– Ella era una informadora, una vigilante, no la que entraba.
– Bueno, supongo que Max le enseñó un par de cosas.
– Pero la trincaron. Fue a High Desert por matarle.
– Homicidio sin premeditación, Karch. Ya ha salido. Dijo que estaba viviendo en California, en Los Angeles.
Karch pensó en lo que estaba escuchando. Miró el reloj. Habían pasado tres horas desde que se había encontrado con Grimaldi en la suite 2014 y ya tenía el nombre y la historia. Hizo rodar los hombros y saboreó la creciente excitación, pero pronto se concentró en la persona y el problema que tenía entre manos.
– ¿Sabes, Jerome?, creía que habíamos hecho un trato. Pensaba que cada vez que te cruzaras con algo que tuviera que ver con el Cleo ibas a venir a verme con las cartas boca arriba. Y, verás, compruebo los mensajes dos o tres veces al día si no estoy en mi oficina. Y tiene gracia porque no he recibido ninguna llamada tuya ni esta semana ni la pasada ni nunca que yo recuerde.
– Oye, tío, no sabía que iba a ser en el Cleo y no pude llamarte de todos modos. Porque estaba retenido.
– ¿Retenido? ¿Cómo que retenido?
– Me ató en la parte de atrás de la furgoneta.
Paltz se pasó los diez minutos siguientes contándole ansiosamente a Karch su versión de lo ocurrido la noche anterior. Karch escuchó en silencio y tomó mentalmente nota de las incongruencias y conflictos del relato.
– No pude llamarte -dijo Paltz a modo de resumen-. Lo hubiera hecho y pensaba hacerlo, pero me tuvo toda la noche en la parte de atrás de la furgoneta. Mira esto, tío.
Se volvió y se inclinó sobre el asiento. Karch alzó la pistola y Paltz levantó las manos en ademán de rendición. Entonces señaló las comisuras de los labios, donde tenía dos lastimaduras simétricas que parecían recientes y dolorosas.
– Esto es de la puta mordaza que me puso. Te estoy diciendo la verdad, tío.
– Siéntate.
Paltz retrocedió hasta su sitio y avanzaron en silencio mientras Karch meditaba sobre el relato de Paltz.
– No me lo estás contando todo. ¿Sabía ella que me viniste con el cuento la última vez?
– No. No lo sabía nadie excepto tú.
Karch asintió. Nunca se había celebrado juicio, así que él nunca tuvo que contar la historia en público. Sólo a los policías, y uno de los que dirigían la investigación era Iverson.
– ¿Con quién trabajaba esta vez?
– Iba por libre. Se presentó ayer en la tienda. Yo no vi a nadie más.
Aun así, el relato de Paltz no terminaba de encajar.
– No me lo estás contando todo. Le hiciste algo. ¿Trataste de robarle?
Paltz no dijo nada, y Karch lo tomó como respuesta afirmativa.
– Sí. Viste que iba sola y trataste de quitárselo todo, pero ella estaba preparada y pudo contigo. Y por eso no te pudo dejar marchar hasta que terminó el trabajo.
– Muy bien, lo hice, ¿qué cojones?
Karch no contestó. Estaban bien lejos de la ciudad. A Karch le gustaba el lugar, en especial en primavera, antes de que el calor apretara demasiado.
– ¿Qué estaba haciendo en Los Angeles? -preguntó.
– No me lo dijo y tampoco se lo pregunté. ¿Adonde vamos? Te he dicho todo lo que sé.
Karch no respondió.
– Mira, Karch, sé lo que estás haciendo. Crees que he salido sin decirle a nadie a quién iba a ver en el aparcamiento.
Karch lo miró, con expresión de desconcierto.
– Sí, Jersey, eso es exactamente lo que creo que has hecho.
¿A quién quería engañar? Karch sabía que la relación que él y Paltz habían mantenido a lo largo de los años dictaba que éste le dijese a su compañero del mostrador que iba a salir a fumar un cigarrillo, y nada más.
El Lincoln dobló a la izquierda por una carretera sin señalizar, pero él sabía que en los planos del condado se llamaba Saddle Ranch Road. Formaba parte de una parcelación delimitada hacía ya tres décadas. Habían abierto algunas carreteras, pero el proyecto se malogró y nunca llegó a construirse ninguna vivienda. A la ciudad, pese a su crecimiento desenfrenado, le faltaba todavía una década o más para llegar hasta allí. Entonces construirían casas, pero Karch esperaba no estar cerca cuando lo hicieran.
Detuvo el coche frente a una vieja oficina de ventas abandonada. Las ventanas y la puerta habían desaparecido mucho tiempo atrás. Los agujeros de bala y las pintadas marcaban todas y cada una de las paredes interiores y exteriores, y el suelo de la construcción estaba cubierto de cristales rotos y latas de cerveza. El sol de la mañana iluminaba una telaraña que colgaba de la puerta abierta. Karch miró más allá de la estructura, a la yuca que crecía una decena de metros más atrás. La había plantado él mismo muchos años antes sólo para señalizar un lugar y nunca dejaba de sorprenderse al ver que crecía con tanta exuberancia en medio de un paraje tan desolador.
Paró el motor y miró a Paltz, cuyo rostro parecía haberse vaciado de sangre.
– Oye, tío, ya te he contado todo lo que sé de esa zorra y de lo que pasó. No hay necesidad de…
– Sal.
– ¿Aquí?
– Sí, vamos.
Mantenía la Sig Sauer levantada a modo de recordatorio. Paltz trató de abrir la puerta. Karch observó divertido cómo las manos de su pasajero buscaban desesperadamente el seguro hasta que por fin lo encontró y abrió la puerta. Salió del coche y Karch lo siguió desde su lado.
Karch rodeó el Lincoln por delante y se acercó a Paltz con la pistola a un costado.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Paltz, levantando las manos en ademán de rendición.
Karch no hizo caso de la pregunta y oteó los alrededores.
– Este lugar… Hace muchos años que vengo, desde que era niño. Mi padre solía traernos aquí por la noche para que viésemos las estrellas. En invierno nos sentábamos en el capó del Dodge y el motor nos mantenía en calor.
Se volvió y miró atrás en dirección a la ciudad.
– Por la noche mi padre miraba hacia el Strip y distinguía los casinos sólo por el color y el brillo de los neones. El Sands, el DI, el Stardust… Entonces me encantaba este sitio. Ahora es sólo… Es una puta mierda: parques de atracciones y basura. Ya no hay clase. Claro que el grupito de la nariz torcida controlaba la ciudad entonces, pero tenía clase. Ahora es sólo… -No terminó la frase. Miró a Paltz como si reparase en su presencia por primera vez-. ¿Cuánto te pagó?
– Nada.
Karch empezó a avanzar hacia él y Paltz escupió una nueva respuesta.
– Ocho mil. Nada más. Y eso era por el equipo. No tenía parte de nada, sólo me dio los ocho mil y me dejó ir.
A Karch le resultó extraño que Cassie Black hubiera dejado marchar a Paltz -e incluso le hubiera pagado- después de que matara a Hidalgo. Era un conflicto de modelo de conducta en el que tendría que pensar. En la habitación de hotel había ocurrido algo, y probablemente sólo había una persona que podía contarle la verdad.
– ¿Dónde están los ocho mil?
– En una caja fuerte. En mi casa. Vamos, te lo enseñaré. Te daré el dinero.
Karch sonrió sin un ápice de humor.
– ¿Te habló del trabajo cuando te dejó ir?
– No me dijo ni una palabra, sólo me soltó y bajó de la furgoneta. Encontré los ocho mil en el asiento de delante, junto con las llaves.
– ¿Y el maletín?
– ¿Qué maletín?
Karch hizo una pausa y decidió dejarlo estar. No creía que Cassie Black hubiese compartido su conocimiento del maletín con Paltz. Probablemente había reconocido la trampa electrónica y no lo había abierto en ese momento.
Karch concluyó que ya no iba a sacarle nada más a Paltz, salvo quizá los ocho mil que tenía en su casa.
– Ven aquí -dijo, señalando al capó del Lincoln-. Pon la cartera y las llaves en el capó.
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