Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Bosch vació la botella y continuó mirando. Leyó los nombres y las fechas de fallecimiento. Miró las caras. Todas las víctimas eran ángeles perdidos en la ciudad de la noche. No se fijó en que estaba entrando Sylvia hasta que fue demasiado tarde.

– Dios mío -dijo ella en un susurro cuando vio las fotos.

Dio un paso atrás. Llevaba el trabajo de uno de sus alumnos en la mano. Con la otra se había tapado la boca.

– Lo siento, Sylvia -dijo Bosch-. Debería haberte advertido para que no entraras.

– ¿Ésas son las mujeres?

Bosch asintió.

– ¿Qué estás haciendo?

– No estoy seguro. Trato de que ocurra algo, supongo. Pensaba que si las miraba todas otra vez podría hacerme una idea, averiguar qué está ocurriendo.

– Pero ¿cómo puedes mirarlas? Estabas ahí de pie, mirando.

– Tengo que hacerlo.

Ella se fijó en el papel que tenía en la mano.

– ¿Qué es? -preguntó Harry.

– Nada. Uf, iba a leerte algo que ha escrito una de mis alumnas.

– Léelo.

Bosch retrocedió hasta la pared y apagó la luz que colgaba sobre la mesa. Las fotos y Bosch quedaron sumidos en la oscuridad. Sylvia estaba de pie a la luz que se proyectaba desde el comedor.

– Adelante.

Ella levantó el papel y dijo:

– Ha escrito: «West prefiguró el fin del momento idílico de Los Ángeles. Vio la ciudad de ángeles convirtiéndose en una ciudad de desesperación, un lugar donde las ilusiones se hacían añicos bajo el peso de una multitud demente. Su libro fue el aviso.» -Levantó la mirada-. Continúa, pero ésta era la parte que quería leerte. Es una estudiante de décimo grado que toma clases avanzadas, pero parece haber captado algo intenso aquí.

Harry admiró su ausencia de cinismo. Lo primero que pensó era que la chica se había copiado, ¿de dónde había sacado una palabra como «idílico»? Pero Sylvia veía más allá de eso. Ella veía la belleza en las cosas, él veía la oscuridad.

– Está bien -dijo Bosch.

– Es afroamericana. Viene en autobús. Es una de las más listas que tengo y me preocupa que viaj e en autobús. Dice que el trayecto es de una hora y cuarto de ida y otro tanto de vuelta y que es entonces cuando lee lo que le mando. Pero me preocupo por ella. Parece muy sensible, tal vez demasiado.

– Dale tiempo y se le hará un callo en el corazón. Le pasa a todo el mundo.

– No, a todo el mundo, no, Harry. Eso es lo que me preocupa de ella.

Sylvia se quedó mirándolo en la oscuridad.

– Siento haberte interrumpido.

– Tú nunca me interrumpes, Sylvia. Siento haberlo traído a esta casa. Si quieres puedo irme y llevarlo a la mía.

– No, Harry, prefiero que te quedes aquí. ¿Te preparo café?

– No, estoy bien.

Ella volvió a la sala de estar y Bosch encendió de nuevo la luz para observar la galería de los horrores. Aunque en la muerte parecían iguales por el maquillaje que les había aplicado el asesino, las mujeres se encuadraban en numerosas categorías físicas según la raza, la altura, el color del pelo, etcétera.

Locke había dicho al equipo de investigación que eso significaba que el asesino era simplemente un depredador oportunista. No le preocupaba el aspecto físico, sólo la adquisición de una víctima a la que luego pudiera situar en su programa erótico. No le importaba que fueran negras o blancas siempre que pudiera secuestrarlas sin la menor dificultad. Estaba al final de la cadena trófica. Se movía en un nivel en el que las mujeres que encontraba ya eran víctimas mucho antes de que llegase a ellas. Eran mujeres que ya habían entregado sus cuerpos a las manos y los ojos exentos de amor de desconocidos. Estaban esperándole. Bosch sabía que la cuestión era si el Fabricante de Muñecas también continuaba al acecho.

Se sentó y sacó del bolsillo de la carpeta un mapa de West Los Angeles. Sus pliegues crujieron y se separaron en algunas secciones mientras lo desdoblaba y lo colocaba encima de las fotos. Los topos negros adhesivos que representaban los lugares en los que habían sido hallados los cadáveres seguían en su lugar. El nombre de la víctima y la fecha del descubrimiento estaban escritos junto a cada punto negro. Geográficamente, el equipo de investigación no había encontrado datos significativos hasta después de la muerte de Church. Los cadáveres se habían descubierto en lugares que se extendían desde Silverlake hasta Malibú. El Fabricante de Muñecas había sembrado todo el Westside. Aun así, en su mayor parte, los cadáveres se arracimaban en Silverlake y Hollywood, con sólo uno hallado en Malibú y otro en West Hollywood.

La rubia de hormigón había sido hallada más al sur de Hollywood que ninguno de los cadáveres anteriores. También era la única víctima que había sido sepultada. Locke había dicho que el lugar donde se abandonaba el cadáver se elegía por conveniencia. Después de la muerte de Church la hipótesis pareció confirmarse. Cuatro de los cuerpos habían sido abandonados en un radio de poco más de un kilómetro alrededor de su apartamento de Silverlake. Otros cuatro en el este de Hollywood, no demasiado lejos.

Las fechas no habían ayudado a la investigación. No existía ningún patrón. Inicialmente se apreció un patrón descendente en el descubrimiento de víctimas, después empezó a variar ampliamente. El Fabricante de Muñecas había tardado cinco semanas entre acción y acción, después dos, después tres. No servía de nada; los detectives del equipo de investigación simplemente se olvidaron de ello.

Bosch continuó. Empezó a leer la información que se había recopilado de cada víctima. La mayoría eran informes breves, dos o tres páginas de sus tristes vidas. Una de las mujeres que trabajaba en Hollywood Boulevard por la noche iba a una escuela de esteticistas de día. Otra había estado enviando dinero a Chihuahua, México, donde sus padres creían que tenía un buen empleo como guía de turismo en Disneyland. Había extrañas coincidencias entre algunas de las víctimas, pero no se sacó nada de ellas.

Tres de las putas del Boulevard iban al mismo ginecólogo para inyectarse semanalmente una medicación para tratar la gonorrea. Miembros del equipo de investigación lo pusieron bajo vigilancia tres semanas, pero una noche, mientras lo estaban vigilando, el verdadero Fabricante de Muñecas cogió a una prostituta en Sunset y su cadáver se encontró a la mañana siguiente en Silverlake.

Dos de las otras mujeres también compartían médico. El mismo cirujano plástico de Beverly Hills les había puesto implantes mamarios. El equipo de investigación se había concentrado en este descubrimiento, porque un cirujano plástico recrea imágenes de una forma bastante similar a la que usaba el Fabricante de Muñecas mediante el maquillaje. El hombre de la silicona, como lo llamaron los polis, también fue puesto bajo vigilancia. Pero nunca realizó ningún movimiento sospechoso; además, parecía la viva imagen de la felicidad doméstica con una esposa cuyas características físicas había esculpido a su gusto. Todavía lo estaban observando cuando Bosch recibió la llamada telefónica que condujo a la muerte de Norman Church.

Por lo que Bosch sabía, ninguno de los dos médicos llegó a enterarse de que había sido vigilado. En el libro que escribió Bremmer ambos aparecían identificados con seudónimos.

Bosch había revisado casi dos tercios del material cuando, al leer el expediente de Nicole Knapp, la séptima víctima, vio el patrón dentro del patrón. De algún modo antes se le había pasado. A todos. Al equipo de investigación, a Locke, a los medios. Habían puesto a todas las víctimas en el mismo lote. Una puta es una puta. Pero había diferencias. Algunas eran prostitutas de calle, otras acompañantes de lujo. Entre estos dos grupos había también bailarinas; una era una stripper de despedidas de soltero. Y dos se ganaban la vida en la industria de la pornografía -igual que la última víctima, Becky Kaminski- mientras hacían trabajos de prostitución cuyos servicios vendían por teléfono.

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