Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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– ¿Kyle tenía alguna idea de por qué se dejó caer Jordan?

– No. Pero visto que Jordan era un adicto y que ella estaba manteniéndolo, en mi opinión Jordan tocó a su puerta para pedirle más dinero. ¿Qué mentira le has contado a Tanya?

– Le he sugerido que Patty podía haber ayudado a Jordan con su adicción, pero no le dije nada sobre que alimentase su hábito.

– Toda esa droga médica al alcance y un yonqui con una familia rica. Sí, encaja bastante bien, ¿verdad?

– Patty se quedó seis años -dije-. La familia debía pagarle para que mantuviera alejada de sus vidas a la oveja negra. El viejo cayó enfermo y sus necesidades pasaron a ser prioritarias. Cuando el coronel murió, ya era hora de que se mudara.

– Moviéndola de un lugar para otro, como una pieza de ajedrez.

– La madre de Kyle tenía unas ideas muy definidas sobre las clases sociales. -Le conté la historia de la inspección diaria de los bolsos.

– Absoluta basura -dijo-. Aunque tengamos razón sobre Patty y estuviera ayudando a Jordan, ¿por qué no enviarla de nuevo a Cherokee cuando el anciano murió?

– Jordan era familiar del señor Bedard. Supongo que el dueño no estaría muy contento de que se quedara viviendo sin pagar. Cuando se separó de su mujer, no hubo más indulgencia.

– Adiós y buen viaje a ti y a tu hermanito, el perdedor, que mira por donde, resultó ser colega de Lowball Leland Armbruster, que resultó ser asesinado de un disparo de una veintidós justo cuando Patty vivía a apenas unas calles de la escena del crimen y que además resultó tener una veintidós. Teníamos que transmitirle a Tanya una carga emocional con toda aquella mierda, Alex. No se equivocaba al establecer aquella conexión. Jordan sobrevivió veinte años enganchado a la droga, hablamos con él sobre Patty y, de repente, aparece muerto sentado en la taza del váter. Si balística comprueba que la pistola de Patty concuerda con la utilizada en el caso de Armbruster, hablaremos de asuntos mayores. Como que a alguien le interesase eliminar a los testigos.

– ¿Jordan vio cómo Patty disparaba a Armbruster? ¿Quién se sentiría amenazado por algo así?

– Solo digo que Jordan sabía algo sobre el tiroteo por lo que valía la pena matarlo.

De su teléfono móvil salió una especie de melodía hawaiana.

– Sturgis… hola, ¿qué tal…? ¿Lo has hecho? -Dibujó una amplia sonrisa-. Acabas de devolverme la fe en la tecnología, chico. Sí, hagamos eso. ¿En media hora? El doctor también estará allí, quizá lleguemos a comprenderlo desde un punto de vista intrapsíquico más profundo.

Colgó, seguía sonriendo.

– ¿Sean? -pregunté.

– Petra. El retrete de Jordan estaba limpio, igual que el umbral interior de la ventana abierta. Pero los técnicos habían conseguido una huella parcial de la palma de una mano de la cornisa exterior. La huella de la palma había sido catalogada en la AFIS y se había encontrado una correspondencia positiva. Un chico malo detenido por asalto el año pasado, ¿verdad que no resulta agradable cuando los chicos malos no aprenden la lección?

***

Nos sentamos con Petra en una sala de interrogatorio en la división de Hollywood. Raul Biro estaba fuera, entrevistando de nuevo a los vecinos del edificio de Lester Jordan en Cherokee.

La sala no tenía ventanas, hacía calor y olía a hamamélide de Virginia. Petra se había quitado la chaqueta negra. Debajo llevaba una camiseta gris de seda sin mangas. Tenía los brazos blancos, suaves, nervudos. Llevaba las uñas limpiamente pintadas en marrón oscuro, casi negro. Pintalabios del mismo color, medio tono más claro. Deslizó un formulario de arresto en medio de la mesa. Enganchados con un clip en la parte superior, fotos de algunas caras frente y de perfil.

– Caballeros -dijo Petra-, les presento a Robert Bertran Fisk.

La fotografía de Fisk era el vivo retrato de las virtudes de un cliché: semblante descentrado y huesudo, cabeza totalmente afeitada, ojos juntos carentes de vida, amenazantes y oscuros. Boca delgada, todavía más reducida por un bigote negro y denso, recto hacia la barbilla, como un palo de croquet.

Básicamente, un chico malo.

Su cuello estirado, nervudo y repleto de tatuajes, bastante más grueso que su mandíbula, era exagerado. Pero así eran Los Ángeles, donde la sutileza podía resultar un trampolín al olvido.

– Estás bromeando -replicó Milo-, lo habría confundido con un trabajador social de los que dan de comer a los sin techo.

Deslizó el dedo hacia la parte más baja.

Varón caucásico, veintiocho años, uno setenta y cuatro, sesenta y cuatro kilos. Una galería de arte viviente.

– Menudo chavalín -dijo Milo.

– Lo que no le impidió vérselas con un tío bien grande -respondió Petra-. La víctima de la agresión medía uno ochenta y cinco y pesaba ciento treinta kilos. Ocurrió el año pasado, en una discoteca del centro. Fisk trabajaba de guardaespaldas o algo así y empezó a discutir con otro tío cachas llamado Bassett Bowland.

Petra se arañaba los dedos.

– Primero Fisk hizo un par de movimientos de artes marciales, luego avanzó y con un movimiento de una sola mano, agarró a Bowland por la nuez y empezó a apretar. Estuvo a punto de romperle el cuello al tío antes de que la gente los separara. Bowland sobrevivió, pero sufrió daños vocales crónicos.

– ¿Fisk hizo eso hace un año y está fuera?

– Se declaró culpable de lesiones por delito menor, estuvo a la sombra. Las dos semanas que pasó en la cárcel del condado esperando para comparecer ante el juez, fue toda la sentencia que cumplió. De acuerdo con el expediente del caso, Bowland no quiso cooperar y los testigos desaparecieron.

– ¿Les presionaron para que se esfumaran?

– No me sorprendería, pero el obstáculo principal fue el propio Bowland. Se sentía humillado porque un tío la mitad que él le hubiera dado aquella paliza, se negó totalmente a declarar.

– ¿Tiene Fisk algún compinche?

– No es miembro de ninguna banda ni tiene colegas criminales -dijo Petra-. Parece más bien uno de esos que van por libre, merodea por las discotecas, a veces aparece en el escenario y monta el numerito.

Estudié aquella cara de pocos amigos.

– Apostaría a que no le han fichado muy a menudo.

Petra sonrió.

– Lo único que puedo deciros de él es que ha luchado en algunos de esos combates para chicos duros: esos bárbaros que se meten en una jaula metálica, con un subidón de testosterona y actúan como locos.

– ¿No te gustan los deportes competitivos? -preguntó Milo.

Le sacó la lengua.

– Tengo cinco hermanos y ya he fingido lo suficiente que me gustan los deportes competitivos. Ahora soy una mujercita y puedo admitir que los odio.

– A Fisk le basta una mano para hacerse con un tío enorme, pero tiene que utilizar una cuerda para el cuello de Jordan -apunté.

– Quizá no quiso dejar huellas en la piel de Jordan. O le dieron instrucciones para que utilizara una cuerda.

– Matón a sueldo -concluyó Milo.

– Fisk no lo hizo por la droga, no tiene antecedentes en narcóticos, justo lo contrario. Y en el cajón de Jordan había un dineral en heroína, pero ninguna prueba de dinero en efectivo, puede que fuera a por la pasta.

Milo sacudió una esquina del informe de arresto y dijo:

– ¿Qué quieres decir con justo lo contrario?

– Fisk parece ser uno de esos chiflados por la salud. Irwin Gold, el detective de la central encargado del arresto, nombró tres gimnasios diferentes a los que Fisk solía ir, también anotó que practicaba artes marciales, yoga y meditación. Fuimos a por él esta mañana a las tres. Por desgracia, Fisk ya no vive desde hace seis meses en la última dirección que conocemos. Se mudó poco después de salir de la cárcel, no dio ninguna dirección a la que enviarle su correspondencia.

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