Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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– Tommy -dijo la chica-, está fumando.

– Cierra la puta boca -gritó el macarra.

– Bueno, dices que no se puede fumar salvo en el…

– ¡Calla de una puta vez!

– Nicole Knapp -dijo Bosch.

– Sí, eso es.

– ¿Sabes que la poli dijo que la mató el Fabricante de Muñecas?

– Sí, y siempre lo creí hasta que Becky desapareció y me acordé de ese tipo y lo que dijo.

– Pero no se lo contaste a nadie. No llamaste a la poli.

– Tú lo has dicho, los tipos como yo no llaman.

Bosch asintió.

– ¿Qué dijo? El que llamaba, ¿qué dijo?

– Dijo: «Esta noche tengo una necesidad especial.» Las dos veces. Así. Dijo lo mismo las dos veces. Y tenía una voz extraña. Era como si estuviera hablando entre dientes.

– Y la enviaste.

– No caí en la cuenta hasta después, cuando no volvió. Oye, tío, presenté una denuncia. Les dije a la poli a qué hotel la mandé y nunca hicieron nada. No soy el único culpable. Mierda, los polis dijeron que habían cogido a ese tipo, que estaba muerto. Pensaba que era seguro.

– ¿Seguro para ti o para las chicas que ponías en la calle?

– Mira, ¿crees que la habría mandado de haberlo sabido? Había invertido mucho en ella, tío.

– Estoy seguro.

Bosch miró a la rubia y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que se pareciera a la prostituta a la que le había dado veinte dólares en la calle. Suponía que todas las chicas de Cerrone acababan levantando el dedo en la calle. O muertas. Volvió a mirar a Cerrone.

– ¿Rebecca fumaba?

– ¿Qué?

– Que si fumaba. Vivías con ella, deberías saberlo.

– No, no fumaba. Es un vicio asqueroso.

Cerrone miró a la rubia de manera desafiante. Bosch tiró el cigarrillo en la alfombra blanca y lo pisó al levantarse. Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo después de abrirla.

– ¿Cerrone, la mujer de ese cuchitril donde recibes la correspondencia?

– ¿Qué pasa con ella?

– Ya no paga alquiler.

Cerrone se levantó de un salto, recuperando parte de su orgullo.

– Estoy diciendo que no va a volver a pagarte alquiler. Voy a ir a verla de cuando en cuando. Si te paga alquiler, tu agente de la condicional recibirá una llamada y tu fraude se va a la mierda. Te quitarán la condicional y cumplirás la condena. Es duro llevar un servicio de putas por teléfono desde la prisión del condado. Solamente hay dos teléfonos en cada planta y los hermanos controlan quién lo usa y durante cuánto tiempo. Supongo que tendrías que repartir el pastel con ellos.

Cerrone se limitó a mirarlo con las sienes latiendo de ira.

– Y será mejor que ella esté allí cuando yo pase -dijo Bosch-. Si me entero de que ha vuelto a México te culparé y haré la llamada. Si me entero de que se ha comprado un condominio, haré la llamada. Será mejor que esté allí.

– Eso es extorsión -dijo Cerrone.

– No, capullo, eso es justicia.

Bosch dejó la puerta abierta. En el pasillo, mientras esperaba el ascensor oyó que Cerrone volvía a gritar.

– ¡Cierra la puta boca!

Capítulo 13

Los últimos vestigios de la hora punta de la tarde hicieron lento el trayecto hasta la casa de Sylvia. Ella estaba sentada en la mesa del comedor con unos vaqueros azules gastados y una camiseta del Grant High, leyendo comentarios de textos cuando entró él. Uno de los cursos que daba de literatura en undécimo grado en el valle de San Fernando se llamaba «Los Ángeles en la literatura». Le había contado a él que había preparado el curso para que los estudiantes conocieran mejor su ciudad. La mayoría de ellos procedían de otros lugares, de otros países. Una vez le explicó que los estudiantes de una de sus clases tenían once lenguas maternas diferentes.

Harry le puso la mano en la nuca y se inclinó para besarla. Vio que los comentarios eran del libro de Nathanael West, El día de la langosta.

– ¿Lo has leído? -preguntó ella.

– Hace mucho. Una profesora de literatura del instituto nos lo hizo leer. Estaba loca.

Sylvia le dio un codazo en el muslo.

– Muy bien, chico listo. Trato de combinar los difíciles con los fáciles. Ahora les he dado El sueño eterno.

– Probablemente es el título que piensan que debería tener éste.

– Pareces la alegría de la huerta. ¿Ha pasado algo bueno?

– En realidad no. Todo se está yendo al garete. Pero aquí… es diferente.

Ella se levantó y ambos se abrazaron. Bosch le pasó la mano por la espalda de la forma en que sabía que a ella le gustaba.

– ¿Qué está pasando en el caso?

– Nada. Todo. Podría estar hundiéndome en el fango. Me pregunto si conseguiré trabajo de detective privado después de esto. Como Marlowe.

Ella lo apartó.

– ¿De qué estás hablando?

– No estoy seguro. Tengo que trabajar en eso esta noche. Me lo llevaré a la mesa de la cocina. Tú puedes quedarte aquí fuera con las langostas.

– Te toca cocinar.

– Entonces voy a recurrir al coronel.

– Mierda.

– Está muy feo que una profesora de lengua diga eso. ¿Qué pasa con el coronel?

– Hace años que está muerto. No importa. No pasa nada.

Ella le sonrió. El ritual se repetía con frecuencia. Cuando le tocaba cocinar a Harry, normalmente la invitaba a cenar fuera. Vio que estaba defraudada ante la perspectiva de un pollo frito para llevar, pero había demasiado en juego, demasiadas cosas en las que pensar.

Sylvia le puso una cara que le infundió ganas de confesar todas las cosas malas que había hecho en la vida. Aun así, sabía que no podía. Y ella también lo sabía.

– Hoy he humillado a un hombre.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Porque humilla a las mujeres.

– Todos los hombres hacen eso, Harry. ¿Qué le has hecho?

– Lo he tirado al suelo delante de su chica.

– Probablemente lo necesitaba.

– No quiero que vayas al juicio mañana. Seguramente Chandler me va a llamar al estrado, pero no quiero que estés allí. Va a ir mal.

Sylvia se quedó un momento en silencio.

– ¿Por qué haces esto, Harry? ¿Por qué me cuentas todas estas cosas que haces y al mismo tiempo mantienes el resto en secreto? En algunas cosas tenemos mucha intimidad, pero en otras… Me hablas de un tío al que has tirado al suelo, pero no de ti. ¿Qué sé yo de ti, de tu pasado? Quiero que lleguemos a eso, Harry. Hemos de hacerlo o terminaremos humillándonos el uno al otro. Eso es lo que me pasó a mí antes.

Bosch asintió y bajó la cabeza. No sabía qué decir. Estaba demasiado preocupado con otras cavilaciones para meterse con eso.

– ¿Quieres el extracrujiente? -preguntó al fin.

– Bueno.

Ella volvió a concentrarse en los trabajos de sus alumnos y Bosch salió a buscar la cena.

Después de que terminaron de cenar y ella volvió a la mesa del comedor, Bosch abrió el maletín en la cocina y sacó la carpeta azul del expediente del caso. Tenía una botella de Henry Weinhard en la mesa, pero no el tabaco. No fumaba dentro de la casa, al menos mientras ella estaba despierta.

Abrió la primera carpeta y dejó sobre la mesa las secciones de cada una de las once víctimas. Se levantó con la botella para poder mirarlas todas a la vez. Cada sección empezaba con una fotografía de los restos de la víctima, tal y como se habían hallado. Tenía delante once de esas fotos. Pensó en los casos y luego entró en el dormitorio y buscó en el traje que había llevado el día anterior. La fotografía polaroid de la rubia de hormigón seguía en el bolsillo.

Se la llevó a la cocina y la puso en la mesa junto con las otras. La número doce. Era una horripilante galería de cuerpos rotos y maltratados, maquillados de forma estridente para mostrar sonrisas falsas bajo unos ojos sin vida. Los cadáveres estaban desnudos, expuestos a la dura luz del fotógrafo de la policía.

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