– ¿Vas a hablar con ese Cerrone, el compañero de piso? -le preguntó a Edgar.
– No lo sé. Probablemente. Me interesa más saber qué opinas tú de todo esto, Harry. ¿Adonde vamos desde aquí? El libro de Bremmer fue un puto best-seller. Cualquiera que lo leyera es sospechoso.
Bosch no dijo nada hasta que llegaron al aparcamiento y se detuvieron en la garita de la entrada antes de separarse. Bosch miró la denuncia que tenía en la mano y después a Edgar.
– ¿Puedo quedármelo? Tal vez le haga una visita a este tío.
– Faltaría más… Y otra cosa que deberías saber, Harry. -Edgar hurgó en el bolsillo interior de su americana y sacó otro trozo de papel. Éste era amarillo: una citación-. Me lo entregaron en la oficina del forense. No sé cómo supo que yo estaba allí.
– ¿Cuándo has de presentarte?
– Mañana a las diez. Yo no participé en el equipo de investigación del caso del Fabricante de Muñecas, así que los dos sabemos qué va a preguntar. La rubia de hormigón.
Bosch tiró el cigarrillo en la fuente que formaba parte del monumento a los agentes caídos en acto de servicio y entró por las puertas de cristal que daban acceso al Parker Center. Mostró la placa a uno de los policías que había en el mostrador de la entrada y rodeó éste para ir a los ascensores. Había una línea roja pintada en el suelo de baldosas negras. A los visitantes que iban a la sala de la comisión de la policía les decían que tomaran esa ruta. También había una línea amarilla que llevaba a asuntos internos y una azul para los que querían presentarse a las pruebas para ser policías. Era tradición que los polis se pusieran alrededor de los ascensores sobre la línea amarilla, de manera que cualquier ciudadano que se dirigiera a asuntos internos, normalmente para presentar quejas, tenía que rodearlos. Esta maniobra solía ir acompañada de la mirada torva del poli al ciudadano.
Cada vez que Bosch esperaba un ascensor se acordaba de la broma en la que había participado cuando todavía estaba en la academia. Él y otro cadete habían entrado borrachos en el Parker Center a las cuatro de la mañana y habían escondido brochas y latas de pintura negra y amarilla en sus cazadoras. En una osada y rápida operación, su compañero había utilizado la pintura negra para borrar la línea amarilla del suelo de baldosas mientras Bosch pintaba una nueva línea amarilla que pasaba junto a los ascensores, recorría el pasillo y entraba en el baño de caballeros hasta los urinarios. La broma les había valido a ambos cadetes un estatus casi legendario en su clase, incluso entre los instructores.
Bosch bajó del ascensor en el tercer piso y caminó hasta la División de Robos y Homicidios. El lugar estaba vacío. La mayoría de los polis de la división trabajaban en un turno estricto de siete a tres. De este modo, el trabajo no interfería con todos los pluriempleos que habían acumulado. Los tíos de robos y homicidios eran la flor y nata del departamento y se llevaban los mejores chollos: hacer de chóferes de princesas saudíes de visita, trabajo de seguridad para jefes de estudios, guardaespaldas de jugadores de altos vuelos de Las Vegas; el Departamento de Policía de Las Vegas no permitía que su gente hiciera horas extra fuera, así que los agentes de Los Ángeles acaparaban los mejores empleos.
Cuando habían ascendido a Bosch a Robos y Homicidios todavía permanecían en activo algunos detectives de grado tres que habían trabajado para Howard Hughes. Habían hablado de la experiencia como si el trabajo en la división fuera eso, un medio para alcanzar un fin, una forma de conseguir empleo trabajando para algún multimillonario desquiciado que no necesitaba guardaespaldas porque nunca iba a ninguna parte.
Bosch caminó hasta el fondo de la sala y encendió uno de los ordenadores. Prendió un cigarrillo mientras el tubo del monitor se calentaba y sacó del bolsillo de la chaqueta el informe que le había dado Edgar. El informe no era nada. Nunca nadie lo había mirado, nadie lo había trabajado ni se había preocupado por él.
Se fijó en que Tom Cerrone había acudido personalmente a la comisaría de North Hollywood a fin de presentar la denuncia en el mostrador de información. Eso significaba que probablemente había sido escrito por un novato en periodo de prueba o por un veterano quemado al que le importaba una mierda. En cualquier caso, no lo habían tomado como lo que era: una manera de cubrirse las espaldas.
Cerrone decía que Kaminski era su compañera de piso. Según el breve resumen, dos días antes de que se presentara la denuncia le había dicho a Cerrone que iba a ir a una cita a ciegas, a encontrarse con un hombre cuyo nombre desconocía en el Hyatt de Sunset Strip y que esperaba que el tipo no fuera un asqueroso. Nunca volvió. Cerrone se preocupó y llamó a la poli. Se hizo la denuncia, ésta pasó por los detectives de North Hollywood sin levantar ninguna sospecha y fue enviada a personas desaparecidas, en el centro, donde cuatro detectives se ocupaban de encontrar a las sesenta personas cuya desaparición se denunciaba en la ciudad cada semana.
En realidad, la denuncia fue puesta en una pila junto a otras similares y nadie volvió a mirarla hasta que Edgar y su compañero, Morg, la encontraron. Nada de eso preocupaba a Bosch, aunque cualquiera que pasara dos minutos leyendo la denuncia debería saber que Cerrone no era quien decía ser. De todos modos, Bosch suponía que Kaminski estaba muerta y sepultada en hormigón mucho antes de que se presentara la denuncia, de manera que nadie podía haber hecho nada.
Escribió el nombre de Thomas Cerrone en el ordenador y llevó a cabo una búsqueda en la red de información del Departamento de Justicia de California. Como esperaba, obtuvo una ficha. El informe del ordenador sobre Cerrone decía que éste tenía cuarenta años de edad, mostraba que había sido detenido nueve veces en otros tantos años por solicitar los servicios de una prostituta y otras dos por alcahuetería.
Era un macarra, el macarra de Kaminski. Bosch se fijó en que Cerrone estaba cumpliendo una condicional de treinta y seis meses por su última condena. Sacó su agenda de teléfonos negra y rodó sobre la silla hasta un escritorio que disponía de teléfono. Marcó el número permanente del departamento de condicionales y le dio a la empleada que le atendió el nombre de Cerrone y el número de su ficha. Ella le proporcionó la dirección actual de Cerrone. El macarra había ido a menos, de Studio City a Van Nuys, desde que Kaminski había acudido al Hyatt para no volver.
Después de colgar, pensó en llamar a Sylvia y se preguntó si debería decirle que probablemente Chandler iba a llamarlo a declarar al día siguiente. No estaba seguro de querer que ella estuviera presente para ver cómo Chandler lo acorralaba en el estrado de los testigos. Decidió no llamar.
La dirección de la casa de Cerrone correspondía a un apartamento en Sepulveda Boulevard, en una zona donde las prostitutas no eran demasiado discretas acerca de la forma en que conseguían clientes. Todavía era de día y Bosch contó cuatro mujeres jóvenes en un trayecto de sólo dos travesías. Llevaban tops y shorts minúsculos. Cuando pasaba un coche extendían el pulgar como si fueran autostopistas. Pero estaba claro que sólo estaban interesadas en dar una vuelta a la manzana, hasta el aparcamiento donde podían llevar a cabo su negocio.
Bosch detuvo el Caprice al otro lado de los apartamentos Van-Aire, donde vivía Cerrone, o al menos eso era lo que había dicho a los agentes de la condicional. Un par de los números de la dirección se habían caído de la fachada, pero ésta todavía podía leerse porque la contaminación había dejado el resto de la pared de un color beis oscuro. El lugar necesitaba una capa de pintura, nuevas pantallas, algo de masilla para llenar las grietas de la fachada y probablemente nuevos inquilinos.
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