Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Bosch se levantó y volvió a los archivadores. Abrió uno de sus cajones cerrados con llave y buscó en el fondo para sacar dos carpetas azules que formaban parte del expediente de un caso de asesinato. Ambas eran pesadas, de ocho centímetros de grosor. En el lomo de una de ellas ponía BIOS y en el de la otra DOCS. Ambas eran del caso del Fabricante de Muñecas.

– ¿Quién testifica mañana? -preguntó Edgar desde el otro lado de la sala de la brigada.

– No conozco el orden. El juez no le ha exigido a Chandler que lo concrete. Pero yo estoy citado, y también Lloyd e Irving. Ha citado a Amado, el coordinador del forense, e incluso a Bremmer. Todos tienen que presentarse y entonces ella decidirá a quién llama mañana y a quién después.

– El Times no va a dejar que Bremmer declare. Siempre se oponen.

– Sí, pero no lo han citado como periodista del Times, sino porque escribió un libro sobre el caso. El juez ya ha dictado que no le amparan los mismos derechos de confidencialidad que a un periodista. Puede que los abogados del Times se presenten a protestar, pero Keyes ya lo ha decidido. Bremmer testifica.

– Ves a qué me refiero, probablemente la tía ya ha estado a puerta cerrada con ese viejo. Bueno, no importa, Bremmer no puede hacerte daño. En el libro tú eras un héroe.

– Supongo.

– Harry, echa un vistazo a esto.

Edgar se levantó y se acercó a los archivadores. Con mucho cuidado bajó una caja de cartón que había encima del armario y la puso sobre la mesa de homicidios. Era del tamaño de una caja de sombrero.

– Hay que tener cuidado, Donovan dice que debería devolverse esta noche.

Edgar levantó la tapa de la caja y descubrió el rostro en escayola de una mujer. La cara estaba ligeramente girada, de manera que su lado derecho quedaba completamente esculpido en la escayola. Faltaba casi toda la parte inferior izquierda, el maxilar. Los ojos estaban cerrados, la boca, entreabierta. El nacimiento del pelo era casi imperceptible. La cara parecía hinchada junto al ojo derecho. Era como un friso clásico que Bosch había visto en un cementerio o en algún museo. Aunque carente de belleza. Era una máscara mortuoria.

– Parece que el tipo le dio en el ojo y se le hinchó.

Bosch asintió, pero no dijo nada. Había algo desconcertante en el hecho de mirar el rostro de la caja, algo más turbador incluso que la visión de un cadáver. No sabía por qué. Edgar finalmente tapó la caja y cuidadosamente volvió a dejarla encima del archivador.

– ¿Qué vas a hacer con ella?

– No estoy seguro. Si no conseguimos nada de las huellas, podría ser la única forma de establecer una identificación. El forense tiene contacto con un antropólogo de la Universidad de California en Northridge que hace recreaciones faciales. Normalmente trabaja a partir de un cráneo, una calavera. Le llevaré esto y le preguntaré si puede acabar la cara, ponerle una peluca rubia o algo. También puede pintar la escayola, darle color a la piel. No sé, supongo que es buscar una aguja en un pajar, pero vale la pena intentarlo.

Edgar volvió a situarse ante la máquina de escribir y Bosch se sentó delante del expediente. Abrió el archivador de las BIOS, pero se quedó sentado allí, observando a Edgar durante un momento. No sabía si debía admirar el ajetreo de Edgar con el caso o no. Habían sido compañeros y, a pesar de que Bosch había pasado un año enseñándole a ser investigador de homicidios, no estaba seguro de cuánto había logrado transmitirle. Edgar siempre se iba a mirar propiedades inmobiliarias, tomándose dos horas para comer cuando tenía que asistir a la firma de una venta. Nunca había entendido que la brigada de homicidios no era un empleo. Era una misión. Con la misma segundad con que el asesinato era un arte para quienes se consagraban a él, la investigación de homicidios era un arte para aquellos que estaban en la misión. Y era la misión la que te escogía a ti, y no al revés.

Con eso en mente, a Bosch le costaba aceptar que Edgar se dejaba la piel en el caso por la razón adecuada.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Edgar sin levantar la mirada de la IBM ni dejar de escribir.

– Nada, estaba pensando en algunas cosas.

– Harry, no te preocupes, se va a solucionar.

Bosch aplastó la colilla de su cigarrillo en un vaso de plástico usado y encendió otro.

– ¿La prioridad que Pounds le ha dado al caso ha abierto el grifo de las horas extra?

– Y tanto -dijo Edgar, sonriendo-. Estás mirando a un hombre que tiene la cabeza metida debajo de ese grifo.

Al menos era honesto en eso, pensó Bosch. Satisfecho de que su percepción original de Edgar continuara intacta, Bosch volvió al expediente del caso y pasó los dedos por el borde de la gruesa pila de informes. En la carpeta de tres anillas había once separadores, cada uno de ellos marcado con el nombre de una de las víctimas del Fabricante de Muñecas. Empezó a pasar de sección a sección, examinando las fotografías de las escenas de los crímenes y los datos biográficos de las víctimas.

Las víctimas eran de extracción similar; prostitutas callejeras, acompañantes de alto nivel, strippers, actrices porno que además vendían sus servicios mediante anuncios. El Fabricante de Muñecas se había movido a sus anchas por la cara oculta de la ciudad. Había encontrado a sus víctimas con la misma facilidad con la que ellas se habían metido en la oscuridad con él. Bosch recordaba que el psicólogo del equipo de investigación había dicho que había un patrón de conducta en ello.

Sin embargo, al mirar los rostros congelados de la muerte en las fotografías, Bosch recordó que el equipo de investigación nunca había encontrado nada en común en la apariencia física de las víctimas. Había rubias y morenas. Mujeres corpulentas y frágiles adictas a las drogas. Seis mujeres eran blancas; dos, latinas; dos, asiáticas, y una, negra. Ningún patrón. El Fabricante de Muñecas había sido indiscriminado en ese aspecto, la única pauta identificable había sido que siempre buscaba mujeres en el filo; ese lugar donde las opciones eran limitadas y las víctimas se iban fácilmente con un extraño. El psicólogo había dicho que cada una de las mujeres era como un pez herido que enviaba una señal invisible que inevitablemente atraía al tiburón.

– Era blanca, ¿verdad? -le preguntó a Edgar.

Edgar dejó de escribir.

– Sí, eso dijo el forense.

– Ya la han abierto. ¿Quién?

– No, la autopsia es mañana o pasado, pero Corazón echó un vistazo cuando lo trajimos. Supuso que el cadáver era de una mujer blanca. ¿Por qué?

– Por nada. ¿Rubia?

– Sí, al menos cuando murió. Teñida. Si vas a preguntarme si he comprobado el registro de personas desaparecidas en busca de una blanca rubia que desapareció hace cuatro años, vete a la mierda, Harry. Me conviene hacer horas extra, pero esa descripción no estrecharía el margen más que a trescientas o cuatrocientas. No voy a meterme en eso cuando probablemente mañana tendremos el nombre por las huellas, es una pérdida de tiempo.

– Sí, ya lo sé. Sólo quería…

– Sólo querías algunas respuestas. Como todos, pero las cosas requieren su tiempo, tío.

Edgar empezó a escribir de nuevo. Harry miró en la carpeta, pero no pudo evitar pensar en el rostro de la caja. Ningún nombre, ninguna ocupación. No sabía nada de ella. Pero algo en el molde de escayola le decía que de algún modo encajaba en el modelo del Fabricante de Muñecas. Había una dureza en él que no tenía nada que ver con la escayola. La mujer venía del límite.

– ¿Encontrasteis algo más en el hormigón después de que yo me marché?

Edgar dejó de escribir, exhaló sonoramente y negó con la cabeza.

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