»Allí habría millones, por lo que resultaría fácil que una o dos se le hubieran colado en la comida o en la nariz, ¿no?
Ella asintió.
– ¿Y el polvo de trigo? ¿Por qué tenía eso en las orejas y en el pelo?
– El polvo de trigo es la comida, Harry. Braxton nos contó que con eso alimentan a las moscas durante el período de cría.
– Si averiguo dónde crían esas moscas estériles, puedo encontrar una pista sobre Juan 67. Quizá sea un criador o algo por el estilo.
– ¿Por qué no me preguntas a mí dónde las crían?
– ¿Dónde las crían, Teresa?
– Bueno, el truco es criarlas en su propio habitat, donde ya forman parte de la población natural de insectos, para que no haya problemas si se escapa alguna antes de recibir su dosis de radiación -explicó ella-. En definitiva, el Departamento de Agricultura estadounidense trata con criaderos de sólo dos sitios: Hawai y México. En Hawai tienen contratos con tres de ellos en Oahu. En México hay uno cerca de Zihuatenejo, y el más grande de los cinco está cerca de…
– Mexicali.
– ¿Cómo lo sabes? Harry, no me digas que ya sabías todo esto y me has dejado…
– No, mujer. Ha sido una deducción a partir de otras investigaciones en las que estoy trabajando.
Teresa le lanzó una mirada extraña y, por un instante, él se arrepintió de haberle estropeado la sorpresa. Finalmente Bosch se acabó la cerveza y miró a su alrededor en busca del camarero tiquismiquis.
Teresa llevó a Bosch a su coche, que estaba aparcado cerca del Red Wind, y lo siguió en el suyo hasta su casa en la montaña. Aunque su apartamento estaba más cerca -en Hancock Park-, la forense le dijo a Harry que en la última temporada había pasado demasiado tiempo encerrada en casa y que le apetecía ver al coyote. Sin embargo, Bosch sabía que su verdadero motivo era que resultaba más fácil para ella irse de casa de él que pedirle a él que se marchara de su apartamento.
De todos modos, a Bosch no le importaba, ya que se sentía incómodo en el apartamento de ella; le hacía pensar en lo que se estaba convirtiendo Los Ángeles. El sitio en cuestión era un loft con vistas al centro de la ciudad, en el quinto piso de un edificio antiguo llamado The Warfield. El exterior del edificio se veía tan bonito como el día en que fue completado por George Alian Hancock en 1911; de estilo decimonónico, con una fachada de terracota gris azulada. George no había escatimado el dinero que ganó con el petróleo y, The Warfield, con sus flores de lis y sus demás ornamentos, era buena prueba de ello. Sin embargo, lo que a Bosch le molestaba era el interior. Una compañía japonesa había comprado el edificio hacía un par de años y lo había restaurado, renovado y redecorado completamente. Habían derribado las paredes de los apartamentos y los habían convertido en poco más que habitaciones, alargadas y feas, con suelos de madera falsa, encimeras de acero inoxidable y focos que se deslizaban por rieles. «Ahora es sólo un caparazón bonito», pensó Bosch. Y tenía la impresión de que George hubiese estado de acuerdo.
En casa de Harry, los dos charlaron mientras él encendía la barbacoa japonesa de la terraza y ponía a freír un filete de perca anaranjado. Lo había comprado en Nochebuena, todavía estaba fresco y era lo bastante grande para partirlo en dos. Teresa le contó a Bosch que la Comisión del Condado seguramente decidiría de manera oficiosa antes de fin de año quién iba a ser el nuevo forense jefe. Él le deseó buena suerte, aunque no estaba muy seguro de ser sincero. Se trataba de un puesto político, por lo que ella se vería obligada a obedecer y callar. Bosch cambió de tema.
– Si este tal Juan estuvo en Mexicali, ¿cómo crees que llegó hasta aquí?
– Ni idea. No soy detective.
Teresa contemplaba el paisaje apoyada en la barandilla. Ante ella se extendía el valle de San Fernando, iluminado por un millón de lucecitas y bañado por un aire fresco y limpio. Ella llevaba la chaqueta de Harry sobre los hombros. Mientras tanto, Bosch untó el pescado con una salsa de piña y le dio la vuelta.
– Aquí se está más caliente -le informó Bosch. Pinchó el pescado con el tenedor para que embebiera la salsa y añadió-: Yo creo que los asesinos no querían que nadie metiera las narices en la empresa contratada por el Departamento de Agricultura. No les interesaba que se relacionase el cuerpo con ese lugar, así que por eso se llevaron al tío.
– Sí, pero ¿por qué hasta Los Ángeles?
– Quizá porque… bueno, no lo sé. Tienes razón; es bastante lejos.
Los dos permanecieron pensativos unos instantes. Bosch olía la salsa de piña y la oía crepitar al gotear sobre las brasas.
– ¿Cómo se puede pasar un cadáver por la frontera?
– Yo creo que la gente pasa cosas más gordas, ¿verdad?
Bosch asintió.
– ¿Has estado alguna vez en Mexicali? -preguntó ella.
– Sólo de camino a Bahía San Felipe, donde fui a pescar el verano pasado, pero no me paré. ¿Y tú?
– Nunca.
– ¿Sabes el nombre de la población justo al otro lado de la frontera? A nuestro lado.
– No -contestó ella.
– Calexico.
– ¿Qué dices? ¿Es ahí dónde…?
– Sí.
El pescado estaba listo. Bosch lo sirvió en un plato, tapó la barbacoa y entraron en la casa. Lo acompañó con un arroz a la mexicana y, como no tenía vino blanco, abrió una botella de tinto -néctar de los dioses- que sirvió en sendas copas. Mientras lo ponía todo en la mesa, advirtió que una sonrisa asomaba al rostro de Teresa.
– Pensabas que no sabía cocinar, ¿verdad?
– Pues sí, pero esto está muy bien.
Harry y Teresa brindaron y empezaron a comer en silencio. Ella lo felicitó por la cena, aunque él pensó que el pescado le había quedado un poco seco. Después volvieron a charlar de cosas sin importancia. Durante todo ese tiempo, él estuvo esperando la oportunidad de preguntarle sobre la autopsia de Moore. La ocasión no se presentó hasta que hubieron terminado.
– ¿Y qué harás ahora? -le preguntó ella mientras dejaba su servilleta en la mesa.
– Pues recoger los platos y ver si…
– Ya sabes a que me refiero: al caso Juan 67.
– No lo sé. Quiero volver a hablar con Porter. Y seguramente iré al Departamento de Agricultura para intentar averiguar algo más sobre cómo llegan las moscas de México hasta aquí.
Ella asintió.
– Avísame si quieres ver al entomólogo. Puedo organizarlo.
Bosch la observó mientras ella se quedaba absorta en sus pensamientos, algo que había ocurrido varias veces esa noche.
– ¿Y tú? -quiso saber Bosch-. ¿Qué harás ahora?
– ¿Sobre qué?
– Sobre los problemas de la autopsia de Moore.
– ¿Tanto se me nota?
Bosch se levantó y recogió los platos, pero ella no se movió. Cuando se volvió a sentar, repartió el vino que quedaba en las dos copas y decidió que tendría que darle algo a Teresa para que ella se sincerara con él.
– ¿Sabes qué? Me parece que tú y yo deberíamos hablar. Creo que tenemos dos investigaciones, o tal vez tres, que pueden ser parte del mismo caso. Como radios distintos de la misma rueda.
Ella lo miró, confundida.
– ¿Qué investigaciones? ¿De qué hablas?
– Ya sé que lo que voy a contarte no entra dentro de tu trabajo, pero creo que necesitas saberlo para poder tomar tu decisión. Te he estado observando toda la noche y me parece que tienes un problema y no sabes qué hacer.
Bosch se calló, dándole la oportunidad de que ella lo detuviera, cosa que no hizo. Entonces Bosch le contó la detención de Marvin Dance y su relación con el asesinato de Jimmy Kapps.
– Cuando descubrí que Kapps había estado pasando hielo desde Hawai, fui a ver a Cal Moore para preguntarle qué sabía del hielo negro. Ya sabes, la competencia. Quería saber de dónde venía, dónde se podía conseguir, quién lo estaba vendiendo o cualquier cosa que me ayudara a descubrir quién podía haberse cargado a Jimmy Kapps. Bueno, la cuestión es que Moore me dijo que no sabía nada, pero hoy me he enterado de que estaba preparando un informe sobre el hielo negro. Estaba recogiendo información sobre mi caso. Por un lado me ocultó datos esenciales, pero por otro estaba investigando el tema cuando desapareció. Hoy he recibido su informe en una carpeta con una nota que decía: «Para Harry Bosch».
Читать дальше