– Tengo una reputación en esta ciudad, Harry.
– Yo también la tenía. ¿Qué vas a escribir mañana?
– Tengo que escribir lo que ha sucedido aquí hoy.
– ¿Y también vas a declarar? ¿Es eso ético, Bremmer?
– No voy a testificar. Ella me liberó de la citación ayer. Sólo tuve que firmar una estipulación.
– ¿De qué?
– Decía que en la medida de mis conocimientos el libro que escribí contenía información precisa. La información fue casi por completo sacada de fuentes policiales y de la policía y registros públicos.
– Hablando de fuentes, ¿quién te habló de la nota del artículo de ayer?
– Harry, eso no puedo revelarlo. Recuerda cuántas veces he mantenido tu anonimato como fuente. Sabes que no puedo revelar mis fuentes.
– Sí, eso ya lo sé. Y también sé que alguien me está tendiendo una trampa.
Bosch puso los pies en la escalera mecánica y bajó.
Vicio administrativo estaba situado en la tercera planta de la comisaría de la División Central, en el centro de Los Ángeles. Bosch llegó en diez minutos y se encontró a Ray Mora sentado al escritorio de la sala de brigada, con el teléfono pegado a la oreja. En la mesa tenía una revista con fotografías en color de una pareja realizando el acto sexual. La chica de las fotos parecía muy joven. Mora estaba mirando las fotos y pasando las páginas mientras escuchaba a la persona que llamaba. Saludó a Bosch con la cabeza y le pidió que se sentara enfrente de su escritorio.
– Bueno, eso era todo lo que quería comprobar -dijo Mora al teléfono-. Sólo quería echar un anzuelo. Pregunta y avísame si surge algo.
Entonces Mora se quedó escuchando. Bosch miró al poli de antivicio. Era de la misma estatura que él, con la piel muy bronceada y ojos castaños. Llevaba el pelo corto y no tenía vello facial. Como la mayoría de los polis de antivicio, vestía de manera informal: téjanos y un polo negro con el cuello abierto. Bosch sabía que si pudiera ver debajo de la mesa encontraría unas botas vaqueras. Harry se fijó en el medallón de oro que Mora llevaba colgado en el pecho. Era una paloma con las alas desplegadas, el símbolo del Espíritu Santo.
– ¿Crees que podrás decirme dónde filman?
Silencio. Mora terminó con la revista, escribió algo en la cubierta y cogió otra que empezó a hojear.
Bosch se fijó en el calendario del Sindicato de Actores de Películas para Adultos pegado en un lateral del archivador vertical de su escritorio. Había una foto de una estrella del porno llamada Delta Bush repantigada desnuda sobre los días de la semana. Delta había ganado fama en los últimos años porque en los diarios de cotilleo se la relacionaba sentimentalmente con una estrella de Hollywood. En el escritorio, debajo del calendario, había una estatuilla religiosa que Bosch identificó como el Niño de Praga.
Bosch lo sabía porque una de sus madres adoptivas le había dado a él una parecida cuando era niño e iban a mandarlo de nuevo a McClaren. El no había cumplido con las expectativas de los padres adoptivos. Al darle la figura y despedirse de él, la mujer le había explicado que al niño se lo conocía como el pequeño rey, el santo que se ocupaba de escuchar las plegarias de los niños. Bosch se preguntó si Mora conocía la historia, o si la estatuilla estaba allí por algún tipo de broma.
– Lo único que digo es que lo intentes -decía Mora al teléfono-. Consigúeme el lugar. Sí, sí, luego.
Colgó.
– Hola, Harry. Pasa.
– Edgar ha estado aquí, ¿eh?
– Acaba de irse. ¿Ha hablado contigo?
– No.
Mora advirtió que Bosch estaba mirando la foto a doble página de la revista que tenía abierta delante de él. Eran dos mujeres arrodilladas delante de un hombre. Mora puso un Post-it amarillo en la página y cerró la revista.
– Señor, tengo que mirar toda esta mierda. Me han dado el chivatazo de que el editor de la revista está usando modelos menores de edad, ¿sabes cómo lo miro?
Bosch negó con la cabeza.
– No es la cara ni las tetas. Son los tobillos, Harry.
– ¿Los tobillos?
– Sí, los tobillos. Son más suaves en las chicas jóvenes. Normalmente puedo decir si tienen más o menos de dieciocho por los tobillos. Después, claro, compruebo los certificados de nacimiento, carnets de conducir y los documentos que hagan falta. Es una locura, Harry, pero funciona.
– Muy bien. ¿Qué le dijiste a Edgar?
Sonó el teléfono. Mora contestó identificándose y escuchó unos segundos.
– Ahora no puedo hablar. Ya te llamaré más tarde, ¿dónde estás?
Mora colgó después de tomar una nota.
– Lo siento. Le di a Edgar la identificación. Magna Cum Loudly. Tengo huellas, fotos, de todo. Tengo algunas fotos de ella en acción, si quieres verlas.
Empujó la silla hacia atrás, donde había un armario archivador, pero Bosch le dijo que no se preocupara por las fotos.
– Como quieras. En cualquier caso, Edgar lo tiene todo. Creo que ha llevado las huellas al forense para confirmar la identificación. El nombre de la chica era Rebecca Kaminski. Becky Kaminski. Tendría veintitrés si estuviera viva. Vivía en Chicago antes de escapar a la ciudad del pecado en busca de fama y fortuna. Qué desperdicio, ¿eh? Era de primera. Dios la bendiga.
Bosch se sentía incómodo con Mora. Pero eso no era nuevo. Cuando habían trabajado juntos en el equipo de investigación, Harry nunca había tenido la sensación de que los asesinatos significaran demasiado para el detective de antivicio. No le hacían mella. Mora se limitaba a cumplir con sus horas, prestando su ayuda cuando era necesario. Sin lugar a dudas era bueno en su especialidad, pero no parecía importarle si detenían al Fabricante de Muñecas o no.
Mora tenía una forma extraña de mezclar la charla grosera con las menciones cristianas. Al principio Bosch había pensado que simplemente estaba siguiendo la estela de los renacidos que tan de moda estaban en el departamento años atrás, pero nunca estuvo seguro. Una vez vio que Mora se santiguaba y decía una oración silenciosa en una de las escenas del crimen del Fabricante de Muñecas. A causa de la desazón que Bosch sentía, había mantenido escaso contacto con Mora desde la muerte de Norman Church y la ruptura del equipo de investigación. Mora volvió a antivicio y a Bosch lo enviaron a Hollywood. Ocasionalmente se habían encontrado en los juzgados o en el Seven o el Red Wind. Pero incluso en los bares solían estar en grupos distintos y sentarse aparte, turnándose en enviar botellas adelante y atrás.
– Harry, definitivamente la chica estaba entre los vivos hasta hace dos años. Esta peli que te has encontrado, Historias de la cripta, la rodaron hace dos años. Eso significa que Church definitivamente no la mató… Probablemente lo hizo el que mandó la nota. No sé si es una noticia buena o mala.
– Yo tampoco.
Church tenía una coartada a prueba de bombas para el asesinato de Kaminski: estaba muerto. Si a eso se añadía la supuesta coartada que la cinta de vídeo de Wieczorek le proporcionaba para el undécimo asesinato… La sensación de paranoia de Bosch se estaba convirtiendo en pánico. Durante cuatro años no había tenido ninguna duda sobre quién lo había hecho.
– Bueno, ¿cómo está yendo el juicio? -preguntó Mora.
– No preguntes. ¿Puedo usar tu teléfono?
Bosch marcó el número de el busca de Edgar y a continuación el número de Mora. Después de colgar para esperar la llamada, no sabía qué más decir.
– El juicio es un juicio. ¿Sigues citado para testificar?
– Sí, para mañana. No sé qué quiere de mí. Ni siquiera estuve allí la noche que mataste a aquel cabrón.
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