Michael Connelly - Hielo negro
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– Adiós, Teresa -se despidió Bosch, pero ella ya había cerrado la puerta.
Eran pasadas las doce cuando Bosch volvió adentro. La casa olía al perfume de Teresa y a su propia culpabilidad. Bosch puso el compact de Frank Morgan, Mood índigo , y se quedó de pie en la sala de estar. Mientras escuchaba sin moverse la melodía del primer solo -una canción llamada «Lullaby»-, Bosch pensó que no había nada más honesto que el sonido de un saxofón.
Capítulo 11
Dormir iba a resultarle imposible, y Bosch lo sabía. Salió a la terraza y contempló la alfombra de luces a sus pies. El aire invernal le cortaba la cara y lo animaba a seguir investigando. Por primera vez en muchos meses se sentía rebosante de energía, listo para la caza. Bosch repasó mentalmente todos los casos y después hizo una lista mental de la gente a quien tenía que ver y de lo que tenía que hacer. El primero de la lista era Lucius Porter, el detective borracho cuya retirada había coincidido con tal precisión con la muerte de Moore que no podía ser casualidad. Harry notó que se enfadaba al pensar en Porter. Se avergonzaba de haber dado la cara por él ante Pounds.
Bosch buscó el teléfono en su libreta y volvió a llamar a Porter una vez más. No esperaba respuesta y no la hubo. Al menos en ese aspecto, Porter cumplía. Harry leyó la dirección que había anotado y se marchó.
En su trayecto montaña abajo, Bosch no se cruzó con ningún vehículo hasta llegar al paso de Cahuenga. Una vez allí enfiló al norte y entró por Barham en la autopista de Hollywood. El tráfico de la autopista era bastante denso, aunque no lento. Los coches se deslizaban de manera fluida, como cintas de luces. A lo lejos, Bosch vislumbró un helicóptero de la policía que trazaba círculos sobre la zona de Studio City e iluminaba con sus potentes focos la escena de algún crimen. El haz de luz parecía una soga que amarrase el helicóptero para impedir que se alejara volando.
Bosch prefería Los Ángeles de noche, ya que la oscuridad ocultaba muchas de sus miserias. La noche silenciaba la ciudad, pero también hacía aflorar una cara oculta. Sin embargo, era en esa zona oscura, entre las sombras, donde Bosch se movía con más libertad. Se sentía como un pasajero en una limusina; él podía mirar fuera, pero nadie lo podía ver a él. La oscuridad tenía algo de azaroso, de capricho del destino. En aquellas noches a la luz del neón azul había múltiples formas de vivir y de morir. Uno podía pasear en una limusina negra o en la furgoneta azul del forense. El sonido de los aplausos se confundía con el silbido de una bala que te pasaba rozando la oreja en la oscuridad. Eso era el azar. Eso era Los Ángeles.
En Los Ángeles había incendios e inundaciones, temblores y desprendimientos de tierra. Había locos que disparaban a los viandantes y ladrones colocados de crack. Conductores borrachos y carreteras llenas de curvas. Policías asesinos y asesinos de policías. Estaba la mujer con la que te acostabas. Y su marido. En cualquier momento de cada noche había personas que estaban siendo violadas, agredidas o mutiladas. Asesinadas y amadas. Siempre había un bebé en el pecho de su madre. Y, algunas veces, un bebé solo en un contenedor. En algún lugar de la ciudad.
Harry salió de la autopista por Vanowen, en North Hollywood, y se dirigió al este hacia Burbank. Después volvió a girar al norte y entró en una zona de pisos destartalados. Bosch dedujo por las pintadas de las pandillas que se trataba de un vecindario en su mayor parte hispano. Sabía que Porter había vivido allí durante años. Era todo lo que podía permitirse con el dinero que le quedaba después de pasarle la pensión a su ex mujer y comprar alcohol.
Bosch entró en el parque de caravanas Happy Valley y encontró la caravana de Porter al final de Greenbriar Lane. Estaba oscura; ni siquiera había una luz sobre la puerta o un coche bajo el voladizo de aluminio que hacía las veces de garaje. Bosch se quedó un buen rato en el coche, fumando y observando. El viento traía música de mariachis procedente de uno de los clubes mexicanos de Lankershim Boulevard que fue ahogada por el estruendo de un avión en vuelo bajo a punto de aterrizar en el aeropuerto de Burbank. Bosch metió la mano en la guantera, sacó una bolsita de cuero que contenía su linterna y su ganzúa y salió del coche. Como nadie contestaba a la puerta, Harry abrió la bolsa de cuero. No se lo pensó dos veces antes de entrar en casa de Porter. Porter era parte del juego, no un pobre inocente. Para Bosch, el policía había perdido su derecho a la intimidad cuando omitió expresamente que Moore había hallado el cuerpo de Juan 67. Ahora Harry estaba decidido a encontrar a Porter para preguntarle por qué lo había hecho.
Bosch sacó una linterna minúscula, la encendió y la sostuvo con los dientes mientras se inclinaba para meter una ganzúa en la cerradura. Tardó sólo unos minutos en abrir la puerta. En cuanto traspasó el umbral, le asaltó un inconfundible olor agrio que enseguida identificó como el del sudor de un borracho.
Bosch gritó varias veces el nombre de Porter, pero nadie contestó. A medida que avanzaba de habitación en habitación, Harry iba encendiendo las luces. Había vasos vacíos en casi todas las superficies horizontales. La cama estaba sin hacer y las sábanas tenían un color amarillento. Entre los vasos de la mesilla de noche había un cenicero rebosante de colillas y la figurita de un santo que Bosch no supo identificar. En el lavabo, la bañera estaba mugrienta, el cepillo de dientes yacía en el suelo y en la papelera había una botella vacía de whisky. Harry no conocía la marca; sería demasiado cara o demasiado barata (aunque esto último era lo más probable).
En la cocina había otra botella vacía en la basura. En el fregadero y las encimeras se apilaban los platos sucios y, al abrir la nevera, Bosch sólo vio un bote de mostaza y un envase de huevos. La casa de Porter se parecía a su dueño, era fiel reflejo de una vida marginal, si es que a aquello se le podía llamar vida.
De vuelta en la sala de estar, Bosch cogió una fotografía enmarcada que descansaba en una mesita junto a un sofá amarillo. Era de una mujer de escaso atractivo, excepto quizá para Porter. Debía de tratarse de su ex. Tal vez Porter no había superado la separación. Harry devolvió la foto a su sitio y entonces sonó el teléfono. Bosch siguió el sonido del aparato hasta el dormitorio. El teléfono estaba en el suelo, junto a la cama. Harry esperó a que sonara varias veces más antes de cogerlo.
– ¿Sí? -dijo poniendo voz de dormido.
– ¿Porter?
– Sí.
Colgaron. No coló, pero ¿había reconocido la voz? ¿Era Pounds? No, no lo era. Aunque sólo había pronunciado una palabra, Bosch creía haber notado un ligero acento español. Tras memorizar el dato se levantó de la cama. Otro avión voló por encima de su cabeza y sacudió la caravana mientras regresaba a la sala de estar. Allí, Bosch registró una mesa de despacho sin mucho entusiasmo, porque no le interesaba demasiado lo que pudiera encontrar. La verdadera cuestión era: ¿dónde estaba Porter? Bosch apagó todas las luces y cerró la puerta al salir. Decidió empezar por North Hollywood e ir peinando la zona hasta el centro. En cada división policial había un puñado de bares con una nutrida clientela de policías. A partir de las dos, la hora de cierre, los más contumaces se desplazaban a los clubes donde se podía beber toda la noche. La mayoría eran antros oscuros donde los hombres iban a emborracharse en silencio, como si sus vidas dependieran de ello. Eran oasis en el desierto de la calle, sitios para olvidar y perdonarse a uno mismo. Bosch esperaba encontrar a Porter en uno de ellos.
Harry empezó con un lugar en Kirtridge llamado The Parrot donde el camarero de detrás de la barra, un ex policía, le dijo que no había visto a Porter desde Nochebuena. Después, pasó por el 502, en Lankershim y luego por el Saint de Cahuenga. Aunque en todos ellos conocían a Porter, esa noche nadie lo había visto. La cosa continuó así hasta las dos. Para entonces, Bosch se había pateado toda la zona hasta Hollywood. Estaba sentado en su coche delante del Bullet, intentando pensar en clubes nocturnos de los alrededores cuando sonó su buscapersonas. Al mirar el número, Bosch no lo reconoció. Cuando volvió al Bullet para usar el teléfono, las luces del bar se encendieron. Estaban a punto de cerrar.
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