– Te pedí que no vinieras, Sylvia.
– Lo sé, pero sentía que tenía que venir. Quería que supieras que te apoyo suceda lo que suceda. Harry, yo sé cosas de ti que el jurado nunca sabrá. No importa cómo intente retratarte. Yo te conozco, no lo olvides.
Sylvia llevaba un vestido negro con un estampado que a Bosch le gustaba. Le parecía hermosa.
– ¿Cuándo has llegado?
– Casi al principio. Me alegro de haber venido. Sé que ha sido duro, pero yo veo la bondad de lo que eres a través de la dureza de lo que tienes que hacer a veces.
Bosch se limitó a mirarla un momento.
– Sé optimista, Harry.
– Lo que ha dicho de mi madre…
– Sí, lo he oído. Me duele que haya tenido que enterarme de esta forma. Harry, ¿dónde estamos si hay esa clase de diferencias entre nosotros? ¿Cuántas veces tengo que decirte que pone en peligro lo que compartimos?
– Mira -dijo Bosch-, ahora no puedo hacerlo. Lidiar con esto y contigo, con nosotros… es demasiado para ahora mismo. No es el lugar adecuado. Hablémoslo más tarde. Tienes razón, Sylvia, pero yo, mira, yo simplemente no puedo… hablar. Yo…
Ella se estiró y le arregló la corbata y se la alisó en el pecho.
– Está bien -dijo-. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Seguir con el caso. Sea oficialmente o no, tengo que seguir con esto. He de encontrar al segundo hombre, al segundo asesino.
Ella se limitó a mirarlo durante unos segundos y Bosch supo que probablemente esperaba otra respuesta.
– Lo siento. No es algo que pueda dejar de lado. Están ocurriendo cosas.
– Entonces voy a ir al instituto. Así no perderé todo el día. ¿Vas aira tu casa esta noche?
– Lo intentaré.
– De acuerdo, nos vemos. Harry, sé optimista.
Bosch sonrió y Sylvia se inclinó hacia él para besarlo en la mejilla. Después ella se encaminó hacia la escalera mecánica.
Bosch estaba mirándola cuando se le acercó Bremmer.
– ¿Quieres hablar de esto? Ha habido un testimonio interesante ahí dentro.
– Todo lo que tenía que decir lo he dicho en el estrado.
– ¿Nada más?
– No.
– ¿Y lo que dice ella? Que el segundo asesino es en realidad el primero y que Church no mató a nadie.
– ¿Qué esperabas que dijera? Es mentira. Recuerda que lo que he dicho en la sala lo he dicho bajo juramento. Lo que ella dice aquí no lo está. Es mentira, Bremmer, no te lo tragues.
– Escucha, Harry, tengo que escribir esto. ¿Lo sabes? Es mi trabajo. ¿Vas a entenderlo? ¿Sin rencor?
– Sin rencor, Bremmer. Cada cual tiene su trabajo. Ahora yo voy a hacer el mío, ¿de acuerdo?
Bosch caminó hacia la escalera mecánica. Fuera, junto a la estatua, encendió un cigarrillo y le dio otro a Tommy Fa-raway, que estaba rondando el cenicero.
– ¿Qué ocurre, teniente? -preguntó el hombre sin techo.
– Justicia.
Bosch fue en coche hasta la División Central y encontró una plaza de aparcamiento delante mismo de la comisaría. Se quedó un rato sentado en el coche, mirando a dos presos de confianza que limpiaban el mural pintado con esmalte que se extendía a lo largo de la pared frontal de la comisaría con aspecto de bunker. Era una descripción del nirvana donde niños blancos, negros e hispanos jugaban juntos y sonreían a unos agentes de policía amigables. Era la descripción de un lugar donde los niños todavía conservaban la esperanza. Alguien había escrito con aerosol negro en la parte inferior del mural: «¡Esto es una puta mentira!»
Bosch se preguntaba si lo había hecho un vecino del barrio o un policía. Se fumó dos cigarrillos y trató de despejar la mente de lo que había ocurrido en la sala del tribunal. Se sentía extrañamente en paz con la idea de que algunos de sus secretos se hubieran revelado. Sin embargo, tenía pocas esperanzas respecto al resultado del juicio. Se había sumido en la resignación, una aceptación de que el jurado fallaría contra él, de que la presentación sesgada de las pruebas en el caso convencería al jurado de que él había actuado si no como el monstruo que Chandler había descrito sí de manera indeseable e imprudente. Nunca sabrían lo que significaba tener que tomar una decisión de ese calibre en un momento fugaz.
Era la misma historia de siempre que conocían todos los polis. Los ciudadanos querían que su policía los protegiera, que mantuviera la plaga de la delincuencia lejos de su vista, lejos de las puertas de sus casas. Sin embargo, esos mismos ciudadanos eran los primeros en mirar con los ojos como platos y señalarles con el dedo cuando veían de cerca lo que implicaba exactamente el trabajo que les habían encargado. Bosch no era de la línea dura. No aprobaba las acciones de la policía en casos como el de André Galton o el de Rodney King. Pero entendía esas acciones y sabía que sus propias acciones en última instancia compartían una raíz común.
A través del oportunismo político y la ineptitud, la ciudad había permitido que el departamento languideciera durante años como una organización paramilitar escasa de mandos y de material. El departamento, infectado con la bacteria de la política, tenía demasiados gerentes y administrativos mientras que las filas más bajas eran tan insuficientes que los soldados rasos de la calle rara vez tenían el tiempo o la inclinación de salir de sus coches protectores para encontrarse con la gente a la que servían. Sólo se aventuraban a salir para tratar con la escoria y, consecuentemente, Bosch lo sabía, se había creado una cultura policial en la cual todo el que no iba de azul era visto como escoria y tratado como tal. Todo el mundo. Así se acababa con los André Galton y los Rodney King. Se acababa con unos disturbios que los soldados de a pie no podían controlar. Terminabas con un mural en una comisaría que era una puta mentira.
Bosch mostró la placa en el mostrador de la entrada y subió por la escalera hasta las oficinas de vicio administrativo. En la puerta de la sala de la brigada, se quedó de pie medio minuto y observó a Ray Mora sentado en su despacho, al otro lado de la sala. Parecía que el detective estaba escribiendo un informe a mano. Eso probablemente significaba que era un Informe de Actividad Diario, que requería escasa atención-sólo unas líneas- y no merecía el tiempo que requería levantarse e ir a buscar una máquina de escribir que funcionara.
Bosch se fijó en que Mora escribía con la mano derecha, aunque sabía que eso no eliminaba al poli de antivicio como posible discípulo. El discípulo conocía los detalles y tendría que haber sabido cómo tirar de la ligadura desde el lado izquierdo de la víctima para emular así al Fabricante de Muñecas. Igual que tenía que saber que había que pintar la cruz blanca en el dedo gordo del pie.
Mora levantó la mirada y lo vio.
– ¿Qué estás haciendo ahí, Harry?
– No quería interrumpir.
Bosch se acercó.
– ¿Qué, interrumpir un informe diario? ¿Estás de broma?
– Pensaba que podía ser algo importante.
– Es importante para que pueda cobrar la nómina, nada más.
Bosch apartó una silla de un escritorio vacío, la acercó al de Mora y se sentó. Se fijó en que éste había movido la estatua del Niño de Praga. De hecho, la había girado. Su cara ya no miraba la desnudez de la actriz del calendario porno. Bosch miró a Mora y se dio cuenta de que no estaba seguro de cómo proceder.
– Dejaste un mensaje anoche.
– Sí, estuve pensando…
– ¿Acerca de qué?
– Bueno, sabemos que Church no mató a Magna Cum Loudly por la fecha, ¿no? Ya estaba muerto cuando a ella le enterraron el culo en hormigón.
– Sí.
– Así que tenemos a un imitador.
– Eso es.
– Entonces estuve pensando: ¿y si el imitador que la mató a ella ya empezó antes?
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