Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Los llamamos Linces -dijo, mientras señalaba el más pequeño de los tres aparatos-. Solemos usarlos casi exclusivamente en nuestras operaciones en Sudamérica y Centroamérica, pero hemos logrado agenciarnos éste que iba de camino. Es ideal para el trabajo nocturno, porque lleva todo lo necesario para ver de noche: imfrarrojos, monitores geotérmicos. Será nuestra base de control en el aire.

Bosch asintió, aunque no le impresionaban las máquinas tanto como a Corvo. El agente federal parecía más animado que durante su reunión en el Code 7; sus ojos oscuros se paseaban por el hangar, absorbiéndolo todo. Bosch dedujo que probablemente echaba de menos el trabajo de campo. Corvo estaba atrapado en una oficina en Los Ángeles mientras gente como Ramos jugaba a la guerra.

– Y ahí es donde iréis vosotros, tú y tu compañero -anunció Corvo, mientras volvía a señalar el Lince con la cabeza-. Conmigo. Podréis verlo todo desde el aire, totalmente a salvo.

– ¿Quién está al mando de esto? ¿Tú o Ramos?

– Yo.

– Eso espero. -Mirando al helicóptero, Bosch añadió-: Dime una cosa, Corvo. Queremos a Zorrillo vivo, ¿no?

– Así es.

– Entonces, ¿cuál es el plan cuando lo cojamos? Es un ciudadano mexicano, así que no podéis llevároslo al otro lado de la frontera. ¿Vais a entregárselo a los mexicanos? Porque en un mes será el amo de la penitenciaría donde lo metan. Si es que lo meten.

Ese era un problema con el que topaban todos los policías del sur de California. México se negaba a extraditar a sus ciudadanos a Estados Unidos por delitos cometidos al norte de la frontera. Los tribunales mexicanos los juzgaban, pero era bien sabido que los traficantes más importantes del país convertían sus estancias en las penitenciarías en vacaciones pagadas. Mujeres, drogas, alcohol y otras comodidades estaban a su alcance si tenían suficiente dinero. Contaba una anécdota que un poderoso narcotraficante se había instalado en la oficina y dependencias del alcaide de la prisión de Juárez. El reo había pagado cien mil dólares por el alquiler, cuatro veces más de lo que el funcionario ganaba en todo un año. El alcaide acabó como un recluso más cumpliendo condena.

– Ya te entiendo -respondió Corvo-. Pero no te preocupes. Tenemos un plan para resolverlo. Sólo tienes que preocuparte de tu compañero y de ti. Vigílalo bien y tómate un café, porque va a ser una noche muy larga.

Bosch se reunió con Águila, que se hallaba junto al banco de trabajo donde habían puesto la cafetera. Ambos saludaron con la cabeza a algunos de los agentes que se acercaban a la mesa, pero casi ninguno les devolvió el saludo. Estaba claro que se habían colado en la fiesta. Desde donde estaban, se veía una serie de oficinas al lado de los helicópteros. Sentados en varias mesas, había varios mexicanos con uniformes verdes, tomando café y esperando.

– Son de la milicia -dijo Águila-. De Ciudad de México. ¿Es que no confían en nadie de Mexicali?

– Bueno, después de esta noche, confiarán en ti.

Bosch encendió un cigarrillo para acompañar el café y recorrió el hangar con la mirada.

– ¿Qué te parece? -le preguntó a Águila.

– Me parece que el Papa de Mexicali se va a llevar un buen susto.

– Creo que sí.

Bosch y Águila se apartaron del banco para que otros pudieran sentarse y se apoyaron en un mostrador cercano a contemplar los preparativos. Al fondo del hangar, estaba Ramos con un grupo de hombres que vestían unos monos negros bastante abultados. Cuando se acercó, Harry descubrió que llevaban trajes no inflamables debajo de los monos. Algunos se estaban embadurnando la cara con betún y otros se estaban poniendo pasamontañas negros. Era el equipo CLAC, que obviamente estaba deseando montarse en los helicópteros y entrar en acción. Bosch casi podía oler su adrenalina desde donde estaba.

Los CLAC eran doce y estaban sacando cosas de unos baúles en preparación para la misión de esa noche. Bosch vio cascos, chalecos antibalas y granadas antidisturbios capaces de aturdir por el sonido. En la pistolera de uno de los hombres había un P-226 de nueve milímetros que sería para casos de emergencia, y en uno de los baúles asomaba el cañón de una ametralladora. Cuando Ramos reparó en Bosch, sacó el arma del baúl y se la llevó. El agente sonreía de forma extraña.

– Mira qué gozada, macho -dijo-. Colt sólo fabrica el RO636 para nosotros. Es una versión especial del subfusil estándar de nueve milímetros. ¿Sabes lo que puede hacer una de éstas? Es capaz de atravesar tres cuerpos sin siquiera frenar y tiene un silenciador especial que suprime el fogonazo. Estos tíos se dedican a asaltar laboratorios llenos de gases donde la más mínima chispa podría hacerlos estallar. Disparas y ¡bum! Acabas a dos manzanas. Pero con estos no hay chispa. Ojalá pudiera entrar con uno de éstos esta noche.

Ramos sostenía y admiraba el arma como una madre a su primer hijo.

– Bosch, tú estuviste en Vietnam, ¿no? -preguntó Ramos. Bosch asintió con la cabeza.

»Me lo imaginaba. Se te nota, bueno, yo siempre lo adivino. -Ramos le devolvió el arma a su propietario, todavía con esa sonrisa rara en los labios-. Yo era demasiado joven para Vietnam y demasiado viejo para Irak. Qué putada, ¿no?

La reunión no tuvo lugar hasta casi las diez y media. Ramos y Corvo convocaron a todos los agentes, a los oficiales de la milicia y a Bosch y Águila ante un gran tablón en el que habían clavado la ampliación de una foto aérea del rancho de Zorrillo. La ampliación mostraba que la hacienda contenía enormes secciones de terreno yermo. El Papa se había rodeado de espacio como medida de seguridad. Al oeste de su propiedad estaba la sierra de los Cucapah, una barrera natural, mientras que en las otras direcciones Zorrillo había creado una zona parachoques de cientos de hectáreas de matorrales.

Ramos y Corvo se colocaron a ambos lados del tablón y el primero tomó la palabra. Usando una regla como puntero, señaló los límites del rancho e identificó lo que llamó el centro habitado: un enorme complejo vallado que incluía una casa, un cobertizo y un anexo estilo bunker. Después trazó un círculo alrededor de los corrales y el granero situados a un kilómetro y medio del centro habitado junto al perímetro de la finca que daba a la avenida de Valverde. También señaló EnviroBreed al otro lado de la carretera.

A continuación, Ramos colgó otra ampliación que sólo comprendía un cuarto de la finca: desde el centro habitado hasta EnviroBreed. La foto estaba tomada tan de cerca que se distinguían pequeñas figuras en los tejados del bunker. Entre los matorrales de la parte de atrás de los edificios se dibujaban unas siluetas negras sobre la tierra marrón y verde. Cuando comprendió que se trataba de los toros, Bosch se preguntó cuál sería El Temblar.

– Muy bien, esas fotos tienen unas treinta horas -les informó Ramos, mientras uno de los oficiales de la milicia traducía sus palabras a los soldados que se congregaban a su alrededor-. Le hemos pedido a la NASA que sobrevolara el rancho en un U-34. También les pedimos que tomaran imágenes geotérmicas y ahí es donde la cosa se pone interesante. Las manchas rojas que se ven son los focos de calor.

Acto seguido, Ramos clavó otra ampliación junto a la anterior. Ésa era un gráfico por ordenador con unos cuadros rojos -los edificios- en un mar azul y verde. Fuera de los cuadros había unos puntitos rojos sueltos que Bosch dedujo que serían los toros.

– Estas imágenes geotérmicas se tomaron ayer al mismo tiempo que las otras -explicó Ramos-. Pero si saltamos del gráfico a la foto real, detectaremos una serie de anomalías. Los cuadrados son los edificios y casi todos estos puntitos rojos son los toros.

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