Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Al «siete mil» -le pidió Bosch a la ascensorista cuando entró. Hacía tiempo que no iba por allí, y había olvidado su nombre. No obstante, sabía que la mujer (como todas las demás) llevaba trabajando en los ascensores desde antes de que Harry fuera policía. En cuanto ella abrió la puerta en el sexto piso, Bosch vio a Rickard. El policía antidroga estaba junto al cristal de recepción, colocando su placa en una bandeja.

– Tenga -dijo Bosch y rápidamente agregó su placa.

– Viene conmigo -explicó Rickard por un micrófono.

Al otro lado del cristal, el ayudante del sheriff les cambió las placas por dos pases de visitante que les pasó a través de la bandeja. Bosch y Rickard se los engancharon a las camisas. Bosch se fijó en que los pases les daban derecho a visitar la galería «Alto Voltaje» en el décimo piso. «Alto Voltaje» era donde metían a los sospechosos más peligrosos mientras esperaban a ser juzgados o enviados a prisiones estatales después de veredictos de culpabilidad.

Bosch y Rickard se dirigieron al ascensor de la prisión.

– ¿Has metido al chaval en el «Alto Voltaje»? -le preguntó Bosch.

– Sí. Conozco a un tío ahí dentro y le dije que sólo necesitábamos un día. Ya verás; el chico estará acojonado y te contará lo que quieras sobre Dance.

Bosch y Rickard subieron en el ascensor de seguridad, que en esta ocasión estaba operado por un ayudante del sheriff. Bosch pensó que ése debía de ser el peor puesto dentro de las fuerzas del orden. Cuando la puerta se abrió, los recibió otro ayudante, que comprobó sus pases y los hizo firmar. Después atravesaron dos puertas correderas de acero hasta una zona para recibir a los abogados, que consistía en una larga mesa dividida por un cristal de unos treinta centímetros y bancos a ambos lados. Al fondo de la mesa estaba sentada una abogada, inclinada sobre el cristal y susurrando a un cliente que se había puesto la mano tras la oreja para oír mejor. Los músculos de los brazos del preso estaban a punto de reventarle las mangas de la camisa. Era un monstruo.

En la pared, detrás de ellos, había un cartel que decía: «Prohibido tocar, besar o pasar nada por encima del cristal». Y apoyado en la pared opuesta había otro ayudante con sus enormes brazos cruzados. Estaba vigilando a la abogada y a su cliente.

Mientras esperaban a que los ayudantes del sheriff trajeran a Tyge, Bosch reparó en el ruido de la prisión. A través de la puerta de rejas que había detrás de la mesa de visitas, cientos de voces competían y resonaban por todo el edificio. De vez en cuando se oían golpetazos en las puertas de acero y algún que otro grito indescifrable.

Un ayudante del sheriff se acercó a la reja y les dijo:

– Tardará unos minutos. Tenemos que ir a buscarlo a enfermería.

Antes de que ninguno de los dos pudiera preguntar qué había ocurrido, el ayudante ya se había marchado. Bosch ni siquiera conocía al chico, pero sintió que se le encogía el estómago. Cuando miró a Rickard, descubrió que estaba sonriendo.

– Ahora veremos cómo han cambiado las cosas -comentó el policía de narcóticos.

Bosch no comprendía el placer que Rickard sacaba de todo esto. Para Bosch, aquello era lo peor de su trabajo: tratar con gente desesperada y emplear tácticas desesperadas. Él estaba allí porque tenía que estarlo; era su caso. Pero no entendía lo de Rickard.

– ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué quieres?

Rickard lo miró a los ojos.

– ¿Que qué quiero? Quiero saber qué está pasando. Y creo que tú eres el único que puede averiguarlo. Por eso, si puedo ayudarte, te ayudo. Si a este chaval le cuesta la honra, pues bueno. Lo que quiero saber es qué ocurre. ¿Qué hizo Cal y qué va a hacer el departamento al respecto?

Bosch se inclinó hacia atrás e intentó pensar unos instantes en qué decir. De pronto oyó que el monstruo al otro extremo de la mesa elevaba el tono de voz y decía algo sobre no aceptar la oferta. El ayudante del sheriff dio un paso amenazador hacia él dejando caer los brazos a los costados. El preso se calló. El ayudante iba arremangado para mostrar sus impresionantes bíceps y, en el brazo izquierdo, Bosch vio las letras C y L, casi como una marca de hierro candente sobre la pálida piel. Harry sabía que, públicamente, los ayudantes que llevaban ese tatuaje pretendían que quería decir Club Lynwood, la comisaría del sheriff de un suburbio de Los Ángeles que era famoso por las reyertas entre bandas callejeras. Pero sabía que las letras también se referían a «chango luchador» y que chango era el nombre que daban a los monos en México. El ayudante formaba parte de una pandilla, aunque ésa estaba sancionada legalmente para ir armada y a sueldo del condado.

Bosch apartó la vista. Deseaba encender un cigarrillo, pero en el condado se había aprobado una ley que prohibía fumar en los edificios públicos, incluso en la cárcel. Obviamente, aquello casi había provocado un amotinamiento de los presos.

– Mira -le explicó a Rickard-. No sé qué decirte de Moore. Estoy dedicándome al caso, aunque no del todo. Se cruza con dos casos que tengo, así que es inevitable. Si este chico puede darme a Dance, genial, porque el tío está relacionado con dos de mis investi gaciones y puede que incluso con la de Moore. Pero aún no lo sé. Lo que sí sé seguro, y esto se hará público hoy, es que lo de Moore parece homicidio. Lo que el departamento no va a declarar es que Moore se pasó al otro bando. Ésa es la razón por la que Asuntos Internos lo estaba siguiendo.

– No puede ser-dijo Rickard, con poca convicción-. Yo lo habría sabido.

– No puedes conocer tan bien a la gente, tío. Cada persona es un mundo.

– ¿Y qué está haciendo el Parker Center?

– No lo sé. No creo que sepan qué hacer. Antes querían hacerlo pasar como suicidio, pero la forense se quejó y ahora lo llaman homicidio. Pero no creo que saquen los trapos sucios a la calle para beneficio de los periodistas.

– Pues más vale que se aclaren. Yo no voy a quedarme con los brazos cruzados. No me importa si Moore se pasó al otro bando; era un buen policía. Yo lo he visto hacer cosas, como entrar en un antro de yonquis y enfrentarse él solo a cuatro camellos. Lo he visto interponerse entre un macarra y su propiedad, recibir el puñetazo que iba dirigido a ella, y perder un diente. Yo estaba allí cuando se saltó nueve semáforos para intentar llevar a un pobre yonqui al hospital antes de que muriera de sobredosis. -Rickard hizo una pausa-. Todas esas cosas no las hace un policía corrupto. Por eso digo que si se pasó al otro bando, creo que estaba intentando volver a este lado y que alguien se lo cargó.

Rickard se paró ahí, pero Bosch no rompió el silencio. Los dos eran conscientes de que una vez que te pasas al otro bando no puedes volver. Mientras reflexionaba sobre eso, Bosch oyó unos pasos que se acercaban.

– Más les vale estar haciendo algo en el Parker Center -concluyó Rickard-. O se van a enterar.

Bosch quiso decir algo, pero el ayudante ya había llegado con Tyge. El muchacho parecía haber envejecido diez años en las últimas diez horas. Ahora poseía una mirada distante que a Bosch le recordó a los hombres que había visto y conocido en Vietnam. También tenía un morado en el pómulo izquierdo.

La puerta se abrió mediante un mecanismo electrónico y el niño-hombre se dirigió al banco que le indicó el ayudante del sheriff. Tyge se sentó con cuidado y parecía evitar a propósito la mirada de Rickard.

– ¿Cómo va, Kerwin? -preguntó Rickard.

El chico alzó la vista y, al ver sus ojos, Bosch sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Se acordó de la primera noche que había pasado en el refugio para jóvenes McLaren cuando era niño. Recordó el intenso pánico y los gritos de soledad. Y eso que allí estaba rodeado de niños, la mayoría no violentos. Ese chaval había pasado las últimas diez horas entre animales salvajes. Bosch se sentía avergonzado de formar parte de todo aquello, pero no dijo nada. Ahora le tocaba actuar a Rickard.

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