Otro organismo municipal, la Oficina de Preservación del Patrimonio, quería que el edificio Poe -tal como se le conocía de modo informal- obtuviera la categoría de monumento. Habían acudido a los tribunales para impedir la demolición, y hasta el momento habían logrado detener el proyecto cuatro años. Poe's seguía abierto, pero los cuatro pisos superiores estaban abandonados.
Dentro, el sitio era un agujero negro con una barra larga y curvada. No había mesas, ya que no era un lugar para sentarse con amigos, sino para beber solo. Un sitio para ejecutivos intentando reunir el valor de suicidarse, policías amargados que no podían soportar la soledad de sus vidas, escritores incapaces de escribir y sacerdotes que no lograban perdonar ni sus propios pecados. Allí se iba a beber mucho, mientras te quedara dinero. Sentarse en un taburete en la barra costaba cinco pavos y un vaso de hielo para acompañar tu botella de whisky, un dólar. Un refresco, como la soda, valía tres dólares pero la mayoría de clientes preferían tomarlo a palo seco. Era más barato y más directo. Se decía que Poe no se llamaba así por el escritor sino por la filosofía general de la clientela: Pasar, olvidar, emborracharse.
Pese a que fuera estaba oscuro, entrar en Poe's era como internarse en una cueva. Por un instante a Bosch le recordó al primer momento después de saltar a un túnel enemigo en Vietnam. Harry se quedó de pie, inmóvil junto a la entrada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra del local y distinguió el cuero rojo y acolchado de la barra. El sitio olía peor que la caravana de Porter. El camarero lucía una camisa blanca arrugada y un chaleco negro desabrochado; estaba a la derecha, delante de las hileras de botellas de licor, todas ellas con el nombre del propietario pegado con cinta adhesiva. Un neón rojo iluminaba el estante del alcohol, dándole un brillo siniestro.
De pronto se oyó una voz procedente de las sombras, a la izquierda de Bosch.
– ¿Qué haces aquí, Harry? ¿Me estabas buscando?
Bosch se volvió y allí estaba Porter, sentado al otro extremo de la barra de cara a la puerta, para ver a cualquiera que entrase antes de que lo vieran a él. Cuando Harry se encaminó hacia el policía, se fijó que éste tenía un chupito, un vaso medio lleno de agua y una botella de bourbon casi en las últimas. En la barra también había veintitrés dólares y un paquete de Camel. Bosch notó que la rabia le atenazaba la garganta.
– Sí, te estaba buscando.
– ¿Qué pasa?
Bosch sabía que tenía que actuar antes de que la lástima diluyera su rabia. Así pues, cogió la chaqueta de Porter por las solapas y se la bajó hasta los codos, de modo que le inmovilizó los brazos a los costados. A Porter se le cayó el cigarrillo al suelo. Bosch le quitó la pistola de la funda y la dejó sobre la barra.
– ¿Por qué sigues llevando eso, Lou? Te has dado de baja, ¿no? ¿Qué pasa? ¿Te asusta algo?
– Harry, ¿qué pasa? ¿Qué estás haciendo?
El camarero comenzó a caminar hacia ellos con la intención de prestar auxilio a un miembro del club, pero Bosch le lanzó una mirada amenazadora y lo paró como un guardia de tráfico.
– No pasa nada. Esto es privado.
– Joder, en eso tienes razón. Esto es un club privado y tú no eres socio.
– No te preocupes, Tommy -confirmó Porter-. Lo conozco. Ya me encargo yo.
Un par de hombres sentados a unos taburetes de distancia se levantaron y se trasladaron al otro extremo de la barra con sus vasos y botellas. Al fondo, un par de borrachos observaban a Bosch y Porter. Sin embargo, nadie se marchó; todavía había alcohol en sus copas y aún no eran las seis de la mañana. Los bares corrientes no abrían hasta las siete y esa hora colgada se hacía eterna. No, no irían a ninguna parte. Aunque tuvieran que presenciar un asesinato.
– Harry, venga -dijo Porter-. Tranquilo. Podemos hablar.
– ¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Y por qué no hablaste cuando te llamé el otro día? ¿Y qué me dices de Moore? ¿Hablaste con él?
– Mira, Harry…
Bosch le dio un empujón que lo hizo saltar del taburete y precipitarse contra los paneles de madera de la pared. Su nariz hizo un ruido como el de un cucurucho al caer sobre la acera. Entonces Bosch apoyó su espalda contra la de Porter, inmovilizándolo contra la pared.
– No me vengas con «Mira, Harry». Yo te defendí porque pensaba que eras… pensaba que valías la pena. Pero ahora sé que me equivocaba. Tú dejaste el caso Juan 67 y quiero saber por qué. Quiero saber qué coño está pasando.
La voz de Porter apenas se oía amortiguada por la pared y la sangre.
– Mierda, Harry; me sale sangre. Creo que me has roto la nariz.
– Olvídate de la nariz. ¿Y Moore? Sé que él encontró el cadáver.
Porter dio un resoplido, pero Bosch se limitó a empujarlo con más fuerza. El hombre olía a sudor, a alcohol y a tabaco. Bosch se preguntó cuánto tiempo llevaba en el bar con un ojo en la puerta.
– Voy a llamar a la policía -gritó el camarero con el teléfono en la mano para que Bosch viera que lo decía en serio. Sin embargo, era un farol. El camarero sabía que si marcaba ese número todos los taburetes del bar se vaciarían inmediatamente y él se quedaría sin nadie de quien recibir propinas o a quien engañar con el cambio. Empleando su cuerpo para mantener a Porter contra la pared, Bosch sacó la placa y se la mostró al camarero:
– Yo soy la policía. Métase en sus asuntos.
El camarero sacudió la cabeza como diciendo «adonde iremos a parar» y devolvió el teléfono a su sitio, detrás de la caja registradora. El anuncio de que Bosch era un agente de policía provocó una estampida; casi la mitad de los clientes se acabaron sus consumiciones de un solo trago y se marcharon. Bosch dedujo que habría órdenes de arresto contra la mayoría de ellos.
Porter comenzaba a farfullar y Bosch pensó que tal vez estaba llorando de nuevo, tal como lo había hecho el jueves por la mañana por teléfono.
– Harry, yo… yo no pensaba que estaba haciendo… Tenía…
Bosch arremetió contra la espalda de Porter y oyó que su frente se golpeaba con la pared.
– No me jodas con esa cantinela, Porter. Te estabas preocupando por ti y nadie más. Y…
– Me encuentro mal. Voy a vomitar.
– …Y ahora mismo, me creas o no, yo soy el único que se preocupa por ti. Cuéntame lo que hiciste. Dímelo de una puta vez y estaremos en paz. Te prometo que no saldrá de aquí. Tú te vas a tu cura de estrés y yo te dejo de molestar.
Bosch oyó la respiración de Porter sobre la pared. Era casi como si pudiera oírlo pensar.
– ¿Me lo prometes, Harry?
– No tienes elección. Si no empiezas a cantar, te vas a quedar sin trabajo ni jubilación.
– Bueno, yo… Se me ha manchado la camisa de sangre; la tendré que tirar.
Bosch lo empujó con más fuerza.
– Vale, vale, vale. Te lo digo, te lo digo… Yo sólo le hice un favor, eso es todo. Cuando me enteré de que la había palmado…, bueno, no pude volver. No sé lo que pasó. Quiero decir que ellos… alguien podía estar buscándome. Me asusté, Harry. Tengo miedo. Llevo de bar en bar desde que hablé contigo ayer. Apesto… y ahora toda esta sangre… Necesito una servilleta. Creo que vienen a por mí.
Bosch dejó de presionarlo con el cuerpo, pero lo mantuvo agarrado con una mano en la espalda para impedirle escapar. Al mismo tiempo, alargó el brazo hasta la barra y cogió un puñado de servilletas apiladas junto a un cuenco lleno de paquetes de cerillas. Harry se las pasó al policía por encima del hombro y éste las cogió con su mano libre. Volviéndose hacia Harry, se aplicó las servilletas a su nariz hinchada. Cuando Harry vio lágrimas en su rostro, desvió la mirada.
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