Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Greña miró a Bosch fijamente y luego sonrió, del mismo modo en que Ted Bundy debió de sonreír a sus víctimas antes de asesinarlas.

– ¿Conoce el arte de la muleta?

Bosch no respondió y los dos entablaron un duelo de miradas. En el rostro oscuro del capitán seguía dibujándose una leve sonrisa.

– El arte de la muleta -repitió Greña-. Está basado en el engaño. Es el arte de la supervivencia. El matador usa la capa para burlar a la muerte, para obligarla a ir donde él no está. Pero también debe tener coraje y acercarse al máximo a los cuernos del toro. Cuanto más cerca, más valiente. No puede mostrar miedo ni por un momento, porque eso es perder: morir. Ése es el arte, amigo mío.

Greña asintió y Bosch simplemente lo miró a los ojos. Finalmente Greña sonrió de oreja a oreja y se volvió hacia la puerta. Cuando la abrió, Bosch comprobó que el otro hombre seguía allí. Antes de cerrar, Greña miró a Bosch y añadió:

– Que tenga un buen viaje, detective Harry Bosch. Esta noche, ¿de acuerdo?

Bosch no dijo nada y la puerta se cerró. Harry se sentó y permaneció inmóvil hasta que los vítores del público lo distrajeron. Silvestri había clavado una rodilla en la arena en el centro del ruedo y había provocado al toro para que lo embistiera. El torero se quedó fijo en aquella posición hasta que la bestia estuvo encima de él, momento en que retiró la capa de su cuerpo con un grácil movimiento. El toro pasó a pocos centímetros del hombre, pero no lo tocó. Fue impresionante; una enorme ovación llenó la plaza. Entonces se abrió la puerta y entró Águila.

– ¿Qué quería Greña?

Bosch no respondió, sino que alzó los prismáticos para volver a examinar el palco de Zorrillo. En lugar del Papa allí estaba Greña, que lo miraba y aún tenía la misma sonrisa en los labios.

Silvestri derribó al toro de una sola estocada; la hoja de la espada penetró profundamente entre los hombros y le atravesó el corazón. Fue una muerte instantánea. Bosch volvió la vista al hombre del puñal y le pareció detectar una cierta decepción en su rostro endurecido. En aquella ocasión, sus servicios no habían sido necesarios.

La ovación por la experta faena de Silvestri fue ensordecedora y los aplausos no disminuyeron un ápice cuando el matador dio la tradicional vuelta al ruedo con los brazos en alto. La arena se llenó de rosas, almohadillas, zapatos de mujer… Mientras tanto el torero sonreía, disfrutando de la adulación de aquella masa enfervorizada. El ruido en la plaza era tal que Bosch tardó bastante rato en darse cuenta de que su buscapersonas estaba sonando.

Capítulo 28

A las nueve Bosch y Águila se desviaron de la avenida Cristóbal Colón para tomar una carretera de circunvalación que bordeaba el Aeropuerto Internacional Rodolfo Sánchez Taboada. La carretera pasaba por delante de unos hangares prefabricados bastante viejos y, un poco después, por delante de unos más nuevos. Las enormes puertas de uno de ellos, marcado con un rótulo que decía Aero Carga, estaban ligeramente abiertas y dejaban ver un hilo de luz. Aquél era su destino: el improvisado cuartel de la DEA. Bosch aparcó enfrente, junto a una serie de coches, casi todos con matrícula de California.

En cuanto Bosch y Águila salieron del Caprice, se les acercaron cuatro agentes con unas cazadoras de plástico azul. Harry mostró su documentación y uno de ellos comprobó su nombre en una lista.

– ¿Y tú? -preguntó el tío de la lista.

– Viene conmigo -contestó Bosch.

– Pues aquí no consta. Tenemos un problema.

– Me olvidé de avisar que iba a traer una pareja al baile -bromeó Bosch.

– No tiene gracia, detective Bosch.

– Lo sé, pero es mi compañero y se queda conmigo.

El hombre de la lista lo miraba con cara de preocupación. Era un anglosajón de tez rubicunda y cabello casi blanco por el sol, que tenía aspecto de haber estado vigilando la frontera durante muchos años. El hombre se volvió hacia el hangar, como si esperara ayuda sobre cómo llevar el asunto. En la espalda de su cazadora Bosch vio las siglas DEA, en grandes letras amarillas.

– Vaya a buscar a Ramos -le aconsejó Bosch-. Porque si mi compañero no viene, yo tampoco. Y entonces, ya me dirá en qué queda la seguridad de la operación. -Bosch miró a Águila, que contemplaba la escena sin moverse, con los otros tres agentes a su alrededor como si fueran los porteros de una discoteca de Sunset Boulevard.

– Piénselo bien-prosiguió Bosch-. Cualquiera que haya venido hasta aquí tiene que continuar hasta el final. Si no, alguien quedará fuera, suelto y descontrolado. Consúltelo con Ramos.

El hombre de la lista dudó de nuevo, pero finalmente le pidió a todo el mundo que mantuviese la calma y se sacó una radio del bolsillo de la chaqueta. Entonces informó a alguien al que llamó «líder de personal» de que había un problema. Todos se quedaron un rato en silencio. Bosch miró a Águila y cuando éste le devolvió la mirada, le guiñó el ojo. En ese momento divisó a Ramos y Corvo, el agente de Los Ángeles, que caminaban hacia ellos con paso decidido.

– ¿Qué coño pasa, Bosch? -soltó Ramos antes de llegar al coche-. ¿Sabes lo que has hecho? Has puesto en peligro toda la jodida operación. Te dije claramente que…

– Águila es mi compañero en este caso, Ramos -explicó Bosch-. El sabe lo que yo sé. Estamos trabajando juntos y si él no entra, yo tampoco. Yo me iré a casa, a Los Ángeles, pero no sé adonde irá él. ¿Qué pasa entonces con tu teoría de que no se puede confiar en nadie?

A la luz del hangar, Bosch observó la fuerza con la que latía una de las arterias del cuello de Ramos.

– Si lo dejas ir, quiere decir que confías en él. Y si confías en él, puedes dejarle que se quede.

– Vete a la mierda, Bosch.

Corvo puso la mano sobre el brazo de Ramos y dio un paso al frente.

– Bosch, si él la caga o jode de alguna manera esta operación, estás acabado. Me entiendes, ¿no? Me encargaré de que se sepa en Los Ángeles que lo trajiste tú. -Corvo hizo una señal a sus hombres para que dejaran pasar a Águila. La luz de la luna se reflejaba sobre la cara de Corvo e iluminaba la cicatriz que dividía su barba en la mejilla derecha. Harry se preguntó cuántas veces contaría la historia del navajazo esa noche.

– Otra cosa -añadió Ramos-. El tío entra desnudo. Sólo nos sobra un chaleco y es para ti. Si le dan, la culpa es tuya.

– Ya veo. No importa lo que pase, la culpa será mía -dijo Bosch-. Tengo un chaleco en el maletero. Él puede usar el vuestro y yo me quedo con el mío.

– La reunión es a las 22:00 -les informó Ramos mientras regresaba al hangar.

Corvo le siguió, Bosch y Águila caminaron tras él y los otros agentes cerraron el grupo. Dentro del cavernoso hangar, había tres helicópteros dispuestos en batería y bastantes hombres, casi todos vestidos con monos negros, que se paseaban tomando café en unos vasitos blancos. Dos de los helicópteros eran aparatos de fuselaje ancho para el transporte de personal. Bosch los reconoció enseguida: eran UH-1N, también conocidos como Hueys, cuyo peculiar ruido Harry asociaría para siempre con Vietnam. El tercer aparato era más pequeño y esbelto. Parecía fabricado para uso comercial, como un helicóptero de televisión o de la policía, pero había sido convertido en un vehículo militar. Bosch distinguió la torre de artillería montada en el lateral derecho del aparato y, debajo de la cabina, otro anexo con todo un despliegue de accesorios, incluido un reflector y un sensor de rayos infrarrojos. Un par de hombres vestidos con monos negros despegaban las letras y números blancos que adornaban las colas de los aparatos. Estaban preparándose para un asalto nocturno. De pronto Bosch se percató de la presencia de Corvo a su lado.

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