.

– ¿Qué cita?

– La que no acabé de concertar -añadió Rebus abriendo la portezuela y bajando del coche. Se apoyó otra vez en la ventanilla-: con mi verdugo particular.

Capítulo 14

El calvo se llamaba Mullen y era de la Unidad de Deontología del Servicio de Expedientes. Visto de cerca, su piel tenía un leve aspecto escamoso, no muy distinto al de sus propias manos escaldadas, pensó Rebus. Con toda probabilidad sus prolongados lóbulos le habrían valido en el colegio el apodo de Dumbo o algo parecido, pero lo que más fascinó a Rebus fueron aquellas uñas rayanas en la perfección, rosadas, relucientes, totalmente planas y con la cutícula blanca precisa. Durante la entrevista de una hora estuvo tentado más de una vez de preguntarle si se hacía la manicura.

Pero en realidad lo que hizo fue preguntarle si podía beber algo. Notaba en la boca el regusto del analgésico de James Bell. Las pastillas habían hecho efecto, desde luego, mejor que las miserables pastillas que le habían recetado a él. Rebus se sentía en armonía con el mundo. No le importaba que el subdirector Colin Carswell, bien peinado y oliendo a colonia, estuviera presente en la entrevista. Carswell no le podía ver ni en pintura, y Rebus no se lo reprochaba. Demasiada historia entre ellos dos. La entrevista se desarrollaba en un despacho de Jefatura, en Fettes Avenue, y en aquel momento era Carswell quien atacaba.

– ¿Cómo diablos se le ocurrió anoche hacer eso?

– ¿Anoche, señor?

– Jack Bell y el director de un equipo de televisión. Exigen disculpas, y tiene que darlas personalmente -añadió apuntándole con el dedo.

– ¿Por qué no me pide también que me baje los pantalones y les ponga el culo?

El rostro de Carswell se congestionó.

– Bien, inspector Rebus -interrumpió Mullen-, volvamos a la cuestión de qué pensó que iba a ganar al ir de noche a casa de un conocido delincuente a tomar una copa.

– Pensé que tomaría una copa gratis.

Carswell, que había cruzado docenas de veces brazos y piernas durante la entrevista, expulsó aire lentamente.

– Sospecho había otra razón para su visita.

Rebus se encogió de hombros. Como allí no se podía fumar, se entretenía manoseando la cajetilla vacía, abriéndola y cerrándola y dándole golpecitos encima de la mesa con el único propósito de fastidiar a Carswell.

– ¿A qué hora salió de casa de Fairstone?

– Poco antes de que se declarara el incendio.

– ¿No puede concretar más?

Rebus negó con la cabeza.

– Había bebido -contestó.

Había bebido, y más de lo debido, bastante más; y desde entonces se reprimía como expiación.

– ¿Así que, poco después de su partida -prosiguió Mullen-, llegó alguien, a quien no vieron los vecinos, que amordazó y ató al señor Fairstone y luego puso una freidora al fuego y se marchó?

– No necesariamente -objetó Rebus-. La freidora podría haber estado ya puesta al fuego.

– ¿Acaso dijo el señor Fairstone que iba freír patatas?

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