Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– ¿Bosch?

– ¿Sí?

– Soy Rickard. ¿Es muy tarde?

– No, estoy en el Bullet.

– De puta madre; estás cerca.

– ¿De qué? ¿Has cogido a Dance?

– No, no del todo. Estoy en una rave-party detrás de Cahuenga al sur del Boulevard. No podía dormir así que salí a cazar un poco. A Dance no lo he visto, pero sí a uno de sus antiguos camellos. Uno de los que estaban en las fichas de la carpeta. Se llama Kerwin Tyge. -Bosch se paró a pensar. Se acordaba del nombre. Tyge era uno de los menores que el equipo BANG había registrado con la intención de espantarlos de las calles. Su nombre aparecía en una de las fichas del archivo que Moore le había dejado.

– ¿Qué es una rave-party ?

– Una fiesta clandestina. Un montaje provisional en un almacén de este callejón con música tecno. Durará toda la noche, hasta las seis, y la semana que viene será en otro sitio.

– ¿Cómo la encontraste?

– Son fáciles de localizar. En las tiendas de discos de Melrose ponen anuncios con los números de teléfono. Si llamas, te apuntan en la lista. Eso cuesta veinte dólares; luego te colocas y bailas hasta el amanecer.

– ¿Está Tyge vendiendo hielo negro?

– No, está vendiendo sherms con toda tranquilidad. -Un sherm era un cigarrillo empapado de PCP líquido. Mojarlo costaba veinte pavos y dejaba al fumador colocado para toda la noche. Al parecer Tyge ya no trabajaba para Dance.

– Primero lo trincamos y después lo exprimimos para sacarle dónde está el cabrón de Dance -sugirió Rickard-. Yo creo que el tío se las ha pirado, pero quizás el chaval sepa adonde. Tú decides; yo no sé lo importante que es Dance para ti.

– ¿Dónde tengo que ir? -preguntó Bosch.

– Coge Hollywood Boulevard hacia el oeste y cuando pases Cahuenga métete en el primer callejón hacia el sur, el de detrás de los sex-shops . Está oscuro, pero verás una flecha de neón azul; es ahí. Yo estaré esperándote a media manzana en mi buga, un Camaro rojo con matrícula de Nevada. Tenemos que pensar un plan para cogerlo con las manos en la masa.

– ¿Sabes dónde está el PCP?

– Sí, lo tiene en una botella de cerveza al lado de la acera y va saliendo y entrando. Se trae a los clientes de dentro -explicó Rickard-. Cuando llegues ya se me habrá ocurrido algo.

Bosch colgó y volvió al Caprice. Tardó quince minutos en llegar por culpa de los coches que recorrían el Boulevard a paso de tortuga en busca de prostitutas. En el callejón aparcó detrás del Cámaro rojo, a pesar de estar prohibido. Rickard estaba sentado medio oculto tras el volante.

– Buenísimos días tenga usted -le saludó el policía cuando Bosch se deslizó en el asiento de atrás del Cámaro.

– Igualmente. ¿Aún sigue ahí nuestro hombre?

– Desde luego; el chaval está haciendo su agosto. Los sberms se venden como rosquillas. Lástima que vayamos a chafarle la guitarra.

Bosch miró hacia el fondo del lóbrego callejón. En los intervalos de luz azulada que proyectaba el neón, vislumbró un grupo de gente vestida con ropa oscura ante la puerta del edificio. De vez en cuando, la puerta se abría y alguien salía o entraba. Entonces se oía la música; tecno-rock a todo volumen con un bajo que parecía sacudir toda la calle. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio que el grupito de gente estaba bebiendo y fumando, tomándose un respiro después de bailar. Algunos sostenían globos hinchados. Se apoyaban en los capós de los coches, chupaban el globo y se lo pasaban como si fuera un porro.

– Los globos están llenos de óxido nitroso -dijo Rickard.

– ¿Gas hilarante?

– Eso es. Lo venden en las rave-parties a cinco pavos por globo. Si se agencian una bombona de un hospital o un dentista pueden sacarse fácilmente un par de los grandes.

De pronto una chica se cayó del capó del coche y su globo de gas salió volando por los aires. Los otros la ayudaron a levantarse.

– ¿Es legal?

– La posesión sí; hay un montón de usos legales, pero consumirlo de forma recreativa es una falta menor. Nosotros ni siquiera nos preocupamos de él. Si alguien quiere colocarse, caerse al suelo y abrirse la cabeza, adelante. No seré yo quien… Aquí está.

La figura delgada de un adolescente emergió de la puerta del almacén y se dirigió hacia los coches aparcados en el callejón.

– Ahora se agachará -pronosticó Rickard. Efectivamente, la figura desapareció detrás de un coche.

– ¿Lo ves? Ahora está mojando los cigarrillos. Después esperará unos minutos, a que se sequen un poco y salga su cliente. Y entonces hará la venta.

– ¿Vamos a arrestarlo?

– No. Si lo cogemos con un solo sherm , no sirve de nada; se considera una cantidad para consumo propio. Ni siquiera lo retendrían una noche en la celda de borrachos. Necesitamos trincarlo con el PCP si queremos que cante.

– ¿Y cómo lo hacemos?

– Tú vuelve a tu coche, das la vuelta por Cahuenga y entras en el callejón por el otro lado. Así te podrás acercar más que por aquí. Aparcas e intentas acercarte al máximo para cubrirme las espaldas. Yo entraré por este extremo. Tengo ropa vieja en el maletín, para camuflarme. Ya verás.

Bosch volvió al Caprice, giró y salió del callejón.

Dio la vuelta a la manzana y volvió a meterse por el otro lado. Finalmente halló un sitio delante de un contenedor y aparcó. En cuanto distinguió la silueta encogida de Rickard avanzando por el callejón, Bosch comenzó a moverse. Los dos policías se acercaban a la entrada del almacén por ambos extremos, pero mientras Bosch permanecía oculto, Rickard -que se había puesto un suéter de algodón manchado de grasa y llevaba una bolsa de ropa sucia en la mano- caminaba por en medio de la calzada, cantando. Aunque no estaba seguro, a Bosch le pareció que se trataba del tema de Percy Sledge When a man loves a woman interpretada con voz de borracho.

Rickard había captado la atención de la gente que estaba fuera de la puerta del almacén. Un par de chicas que iban colocadas aplaudieron su forma de cantar. La distracción le permitió a Bosch situarse a cuatro coches de la puerta y a unos tres coches del lugar donde Tyge tenía el PCP.

Al pasar por allí, Rickard dejó de cantar en pleno estribillo y se puso a hacer aspavientos como si acabase de encontrar un gran tesoro. Entonces se agachó entre los dos coches aparcados y salió con la botella de cerveza en la mano. Estaba a punto de guardársela en la bolsa cuando Tyge salió de entre los coches y la agarró. Rickard se negaba a soltarla y, en la lucha, el chico se quedó de espaldas a Bosch. Harry se dispuso a actuar.

– ¡Que es mía, tío! -gritó Rickard.

– Yo la he puesto ahí, colega. ¡Suéltala o se caerá todo!

– Cógete otra, tío. Ésta es mía.

– ¡Suéltala ya!

– ¿Estás seguro de que es tuya?

– ¡Claro que es mía!

Bosch golpeó al chico con fuerza por detrás; éste soltó la botella y se derrumbó sobre el maletero del coche. Bosch lo mantuvo ahí inmovilizado, empujando con su antebrazo el cuello del chico. La botella continuaba en la mano de Rickard; no se había derramado ni una gota.

– Bueno, si tú lo dices supongo que es tuya -contestó el policía-. Y eso significa que estás detenido.

Bosch sacó las esposas del cinturón, se las puso al chico y lo separó del coche. En ese momento empezó a formarse un corrillo de gente a su alrededor.

– ¡Venga, aire! -los ahuyentó Rickard-. Volved adentro a esnifar vuestro gas hilarante. Quedaos sordos. ¡Fuera de aquí o vais a acompañar a este chaval a la trena!

Rickard se agachó y le susurró a Tyge al oído:

– ¿De acuerdo, «colega»?

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