Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Pounds apartó la mirada del informe y preguntó con un tonillo falso:

– ¿Qué? ¿Cómo van los casos?

Bosch sonrió de forma tranquilizadora y asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Quería hacerle sudar un poco.

– Bueno, ¿qué has descubierto?

– Algunas cosas. ¿Has hablado hoy con Porter?

– ¿Porter? No, ¿por qué? Olvídate de él, Bosch. Es un inútil; no puede ayudarte. ¿Qué has encontrado? Veo que no has escrito ningún informe.

– He estado ocupado, teniente. Tengo algunas pistas sobre Jimmy Kapps y una identificación y posible escenario del crimen del último caso de Porter; el del tipo que arrojaron en un callejón de Sunset Boulevard la semana pasada. Estoy a punto de descubrir quién lo hizo y por qué. Tal vez lo averigüe mañana. Si no te importa, me gustaría trabajar el fin de semana.

– No hay problema; tómate el tiempo que necesites. Ahora mismo te firmo la autorización para horas extras.

– Gracias.

– Pero ¿por qué seguir tantos casos? ¿Por qué no eliges el que sea más fácil resolver? Ya sabes que necesitamos cerrar uno.

– Porque creo que los casos están relacionados.

– ¿Estás…? -Pounds levantó la mano para que Bosch no dijera nada-. Es mejor que vengas a mi despacho.

En cuanto se hubo sentado detrás de la mesa de cristal, Pounds cogió su regla y comenzó a juguetear con ella. Bosch se sentó frente a él y, desde su silla, notó el olor a polvos de talco.

– Vale, Harry. ¿Qué coño pasa?

Bosch iba a improvisar. Intentó que su voz sonara como si tuviera pruebas irrefutables de todo lo que decía, aunque en realidad había mucha especulación y poco pegamento.

– La muerte de Jimmy Kapps fue una venganza. Ayer descubrí que había denunciado a un competidor suyo llamado Dance por vender hielo negro en la calle. Por lo visto a Jimmy no le hacía gracia porque él estaba intentando dominar el mercado con su hielo hawaiano. Así que delató a Dance; se chivó a los chicos del BANG. El único problema es que el fiscal desestimó el caso de Dance. El plan falló; a Dance lo soltaron y cuatro días más tarde se cargaron a Kapps.

– Vale, vale -respondió Pounds-. Parece lógico. ¿Entonces Dance es tu sospechoso?

– Hasta que encuentre algo mejor. Pero el tío se las ha pirado.

– Vale, ¿y qué tiene que ver eso con el caso Juan 67?

– Los de la DEA dicen que el hielo negro que Dance estaba vendiendo viene de Mexicali. Estoy esperando a que la policía estatal de allá abajo me confirme la identificación. Parece que nuestro Juan 67 era un tío llamado Gutiérrez-Llosa, de Mexicali.

– ¿Un correo?

– Puede ser. Aunque algunas cosas no encajan con esa teoría. La policía de allí dice que era jornalero.

– A lo mejor decidió ganar más pasta. Muchos lo hacen.

– A lo mejor.

– ¿Y tú crees que se lo cargaron para vengar la muerte de Kapps?

– Es posible.

Pounds asintió. «De momento, bien», pensó Bosch. Los dos permanecieron callados unos segundos. Pounds finalmente se aclaró la garganta.

– Es mucho trabajo en dos días, Harry. Muy bien -le felicitó el teniente-. ¿Y ahora qué vas a hacer?

– Quiero ir a buscar a Dance y confirmar la identificación de Juan 67… -Bosch no terminó la frase. No estaba seguro de cuánto contarle a Pounds, pero estaba decidido a omitir su viaje a Mexicali.

– Pero dices que Dance se las ha pirado.

– Eso me han dicho, pero no estoy seguro. Quiero comprobarlo este fin de semana.

– Muy bien.

Bosch decidió abrir la puerta un poco más.

– Todavía hay más, si quiere oírlo. Es sobre Cal Moore.

Pounds depositó la regla sobre la mesa, se cruzó de brazos y se inclinó hacia atrás. Aquella postura significaba precaución. Estaban entrando en una zona en la que las carreras de ambos podían salir perjudicadas para siempre.

– Estamos pisando terreno resbaladizo. El caso Moore no es nuestro.

– No, y yo no lo quiero; ya tengo estos dos casos. Pero no deja de salir. Si usted no quiere saber nada, lo comprendo. Ya me encargaré yo.

– No, no. Quiero que me lo digas. Simplemente no me gustan los… líos. Eso es todo.

– Sí, lío es una buena palabra. Bueno, como he dicho, el equipo BANG arrestó a Dance. Moore no estuvo allí hasta que lo detuvieron, pero era su gente. -Bosch hizo una pausa-. Y más adelante Moore encontró el cuerpo de Juan 67.

– ¿Cal Moore encontró el cadáver? -exclamó Pounds-. Eso no estaba en el informe de Porter.

– Está su número de placa -explicó Bosch-. O sea, que Moore encontró el cadáver en el contenedor, y por lo tanto aparece en los dos casos. El día después de encontrar a Juan 67 en el callejón, Moore se registró en el motel donde le volaron la tapa de los sesos. Supongo que ya sabe que Robos y Homicidios ahora dice que no fue un suicidio.

Pounds asintió, pero parecía anonadado. Se esperaba el resumen de un par de investigaciones, pero no aquello.

– También se lo cargaron -continuó Bosch-. Ahí tiene los tres casos: Kapps, luego Juan 67 y después Moore. Y Dance por ahí suelto.

Bosch había dicho suficiente. Ahora podía relajarse y dejar que la mente de Pounds se pusiera en funcionamiento. Ambos eran conscientes de que la obligación del teniente era llamar a Irving para pedir ayuda, o al menos orientación. No obstante, eso comportaría que Robos y Homicidios se quedara con los casos de Kapps y Juan 67. Y los muy cabrones se tomarían su tiempo. Pounds no podría cerrar sus casos hasta varias semanas después.

– ¿Y Porter? ¿Qué dice él de todo esto?

Bosch había hecho todo lo posible para no involucrar a Porter. No sabía por qué. Porter había pasado la línea y había mentido, pero en el fondo Bosch seguía sintiendo lástima. Tal vez fue su última pregunta: «Harry, ¿me ayudarás?»

– A Porter no lo he encontrado. No contesta al teléfono -mintió-. No creo que tuviese mucho tiempo para resolver todo esto.

Pounds sacudió la cabeza con desdén.

– Claro que no. Seguramente estaba borracho.

Bosch no dijo nada. Le tocaba a Pounds decidir.

– Oye, Harry, no estarás… Estás diciéndome todo lo que sabes, ¿no? No puedo permitirme tenerte por ahí suelto como una bala perdida. Me lo has contado todo, ¿verdad?

Lo que Pounds quería decir era: ¿qué le pasaría si todo eso saltase por los aires?

– Le he dicho lo que sé. Tenemos dos casos, tres si contamos el de Moore. Si quiere resolverlos en seis u ocho semanas, escribiré un informe para que lo envíe al Parker Center. Si quiere cerrarlos antes del uno de enero, como usted dijo, déjeme trabajar los cuatro días.

Pounds clavó la mirada en algún lugar por encima de la cabeza de Bosch, mientras se rascaba la oreja con la regla. Estaba tomando una decisión.

– Vale -accedió-. Dedícate el fin de semana y a ver qué encuentras. Veremos cómo están las cosas el lunes y, según como estén, llamamos a Robos y Homicidios. Mientras tanto, quiero que me informes de todos tus movimientos mañana y el domingo. Quiero saber qué has hecho y qué has descubierto.

– De acuerdo -contestó Bosch.

Acto seguido se levantó y se dispuso a salir. Entonces reparó en un crucifijo pequeñito sobre la puerta y se preguntó si eso sería lo que Pounds había estado mirando. La gente decía que el teniente era evangelista por motivos políticos; había muchos en la policía. Todos pertenecían a la misma parroquia del valle de San Fernando porque el predicador laico era uno de los subdirectores del departamento. Bosch se los imaginó a todos yendo allí los domingos por la mañana y congregándose a su alrededor para decirle que era un gran hombre.

– Hablaremos mañana -se despidió Pounds.

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