Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Entonces recordó que él mismo se había alojado en moteles cutres hacía años. Bosch lo había conseguido; había sobrevivido. Convencido de que siempre existía la posibilidad de escapar, Harry arrancó el coche y se marchó.

Capítulo 16

La conversación con el chico lo había decidido. Bosch iba a ir a México. Todos los radios de la rueda apuntaban al centro y el centro era Mexicali, algo que hacía tiempo que sospechaba.

Mientras Bosch conducía hasta la comisaría de Wilcox, intentó diseñar una estrategia. Tendría que ponerse en contacto con Águila, el agente de la Policía Judicial del Estado que había enviado la carta al consulado. También tendría que hablar con la DEA, que había proporcionado a Moore la información sobre el hielo negro. Seguramente necesitaría el permiso de Pounds para ir a México, lo cual podría poner fin a todos sus planes. Eso tendría que resolverlo.

En la comisaría, la mesa de Homicidios estaba vacía. Eran más de las cuatro de la tarde de un viernes y, para colmo, de un fin de semana con puente. Si no tenían casos nuevos, los detectives habrían terminado lo antes posible para volver a casa con sus familias o sus vidas fuera del trabajo. Pounds era uno de los pocos que quedaban en la oficina. Bosch lo vio, cabizbajo, en la pecera. Estaba escribiendo en una hoja y usando una regla para no torcerse.

Harry se sentó y repasó una pila de papelitos rosas que había sobre su mesa; eran mensajes, pero ninguno urgente. Dos eran de Bremmer bajo el seudónimo de Jon Marcus: un código que se habían inventado para que no se supiera que el periodista del Times había llamado a Bosch. Había un par de mensajes del fiscal del distrito que estaba tramitando dos de los casos de Harry; seguramente necesitaba algún dato o prueba. También había llamado Teresa, pero Bosch vio que la hora de la nota era anterior a su entrevista de esa mañana; ella debía de haberlo llamado para decirle que no quería hablar con él. No había ningún mensaje de Porter ni de Sylvia Moore. Bosch sacó la copia de la hoja enviada desde Mexicali que le había dado Capetillo, el detective de personas desaparecidas, y marcó el número de Carlos Águila, que resultó ser el de la centralita de la oficina de la Policía Judicial del Estado. A pesar de su reciente visita a México, Bosch no hablaba muy bien español por lo que tardó unos cinco minutos en que le pasaran a la unidad de investigación para poder pedir por Águila. Pese a todo, no pudo hablar con él. En su lugar encontró a un capitán que hablaba inglés y le contó que Águila había salido pero que volvería más tarde y también trabajaría el sábado. Bosch sabía que en México los policías trabajaban seis días a la semana.

– ¿Puedo ayudarle yo? -preguntó el capitán.

Bosch le explicó que estaba investigando un homicidio y llamaba en respuesta a una solicitud de información que Águila había enviado al consulado mexicano de Los Ángeles. El capitán le dijo que conocía el tema porque había tramitado la denuncia de desaparición antes de pasarle el caso a Águila. Bosch le preguntó si había huellas dactilares para confirmar la identificación del cuerpo, pero el capitán le respondió que no.

«Un punto para Capetillo», pensó Bosch.

– ¿Tienen una fotografía del cadáver? -sugirió el capitán-. Nosotros podemos enseñársela a la familia del señor Gutiérrez-Llosa para que lo identifique.

– Sí, tengo fotos. La carta decía que Gutiérrez-Llosa era un obrero, ¿verdad?

– Sí, iba a buscar trabajo diario al Círculo, donde las compañías contratan a los jornaleros. Debajo de la estatua de Benito Juárez.

– ¿Sabe si trabajó en una empresa llamada EnviroBreed? Tienen un contrato con el estado de California.

Hubo un largo silencio antes de que el mexicano contestara.

– No lo sé. No conozco su historial laboral. He tomado nota e informaré al investigador Águila en cuanto vuelva. Si envía usted las fotografías actuaremos lo más rápido posible para obtener una identificación. Yo me encargaré personalmente de acelerar los trámites y de llamarlo a usted.

En esa ocasión fue Bosch quien se quedó callado.

– Perdone, capitán, no tengo su nombre.

– Gustavo Greña, director de investigaciones de Mexicali.

– Capitán Greña, ¿podría decirle a Águila que recibirá las fotos mañana?

– ¿Tan pronto?

– Sí. Dígale que se las voy a llevar yo mismo.

– Investigador Bosch, no hace falta. Creo que…

– No se preocupe, capitán Greña -le interrumpió Bosch-. Dígaselo. Estaré ahí mañana por la tarde, como mucho.

– Como usted quiera.

Bosch le dio las gracias y colgó. Al alzar la vista, descubrió que Pounds lo observaba a través del cristal de su despacho. El teniente levantó el pulgar y las cejas como preguntándole si todo iba bien. Harry desvió la mirada.

«Un jornalero», pensó. Fernal Gutiérrez-Llosa era un jornalero que iba a buscar trabajo a quien sabe qué demonios de círculo. ¿Cómo encajaba un jornalero en todo el asunto? Tal vez era un correo que pasaba hielo negro por la frontera. O quizá no había formado parte de la operación de contrabando en absoluto. A lo mejor no hizo nada para que lo mataran excepto estar donde no debiera o ver algo que no querían que viera.

Bosch sólo poseía las partes de un todo; lo que necesitaba era el pegamento que las unía. Cuando recibió la placa dorada de detective, un compañero de la mesa de Robos de Van Nuys le había dicho que lo más esencial de una investigación no eran los hechos, sino el «pegamento». Y según él, éste estaba compuesto de instinto, imaginación, un poco de especulación y un mucho de suerte.

Dos noches antes, Bosch había analizado los hechos que encontró en la habitación de un motel destartalado y de ahí había inferido que se trataba de un suicidio. Más tarde supo que se había equivocado. Cuando consideró los hechos de nuevo, así como todos los demás datos que había recogido, vio que el asesinato del policía era como uno más de una serie de asesinatos relacionados. Si Mexicali era el centro de una rueda con tantos radios, Moore era el tornillo que la sujetaba.

Bosch sacó su agenda y buscó el nombre del agente de la DEA mencionado en el informe sobre drogas que Moore había incluido en el archivo Zorrillo. A continuación buscó el número de la DEA en su fichero rotatorio y pidió que le pusieran con Corvo.

– ¿De parte de quién?

– Dígale que es el fantasma de Calexico Moore.

Un minuto más tarde oyó una voz:

– ¿Quién es?

– ¿Corvo?

– Mira, si quieres hablar, identifícate. Si no, cuelgo.

Bosch se identificó.

– Oye, ¿a qué venía la bromita?

– No importa. Quiero hablar contigo.

– Aún no me has dado una razón.

– ¿Quieres una razón? Vale. Mañana por la mañana me voy a Mexicali a buscar a Zorrillo. Necesito ayuda de alguien que sepa de qué va el rollo. Y he pensado que tú, siendo la fuente de Moore…

– ¿Quién dice que lo conozco?

– Has contestado mi llamada, ¿no? También le pasaste información de la DEA. Me lo dijo él.

– Bosch, yo he trabajado siete años infiltrado. Te estás marcando un farol, ¿no? Puedes intentarlo con los camellos de eightballs de Hollywood Boulevard. A lo mejor ellos te creen, pero yo no.

– Mira, a las siete estaré en el Code 7, en la barra de atrás. Después me iré al sur. Tú eliges; si te veo, bien y si no, también.

– Y si decido venir, ¿cómo te reconoceré?

– No te preocupes. Yo te reconoceré a ti; serás el tío que todavía va de infiltrado.

Cuando colgó, Harry levantó la vista. Pounds estaba merodeando por la mesa de Homicidios, hojeando el último informe sobre delitos violentos, otro punto negro para las estadísticas de la división. Éstos estaban creciendo a un ritmo mucho más alarmante que el resto de delitos. Aquello significaba, no sólo que la delincuencia estaba subiendo, sino que los delincuentes se estaban tornando más violentos. Bosch se fijó en el polvillo blanco que salpicaba la parte superior de los pantalones del teniente. Como aquello ocurría con bastante frecuencia, era motivo de burla y especulación en la oficina. Algunos detectives decían que el jefe seguramente esnifaba coca pero que era tan torpe que se la tiraba por encima. Eso era especialmente divertido porque Pounds se había convertido a una secta evangélica. Otros decían que el polvo misterioso venía de los donuts azucarados que se zampaba en secreto después de cerrar las persianas de su despacho acristalado. Bosch, sin embargo, dedujo lo que era en cuanto identificó el olor que siempre desprendía Pounds. Según Harry, el teniente tenía la costumbre de rociarse con polvos de talco por la mañana antes de ponerse la camisa y la corbata, pero después de ponerse los pantalones.

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