Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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En realidad, lo que hacía falta era demolerlo, empezar de nuevo. Eso pensó Bosch mientras cruzaba la calle. El nombre de Cerrone estaba en la lista de residentes del lateral de la puerta de seguridad, pero nadie contestó al timbre en el apartamento seis. Bosch encendió un cigarrillo y decidió quedarse un rato. Contó veinticuatro unidades en la lista de residentes. Eran las seis en punto, la hora en que la gente volvía a casa para cenar. Alguien llegaría.

Se alejó de la puerta y volvió a la acera. Había pintadas en la acera, todas en color negro, con el nombre de la banda local. También había una pintada en letras mayúsculas que decía: «¿Seras tu el prosimo Roddy King?» Harry se preguntó cómo alguien podía escribir mal un nombre que se había oído y escrito tantísimas veces.

Una mujer y dos niños pequeños salieron de la puerta de rejas de aluminio del otro lado. Bosch calculó el paso para llegar a la puerta justo cuando ella la abría.

– ¿Ha visto por aquí a Tommy Cerrone? -preguntó al pasar a su lado.

La mujer estaba demasiado ocupada con los niños para responder. Bosch entró en el patio para orientarse y buscar una puerta con el número seis, el apartamento de Cerrone. Había grafitos en el suelo de cemento del patio con la insignia de una banda que Bosch no conocía. Encontró el número seis en la primera planta de la parte de atrás. Junto a la puerta había una barbacoa japonesa oxidada y también una bicicleta de niño con ruedecitas aparcada bajo la ventana delantera.

La bicicleta no encajaba. Bosch trató de mirar al interior, pero las cortinas estaban corridas, dejando una banda de oscuridad de tres dedos detrás de la cual no podía ver nada. Llamó a la puerta y, como de costumbre, se colocó a un lado. Abrió una mujer mexicana con lo que parecía una barriga de ocho meses bajo la bata rosa. Detrás de la mujercilla, Bosch vio a un niño sentado en la sala ante un televisor en blanco y negro que tenía sintonizado un canal en castellano.

– Hola -dijo Bosch en castellano- ¿Señor Tom Cerrone aquí?

La mujer lo miró con ojos asustados. Pareció cerrarse en su caparazón como para empequeñecer a ojos de Bosch. Los brazos que tenía a los costados se cerraron sobre su barriga.

– No migra -dijo Bosch-. Policía. ¿Tomás Cerrone aquí?

Ella negó con la cabeza y empezó a cerrar la puerta. Bosch estiró el brazo para impedirlo. En su pobre español le preguntó si conocía a Cerrone y sabía dónde estaba. Ella dijo que sólo venía una vez a la semana para recoger el correo y cobrar el alquiler. Retrocedió un paso e hizo un gesto hacia la mesa de juego donde había una pequeña pila de correo. Bosch vio una factura de American Express encima. De la tarjeta oro.

– ¿Teléfono? Necesidad urgente.

Ella bajó la mirada y la vacilación le sirvió a Bosch para saber que tenía teléfono.

– Por favor.

La mujer le pidió que esperara y se alejó del umbral. Mientras la mujer estuvo ausente el niño que estaba sentado a tres metros de él apartó la mirada de la pantalla -Bosch vio que estaban dando un concurso- y lo miró. Bosch se sintió incómodo y volvió hacia el patio. Cuando volvió a mirar el niño estaba sonriendo. Tenía la mano levantada y estaba apuntando a Bosch con un dedo. Imitó el sonido de un disparo y se rió. La madre reapareció con un trozo de papel. Había escrito el número de un teléfono de la ciudad, nada más.

Bosch lo copió en una libretita que llevaba y le dijo que iba a llevarse el correo. La mujer se volvió y miró la mesa de juego como si la respuesta a lo que debería hacer estuviera encima de las cartas. Bosch le dijo que no se preocupara y ella finalmente le tendió la pila de correspondencia. Otra vez tenía expresión aterrorizada.

Bosch retrocedió y estaba a punto de irse cuando se volvió para mirar a la mujer. Le preguntó cuánto era el alquiler y ella le dijo que cien dólares por semana. Bosch asintió y se alejó.

En la calle caminó hasta un teléfono público situado enfrente del siguiente complejo de apartamentos. Llamó al centro de comunicaciones, le proporcionó a la operadora el número de teléfono que acababa de obtener y dijo que necesitaba una dirección. Mientras esperaba pensó en la mujer embarazada y se preguntó por qué se quedaba. ¿Podían ser peores las cosas en la ciudad mexicana de la que había venido? Sabía que a muchos les costaba tanto llegar que no se planteaban volver.

Mientras revisaba el correo de Cerrone se le acercó una de las autostopistas. Llevaba un top naranja encima de los pechos aumentados quirúrgicamente y se había recortado tanto los téjanos que asomaban los bolsillos blancos. En uno de ellos, Bosch vio la forma característica de un preservativo. La mujer tenía el aspecto cansado y descarnado de quien haría cualquier cosa en cualquier momento y lugar para comprar una dosis. Teniendo en cuenta su apariencia deteriorada, Bosch no le daba más de veinte años. Para sorpresa de Bosch, dijo:

– Hola, cariño, ¿estás buscando una cita?

Bosch sonrió.

– Vas a tener que ir con más cuidado si no quieres acabar en comisaría.

– Oh, mierda -dijo ella, y se volvió para alejarse.

– Espera un momento, espera un momento. ¿No te conozco? Sí, te conozco. Eres… ¿cómo te llamas, niña?

– Oye tío, no voy a hablar contigo ni te voy a hacer una mamada, así que me voy.

– Espera. Espera. Yo no quiero nada. Sólo pensaba que nos conocemos. ¿No eres una de las chicas de Tommy Cerrone? Sí, de eso te conozco.

La mención del nombre hizo que la joven frenara el paso. Bosch dejó el teléfono colgando del cable y corrió a atraparla. La chica se detuvo.

– Oye, yo ya no estoy con Tommy, ¿vale? Tengo que ir a trabajar.

La chica se volvió y sacó el pulgar cuando empezó a llegar tráfico del sur.

– Un momento, sólo dime una cosa. Dime dónde está Tommy ahora. Tengo que verlo.

– ¿Para qué? No sé dónde está.

– Por una chica. ¿Te acuerdas de Becky? Hace un par de años. Rubia, le gustaba el lápiz de labios rojo, tenía un par como las tuyas. A lo mejor usaba el nombre de Maggie. Quiero encontrarla y trabajaba para Tom. ¿Te acuerdas de ella?

– Yo ni siquiera estaba aquí hace un par de años. Y no he visto a Tommy desde hace cuatro meses. Y mientes más que hablas.

La chica se alejó.

– Veinte pavos -gritó Bosch a su espalda.

Ella se detuvo y volvió.

– ¿Por qué?

último -Por una dirección. No miento. Quiero hablar con él.

– Bueno, dámelos.

Bosch sacó el dinero de la cartera y se lo dio a la chica. Se le pasó por la cabeza que los de antivicio de Van Nuys podían estar cerca y preguntándose por qué le daba un billete de veinte a una puta.

– Prueba en el Grandview -dijo ella-. No sé el número ni nada, pero está en el piso. No puedes decir que te he enviado yo. Me mataría.

La chica se alejó mientras se guardaba el billete en uno de los bolsillos aleteantes. No tenía que preguntarle dónde estaba el Grandview. Vio que la chica se metía entre dos edificios y desaparecía, probablemente para conseguir una piedra. Se preguntó si le había dicho la verdad y por qué le había dado dinero a ella y no a la mujer del apartamento seis. La operadora de la policía ya había colgado cuando Bosch llegó al teléfono público.

Bosch marcó de nuevo y preguntó por ella y la operadora le dio la dirección que correspondía al número de teléfono. Suite P-l de los apartamentos Grandview de Sherman Oaks, en Sepulveda. Acababa de gastarse veinte dólares en crack. Colgó.

En el coche terminó de mirar la correspondencia de Cerrone. La mitad era publicidad, el resto facturas de tarjeta de crédito y propaganda de los candidatos republicanos. También había una tarjeta postal de invitación al banquete de los premios del Sindicato de Actores de Películas para Adultos que iba a celebrarse en Reseda la semana siguiente.

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