En la tercera faena, la plaza cobró vida. Hubo un estruendo enorme en el palco cuando el siguiente toro, un animal negro azabache -a excepción de una zeta blancuzca en el lomo- embistió violentamente uno de los caballos de los picadores. La tremenda fuerza del animal levantó el peto del caballo hasta el muslo del jinete. El picador clavó la garrocha en la espalda del toro y apoyó en ella todo su peso, pero esto sólo pareció enfurecer más a la bestia. Con fuerzas renovadas, el toro volvió a acometer violentamente al caballo. Aunque el lance se produjo a menos de diez metros de su palco, Bosch cogió los prismáticos para verlo con más detalle. A través de las lentes de aumento, Bosch presenció la escena como a cámara lenta: el caballo se encabritó, su amo saltó por los aires y el toro continuó la carga, corneando el peto hasta derribar al caballo, que fue a caer a poca distancia del picador.
El ruido se volvió atronador. La gente vitoreaba a los banderilleros que invadían el ruedo y agitaban sus capas para intentar desviar la atención del caballo y jinete caídos. Mientras tanto, otros ayudaron al picador a ponerse en pie y lo empezaron a acompañar a la barrera. Sin embargo, el hombre rechazó su ayuda y se alejó cojeando. Tenía la cara brillante por el sudor y roja de vergüenza, ya que el público lo abucheaba. Gracias a los prismáticos, Bosch se sentía como si estuviera justo al lado del hombre. Entonces vio que una almohadilla procedente de las gradas le daba en el hombro. El picador no alzó la vista, pues hacerlo habría sido una provocación para que lanzaran más.
El toro se había ganado al público y, al cabo de unos minutos, su muerte fue aplaudida con respeto. Con el estoque del matador firmemente clavado en el cuello, las patas del animal habían cedido y su enorme peso se había desplomado sobre el suelo. El puntillero, un hombre mayor que los otros participantes, avanzó rápidamente con un puñal corto y se lo clavó en la base del cráneo. Fue una muerte instantánea tras el largo tormento. Bosch observó al hombre mientras limpiaba la puntilla de sangre sobre la negra piel del animal muerto y después se lo guardaba en una funda que llevaba en la chaquetilla.
A continuación trajeron tres mulas enjaezadas, ataron los cuernos del toro con una cuerda y las mulas lo arrastraron por todo el ruedo. Durante la vuelta a la plaza, alguien lanzó una rosa roja que cayó sobre el animal que iba marcando un círculo sobre la arena.
Harry observó al hombre del puñal. Dar el toque de gracia parecía ser su única misión en cada faena y Bosch no tenía claro si su trabajo era piadoso o cruel. El hombre era bastante mayor: tenía el pelo negro lleno de canas y una expresión cansada, impasible. En aquel rostro de piedra gastada sus ojos parecían carecer de alma. Entonces Bosch pensó en el hombre con las tres lágrimas tatuadas en la cara: Arpis. ¿Cuál debió de ser su expresión cuando le quitó la vida a Porter o apuntó a la cara de Moore y apretó el gatillo?
– El toro ha sido muy bravo -comentó Águila.
Hasta ese momento había dicho poca cosa aparte de definir a los toreros como expertos o torpes, buenos o malos.
– Supongo que Zorrillo habría estado orgulloso -convino Bosch-. Si hubiera venido.
Efectivamente, Zorrillo no había acudido a la plaza. Bosch había estado espiando el palco que Águila le había señalado, pero los asientos habían permanecido vacíos. En esos momentos, cuando faltaba tan sólo una faena, resultaba improbable que el hombre que había criado los toros para la corrida hiciera acto de presencia.
– ¿Quieres irte, Harry? -le tuteó Águila.
– No, quiero ver el final -sonrió Bosch.
– Muy bien. Esta faena será la mejor y más artística. Silvestri es el mejor torero de Mexicali. ¿Otra cerveza?
– Sí, pero ya voy yo. ¿Qué quieres?
– No. Me toca a mí. Es mi pequeña forma de pagarte.
– Como quieras -contestó Bosch.
– Cierra la puerta.
Así lo hizo. Harry se quedó examinando su entrada, donde estaban impresos los nombres de los participantes. Cristóbal Silvestri. Águila le había dicho que era el torero con más arte y valor que había visto en su vida. De repente la multitud volvió a gritar entusiasmada; el último toro, otro enorme monstruo negro, entró en el ruedo para enfrentarse a sus verdugos. Unos cuantos toreros comenzaron a moverse alrededor de él con sus capas verdes y azules, abiertas como flores. A Bosch le había impresionado el ritual y la pompa de las faenas, incluso de las más torpes. Torear no era un deporte, de eso estaba seguro. ¿Qué era pues? Una prueba, tal vez. Una demostración de habilidad y, sí, también de coraje y determinación. Bosch pensó que, si pudiera, le gustaría acudir a menudo a esa plaza para ser testimonio de ella.
Entonces llamaron a la puerta y Bosch se levantó para abrir a Águila. Sin embargo, descubrió a dos hombres esperando. A uno de ellos no lo conocía y al otro sí, aunque tardó unos segundos en situarlo. Era Greña, el capitán de investigaciones. Pese a que apenas podía ver detrás de ellos, no parecía haber ni rastro de Águila.
– Señor Bosch, ¿podemos entrar?
Bosch dio un paso atrás y Greña entró solo. El otro hombre se volvió de espaldas y se quedó guardando la puerta, que Bosch se apresuró a cerrar con el pestillo.
– Así no nos molestarán, ¿verdad? -comentó Greña mientras registraba el palco tan concienzudamente como si ésta fuera del tamaño de una pista de baloncesto-. Tengo por costumbre asistir a la última faena, señor Bosch. Especialmente cuando actúa Silvestri, un gran torero. Espero que lo disfrute.
Bosch asintió y echó un vistazo al ruedo. El toro seguía muy vivo y correteaba por la arena mientras los toreros esperaban a que se tranquilizara.
– ¿Y Carlos Águila? ¿Se ha ido? -le preguntó Greña.
– A por cerveza, aunque usted ya debe de saberlo. ¿Por qué no me cuenta qué pasa, capitán?
– ¿Cómo que qué pasa? ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que qué quiere. ¿Por qué ha venido?
– Ah, ya. Usted quiere ver nuestro pequeño espectáculo y que no lo molestemos con negocios. Ir al grano, como dicen ustedes.
– Pues sí.
Hubo una ovación y los dos hombres se volvieron hacia la arena. Silvestri había entrado y estaba siguiendo al toro. Llevaba un traje de luces blanco y dorado y caminaba majestuosamente, con la espalda recta y la barbilla pegada al cuello mientras examinaba a su adversario con gravedad. El toro todavía corría por el ruedo, sacudiéndose las banderillas amarillas y azules que tenía clavadas en el lomo.
Bosch volvió su atención a Greña. El capitán de policía llevaba una chaqueta cara de piel negra, bajo la cual asomaba un Rolex.
– Lo que quiero saber es qué está haciendo usted, señor Bosch. Usted no ha venido a ver a los toros. Entonces, ¿qué hace en Mexicali? Me han dicho que ya han identificado al señor Gutiérrez-Llosa, así que ya no tiene ningún motivo para quedarse aquí. ¿Por qué hace perder el tiempo a Carlos Águila?
Harry pensó en no contestarle, pero no deseaba perjudicar a Águila. El se marcharía pronto, pero Águila se quedaría.
– Me voy mañana por la mañana. Ya he terminado mi trabajo.
– Entonces debería irse esta noche, ¿no cree? Así llegará antes.
– Puede ser.
Greña asintió.
– Mire, he recibido una llamada de un tal teniente Pounds del Departamento de Policía de Los Ángeles. Él quiere que vuelva usted inmediatamente y me ha pedido que se lo diga en persona. ¿Por qué cree usted que lo ha hecho?
Bosch lo miró y negó con la cabeza.
– No lo sé. Eso tendría que preguntárselo a él.
Hubo un largo silencio durante el cual la atención de Greña volvió al ruedo. Bosch también giró, justo a tiempo para ver a Silvestri hacer una verónica.
Читать дальше