Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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En ese momento se abrió la puerta del bar y la luz grisácea del amanecer iluminó el local. En el umbral había un hombre inmóvil, que parecía estar acomodando la vista a la oscuridad tal como había hecho Bosch anteriormente. Harry se fijó en que era moreno de piel con el pelo negro como el azabache. En la mejilla izquierda tenía tatuadas tres lágrimas que asomaban del rabillo del ojo. Bosch supo inmediatamente que no se trataba de un banquero o un abogado necesitado de un whisky doble para desayunar. Debía de ser algún mafioso que quería descansar, tras un duro día de trabajo recogiendo cuotas para los italianos o los mexicanos. Los ojos del hombre se posaron finalmente en Porter y Bosch, y luego en la pistola de aquel que seguía en la barra. El recién llegado comprendió la situación y se marchó tranquilamente.

– ¡De puta madre! -gritó el camarero-. ¿Por qué no se van de una puñetera vez? Estoy perdiendo clientes. ¡Fuera de aquí, los dos!

A la izquierda de Bosch había un rótulo que decía servicios y una flecha que apuntaba a un pasillo oscuro. Bosch empujó a Porter en esa dirección. Doblaron una esquina y entraron en el lavabo de hombres, que olía peor que Porter. En un rincón había una fregona dentro de un cubo lleno de agua grisácea, pero el suelo agrietado seguía estando más sucio que el agua. Bosch guió a Porter hacia el lavabo.

– Lávate -le ordenó-. ¿Cuál era el favor? Dices que le hiciste un favor a Moore. ¿Cuál?

Porter contemplaba su reflejo borroso en una plancha de acero inoxidable que los propietarios debieron de colgar cuando se cansaron de reemplazar los espejos rotos.

– No para de sangrar. Creo que está rota.

– Olvídate de la nariz. Dime lo que hiciste.

– Yo… Mira, él sólo me dijo que conocía a unas personas que preferían que el fiambre del restaurante no se identificara durante un tiempo. «Atrásalo una o dos semanas», me pidió. Total, tampoco llevaba documentación. Me dijo que comprobara las huellas dactilares en los ordenadores porque él sabía que no encontraría nada. Me pidió que me tomara mi tiempo y me dijo que esa gente, la que él conocía, me trataría bien. Me prometió un bonito regalo de Navidad. Así que, bueno, hice todos los trámites de rutina la semana pasada. De todas formas, tampoco habría encontrado nada. Tú lo sabes; has visto el expediente. No había carnés, ni testigos, ni nada. El tío llevaba muerto más de seis horas antes de que lo dejaran allí tirado.

– ¿Y qué es lo que te asustó? ¿Qué pasó el día de Navidad?

Porter se sonó la nariz con un montón de toallitas de papel, y los ojos se le inundaron de lágrimas.

– Sí, está rota. No me pasa el aire. Tengo que ir al hospital, a que me curen… El día de Navidad no pasó nada; ése fue el problema. Moore llevaba desaparecido más de una semana y yo me estaba poniendo muy nervioso. El día de Navidad Moore no vino a traerme nada. No vino nadie. Cuando volví del Lucky, mi vecina me dijo que sentía mucho lo del policía que habían encontrado muerto. Yo le di las gracias, entré y puse la radio. Cuando me enteré de que era Moore, me cagué en los pantalones.

Porter mojó un puñado de toallitas de papel y comenzó a limpiarse la camisa manchada de sangre, lo cual le daba un aspecto aún más patético. Entonces Bosch vio su cartuchera vacía y recordó que se había dejado la pistola encima de la barra. Sin embargo, no quería volver mientras Porter estuviera hablando.

– El caso es que Moore no era un suicida. No importa lo que digan en el Parker Center. Yo sé que no se mató: el tío sabía algo. Así que decidí que no aguantaba más. Llamé al sindicato y pedí un abogado. Yo me largo, lo siento. Voy a dejar de beber y pirarme a Las Vegas; quizá me meta a guarda jurado en un casino. Millie está allí con mi hijo. Quiero estar cerca de él.

«Ya -pensó Harry-. Y pasarte el resto de tu vida aterrorizado».

Bosch se dirigió a la puerta, pero Porter lo detuvo.

– Harry, ¿me ayudarás?

Bosch miró su rostro magullado unos segundos antes de decir:

– Sí, haré lo que pueda.

Cuando volvió al bar, Bosch le hizo una señal al camarero que estaba fumando al otro extremo de la barra. El hombre, de unos cincuenta años, y con unos viejos tatuajes azules que le cubrían los antebrazos como si fueran venas, se tomó su tiempo en acudir. Para entonces Bosch ya había deslizado un billete de diez dólares sobre la barra.

– Quiero un par de cafés para llevar. Solos. Uno con mucho azúcar.

– Ya era hora de que se largaran. Además, pienso cobrarles las servilletas. ¿Cree que están ahí para polis que van zurrando a la gente? -Al ver el billete de diez dólares, el camarero asintió-. Eso será suficiente.

A continuación les sirvió un café que tenía todo el aspecto de llevar en la cafetera desde Navidad. Mientras tanto, Bosch volvió al taburete de Porter y recogió los veintitrés dólares y la Smith del treinta y ocho. De vuelta junto a su billete de diez, Harry encendió un cigarrillo.

Ajeno a la vigilancia de Bosch, el camarero metió una cantidad excesiva de azúcar en ambos cafés. Bosch lo dejó pasar. Después de ponerles las tapas a los vasos de plástico, el camarero se los llevó con una sonrisa que dejaría frígida a la más pintada.

– Éste es el que no lleva… -le explicó, señalando una de las tapas-. ¡Eh! ¿Qué coño es esto?

El billete de diez que Bosch había dejado en la barra se había convertido en un billete de uno. Bosch sopló el humo de tabaco en la cara del camarero, cogió los cafés y le respondió:

– Esto es para el café. Las servilletas te las metes por el culo.

– Fuera de aquí, hijo puta -le dijo el camarero. Acto seguido se volvió y se dirigió hacia el fondo de la barra, donde unos cuantos clientes lo esperaban impacientes con los vasos vacíos. Necesitaban más hielo para enfriar su plasma.

Al llevar las manos ocupadas con los cafés, Bosch abrió la puerta del lavabo con el pie. Pero no vio a Porter. Entonces fue abriendo las puertas de los retretes, pero el policía tampoco estaba allí. Harry salió del lavabo de hombres a toda prisa y se metió en el de mujeres. Ni rastro de Porter. Siguiendo el pasillo, dobló otra esquina y allí descubrió una puerta que decía SALIDA y unas gotas de sangre en el suelo. Bosch se arrepintió de su enfrentamiento con el camarero y se preguntó si podría localizar a Porter llamando a hospitales y clínicas. Entonces empujó la puerta con la cadera. Desgraciadamente, ésta sólo cedió un par de centímetros; había algo en el otro lado.

Bosch depositó los cafés en el suelo y presionó con todas sus fuerzas. Poco a poco la puerta fue desplazándose a medida que lo que la atrancaba iba cediendo. Cuando finalmente Bosch logró deslizarse por la abertura, descubrió que alguien la había bloqueado con un contenedor de basuras. Harry emergió al exterior por la parte trasera del bar donde lo deslumbró la luz cegadora de la mañana que entraba por el este del callejón.

Frente a él había un Toyota abandonado al que le faltaban las ruedas, el capó y una puerta. Había más contenedores y el viento levantaba remolinos de basura. Pero no había ni rastro de Porter.

Capítulo 13

Bosch tomaba café en la barra del Pantry y comía unos huevos con bacon, tratando de recuperar energías. No se había molestado en intentar seguir a Porter porque no tenía ninguna posibilidad de encontrarlo. Sabiendo que Bosch lo buscaba, incluso un policía hecho polvo como Porter tendría el sentido común de alejarse de los sitios más evidentes y mantenerse fuera de su alcance.

Harry sacó su libreta y la abrió por la lista cronológica que había elaborado el día anterior. Sin embargo, le costaba concentrarse en ella; estaba demasiado deprimido. Deprimido porque Porter había huido, no había confiado en él. Y deprimido porque parecía que la muerte de Moore formaba parte de la oscuridad que había ahí fuera, más allá de la posibilidad de comprensión de cualquier policía. Moore había cruzado la línea. Y lo había pagado con su vida.

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