Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Pues claro. Cecil se lo ocultó a la gente. Era un enorme secreto. No quería empañar el nombre de la compañía.

– ¿La madre de Calexico era la criada?

– Sí, ella… Aunque parece que usted ya lo sabe todo.

– Sólo algunas cosas. ¿Qué pasó? ¿Por qué los echó a ella y al niño?

Ella dudó antes de responder, como para recomponer una historia que tenía más de treinta años.

– Después de que ella se quedara embarazada, se vino a vivir aquí… él quiso que se quedara… y ella tuvo el bebé en el castillo. Después, cuatro o cinco años más tarde, Cecil descubrió que ella le había mentido. Un día hizo que uno de sus hombres la siguiera cuando iba a Mexicali a visitar a su madre. Sólo que no había ninguna madre, sino un marido y otro hijo, mayor que Calexico. Entonces fue cuando los echó. Cuando expulsó a la sangre de su sangre.

Bosch pensó en esto un buen rato. La mujer tenía la mirada perdida en el pasado.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Calexico?

– A ver, déjeme pensar… Hará unos cuantos años. Al final dejó de venir.

– ¿Cree que se enteró de la muerte de su padre?

– Sólo sé que no vino al funeral, y la verdad es que no le culpo.

– Me han dicho que Cecil Moore dejó la propiedad al ayuntamiento.

– Sí, murió solo y le dejó todo a la ciudad, nada a Calexico ni a sus ex mujeres o queridas. Cecil Moore fue un hombre avaro, incluso al morir. Obviamente el ayuntamiento no podía hacer nada con la casa: es demasiado grande y cara de mantener. Calexico ya no es una ciudad tan próspera como antes y no puede permitirse un sitio así. Por un momento pensaron en convertirla en un museo histórico, pero si no se puede ni llenar un armario con la historia de este lugar; ¡imagínese un museo! El ayuntamiento vendió la casa por más de un millón de dólares. Tal vez ahora tengan dinero para unos cuantos años.

– ¿Quién lo compró?

– No lo sé, pero nunca se mudaron. Tienen una persona que viene a limpiar; vi luces la semana pasada. Pero no, nadie ha venido a vivir. Supongo que será una inversión. No sé en qué, porque aquí estamos en medio de la nada.

– Una última pregunta. ¿Venía Moore con alguien más a ver el sitio?

– No. Siempre venía solo. El pobre chico siempre estuvo solo.

De vuelta en la ciudad, Bosch pensó en las vigilias solitarias de Moore frente a la casa de su padre. Se preguntó si lo que echaba de menos eran la casa y los recuerdos que encerraba o al padre que lo había expulsado. O ambas cosas.

Los pensamientos de Bosch se centraron en su breve encuentro con su propio padre, un hombre al borde de la muerte. En ese momento Harry le había perdonado cada segundo que él le había robado. No quería pasarse el resto de su vida sufriendo por algo irreversible.

Capítulo 27

La cola de tráfico para volver a México era más larga y lenta que la del día anterior. Bosch dedujo que aquello se debía a la corrida, que atraía a gente de toda la zona. Ir a los toros era una tradición dominical tan popular en Mexicali como ver el partido de fútbol americano en Los Ángeles.

Bosch se hallaba a dos coches del oficial de la policía mexicana cuando recordó que todavía llevaba encima la Smith & Wesson. Sin embargo, era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Al llegar al puesto de control, simplemente dijo: «Voy a los toros» y lo dejaron pasar.

El cielo sobre Mexicali estaba claro y el aire era fresco; un clima ideal para ir a la plaza. Harry sintió un cosquilleo de emoción en la garganta. Tenía motivos: iba a asistir a su primera corrida y tal vez iba a ver a Zorrillo, el hombre cuya leyenda le había rodeado los últimos tres días de su vida. Tanto era así, que Bosch había acabado por sentirse algo seducido por el mito. Harry quería ver al Papa en su salsa. Con sus toros y su gente.

Bosch sacó unos prismáticos de la guantera después de aparcar en la plaza de la Justicia. Como la plaza de toros sólo estaba a tres manzanas de distancia, supuso que irían a pie. Tras mostrar su documentación al oficial de recepción, pasó al fondo de la comisaría, donde encontró a Águila sentado en la única mesa de la oficina de la brigada de investigadores. Frente a él había varios informes escritos a mano.

– ¿Tiene las entradas?

– Sí. Tenemos un palco al sol, aunque a los palcos nunca les da demasiado sol.

– ¿Estaremos cerca del Papa?

– Justo enfrente… si es que viene.

– Sí, claro. ¿Ya ha terminado?

– Sí, acabo de completar el informe del caso Gutiérrez-Llosa. Bueno, al menos hasta que presentemos cargos contra alguien.

– Cosa que no debe de pasar muy a menudo.

– No… Qué, ¿vamos?

– Yo estoy listo -contestó Bosch, mostrándole los prismáticos.

– Estaremos muy cerca de los toros -le advirtió Águila.

– No son para ver la corrida -explicó Bosch.

De camino hacia la plaza los engulló un río de gente que avanzaba en esa dirección. Algunos ya llevaban almohadillas para sentarse en las gradas, pero otros se las compraban a unos niños que las vendían a un dólar por almohada.

Después de pasar la valla, Bosch y Águila bajaron unas escaleras de cemento hasta llegar a un piso subterráneo donde Águila presentó sus entradas a un acomodador. Éste les condujo por una especie de catacumba que seguía la circunferencia de la plaza. A la izquierda había varias puertecitas de madera numeradas.

El acomodador abrió la puerta marcada con el número siete y los dos policías entraron en una habitación no más grande que la celda de una cárcel. Las paredes, el suelo y el techo abovedado eran de cemento sin pintar, y este último se inclinaba hacia delante hasta dejar una abertura de unos dos metros. Al asomarse, Bosch descubrió que se hallaban en la parte inferior de la plaza, al lado de los matadores, banderilleros y otros participantes de la fiesta. Lo primero que notó fue el hedor del ruedo, el olor a caballo y toro, y a sangre. Apoyadas en una de las paredes del palco había seis sillas metálicas plegadas. Bosch y Águila abrieron dos y se sentaron después de que este último le diera las gracias al acomodador y cerrara la puerta con pestillo.

– Esto es como una trinchera -comentó Bosch mientras miraba hacia los palcos al otro lado del ruedo. No vio a Zorrillo.

– ¿Qué quiere decir?

– Nada -respondió Bosch, al tiempo que pensaba que nunca había estado en una-. Me recuerda un poco a una celda.

– Puede ser -contestó Águila.

Bosch se dio cuenta de que lo había ofendido. Aquéllos eran los mejores asientos de la casa.

– Es genial, Carlos-agregó-. Desde aquí lo veremos todo.

Sin embargo, en esos momentos Bosch estaba pensando en que el palco apestaba a cerveza y era extremadamente ruidoso. El pequeño cubículo de cemento amplificaba el sonido de pasos de la gente que iba tomando asiento sobre sus cabezas y de una banda que tocaba en la parte más alta de la plaza. En el coso ya estaban presentando a los toreros. La multitud se animó y las paredes del palco retumbaron cada vez que saludaban los matadores.

– Se puede fumar, ¿no? -preguntó Bosch.

– Sí -respondió Águila al tiempo que se levantaba-. ¿Cerveza?

– Muy bien. Tecate, si tienen.

– Seguro. Cierre la puerta con el pestillo. Yo ya llamaré.

Águila se marchó y Harry corrió el pestillo mientras se preguntaba si lo hacía para protegerse o simplemente para evitar que entrara otra gente a ver la corrida. Curiosamente, en cuanto se quedó solo, notó que no se sentía en absoluto protegido en aquel recinto de cemento. De trinchera, nada.

Bosch enfocó los prismáticos hacia los otros palcos de la plaza. La mayoría estaban vacíos y en el resto no había nadie que encajara con la descripción de Zorrillo. Bosch se fijó en que muchos habían colgado tapices o estantes con botellas de alcohol y colocado butacas. Eran los palcos a la sombra de los abonados. Al cabo de unos minutos, Águila llamó y Bosch lo dejó pasar con las bebidas. Y entonces comenzó el espectáculo. Las dos primeras faenas fueron deslucidas y sin emoción. Águila las calificó de «pobres». El público abucheó con rabia a los toreros por no matar al toro limpiamente y permitir que las faenas se convirtieran en una exhibición larga y sangrienta que tenía muy poco de arte o demostración de coraje.

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