Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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A no ser que sucediera algo imprevisto.

Bosch volvió la cabeza. No había nadie en los bancos que tenía detrás. Sabía que Sylvia Moore no iba a asistir porque él no quería que presenciara el juicio y así habían quedado antes. Le había dicho que era una formalidad, que ser juzgado por hacer su trabajo era uno de los inconvenientes del hecho de ser policía. La verdadera razón por la que no deseaba que ella le viera era que no estaría en condiciones de controlar la situación. Tendría que permanecer sentado en la mesa de la defensa y dejar que le dispararan a placer. Podría surgir cualquier cosa, y no quería que ella lo viera.

Se preguntó si los miembros del jurado verían los bancos vacíos a su espalda en la galería del público y pensarían que tal vez era culpable porque nadie se había presentado para mostrarle su apoyo.

Cuando se acallaron las risas, Bosch observó de nuevo al magistrado. El juez Keyes aparecía impresionante en su silla. Era un hombre mayor a quien la toga le sentaba bien y los anchos antebrazos doblados sobre el pecho fornido le daban una imagen de prudente poderío. Su cabeza calva y colorada por el sol era grande y perfectamente redondeada. El pelo corto gris a ambos costados sugería un organizado almacén de conocimientos y perspectiva legales. El magistrado era un sureño afincado en California que se había especializado en casos de derechos civiles como abogado y se había labrado un nombre demandando al Departamento de Policía de Los Ángeles por el desproporcionado número de ciudadanos de raza negra que habían muerto estrangulados por los agentes en la maniobra de inmovilización del sospechoso. El presidente Jimmy Cárter lo había designado para el tribunal federal justo antes de que las urnas lo enviaran de nuevo a su Georgia natal. El juez Keyes había dirigido la sala 4 desde entonces.

El abogado de Bosch, el ayudante del fiscal Rod Belk, había luchado a brazo partido en la fase previa del juicio para descalificar al juez por razones de procedimiento y lograr que se asignara el caso a otro, a ser posible un juez sin antecedentes como custodio de los derechos civiles. Pero había fracasado.

No obstante, Bosch no estaba tan ofendido por este hecho como Belk. Se daba cuenta de que el juez Keyes estaba cortado con el mismo patrón legal que la abogada de la demandante, Honey Chandler -receloso de la policía, por la que a veces mostraba su odio abiertamente-, pero Bosch sentía que en última instancia era un hombre justo. Y Bosch creía que no le hacía falta nada más para salir libre. Una oportunidad justa con el sistema. Después de todo, estaba convencido de que había actuado correctamente en Silverlake. Había hecho lo que tenía que hacer.

– Dependerá de ustedes -estaba explicando el juez al jurado- decidir si lo que dicen los letrados queda demostrado durante el juicio. Recuérdenlo. Ahora, señora Chandler, es su turno.

Honey Chandler saludó al magistrado con la cabeza y se levantó para acercarse al estrado que estaba situado entre las mesas de la acusación y la defensa. El juez Keyes había establecido estrictamente las directrices con anterioridad. En su sala no había paseítos, ningún letrado se aproximaba al estrado de los testigos ni al banco del jurado. Cualquier cosa que los abogados quisieran decir en voz alta tenían que decirla desde el estrado instalado entre las mesas. Chandler, consciente de la estricta exigencia de las normas de Keyes, incluso solicitó permiso antes de girar el pesado atril de caoba para poder hablar de cara al jurado. El juez asintió, aunque con cara de pocos amigos.

– Buenas tardes -empezó Chandler-. El juez tiene razón cuando dice que esta exposición es sólo un mapa de carreteras.

Buena estrategia, pensó Bosch desde la reserva de cinismo con que contemplaba el caso en su conjunto, consentir los caprichos del juez con la primera frase. Observó a Chandler cuando ella consultaba el bloc amarillo que había dejado en el estrado. Bosch reparó en que encima del botón superior de su blusa había un alfiler con una piedra de ónice engarzada. Era plana y tan apagada como el ojo de un tiburón. Chandler se había peinado severamente hacia atrás y se había recogido el cabello en una trenza de aspecto cuidadosamente descuidado. Un mechón de pelo suelto contribuía a dar la imagen de una mujer despreocupada por su aspecto y plenamente centrada en la ley, en el caso, en la abyecta injusticia perpetrada por el demandado. Bosch creía que se había dejado suelto el mechón a propósito.

Al oír las primeras palabras de Chandler, Bosch recordó el mazazo que había sentido en el pecho al enterarse de que ella sería la abogada de la viuda de Church. Para él había sido mucho más preocupante que el hecho de que asignaran el caso al juez Keyes. Chandler era muy buena. Por eso la llamaban Money.

– Me gustaría acompañarles un poco por la carretera -dijo Chandler, y Bosch se preguntó si estaba empezando a hablar con acento del sur-. Sólo voy a destacar de qué trata nuestro caso y lo que creemos que quedará demostrado por las pruebas. Es un caso de derechos civiles, relacionado con la muerte de un hombre llamado Norman Church a manos de la policía.

Se detuvo, y no lo hizo para consultar su bloc, sino para concentrar toda la atención en lo que iba a decir a continuación. Bosch miró al jurado. Cinco mujeres y siete hombres. Tres negros, tres latinos, un asiático y cinco blancos. Los doce estaban mirando a Chandler embelesados.

– Este caso -dijo Chandler- trata de un agente de policía que no estaba satisfecho con su trabajo ni con los vastos poderes que éste le proporcionaba. Este agente también ambicionaba el trabajo que les corresponde a ustedes. Y el trabajo del juez Keyes. Y quería el trabajo de la administración del estado de hacer cumplir los veredictos y las sentencias dictadas por los jueces. Lo quería todo. Este caso trata del detective Harry Bosch, al que ustedes ven sentado en la mesa de los demandados.

Chandler señaló a Bosch mientras pronunciaba muy lentamente la palabra «demandados». Belk se levantó para protestar como impulsado por un resorte.

– No es necesario que la señora Chandler señale a mi cliente al jurado ni que haga extrañas vocalizaciones. Sí, estamos en la mesa de los demandados. Y eso es porque se trata de un juicio civil y en este país cualquiera puede demandar a cualquiera, incluso la familia de un…

– Protesto, señoría -gritó Chandler-. Está utilizando su protesta para destruir la reputación del señor Church, que nunca fue condenado por crimen alguno porque…

– ¡Basta! -bramó el juez Keyes-. Se admite la protesta. Señora Chandler, no es necesario señalar. Todos sabemos quiénes somos. Tampoco es preciso poner un acento inflamatorio en ninguna palabra. Las palabras son hermosas o desagradables de por sí. Dejemos que se las apañen solas. Y por lo que respecta a usted, señor Belk, me resulta francamente molesto que una parte interrumpa las exposiciones iniciales o de cierre. Tendrá usted su turno, letrado. Le aconsejo que no proteste durante la exposición de la señora Chandler a no ser que se cometa una atroz injusticia contra su cliente. No considero que el hecho de que lo señale merezca ninguna protesta.

– Gracias, señoría -dijeron al unísono Belk y Chandler.

– Prosiga, señora Chandler. Como les he dicho en privado esta mañana, quiero que concluyamos hoy con las exposiciones iniciales y tengo otro asunto a las cuatro.

– Gracias, señoría -repitió la abogada. Después, volviéndose al jurado, dijo-: Damas y caballeros, todos necesitamos a nuestra policía. Todos admiramos a nuestra policía. La mayoría de sus integrantes, la inmensa mayoría, hace un trabajo ingrato, y lo hace bien. El departamento de policía es una parte indispensable de nuestra sociedad. ¿Qué haríamos si no pudiéramos contar con nuestros agentes de policía para servirnos y protegernos? Sin embargo, no es eso lo que se discute en este proceso. Quiero que lo recuerden a medida que el juicio progrese. De lo que se trata es de qué debemos hacer si uno de los miembros de esas fuerzas de seguridad rompe las normas y reglamentaciones, la política que gobierna ese cuerpo policial. De lo que estamos hablando es de lo que se conoce como un poli que va por libre, de un hombre que una noche, hace ahora cuatro años, decidió ser juez, jurado y verdugo. Disparó a un hombre del que creía que era un asesino, un atroz asesino en serie, sí, pero en el momento en que el demandado eligió disparar al señor Norman Church, no había ninguna prueba legal de ello.

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