Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– Me hago una idea. ¿Qué tiene que ver con el Flamingo?

– Creo que ella aparcó en tu garaje, en el que da a Koval. Mi hombre la conoció en la barra del Bugsy ayer noche, luego fueron en taxi al DI. Ella le robó en cuanto él se durmió. Le he seguido la pista en el DI hasta la acera y creo que venía hacia aquí. Esto fue a las cuatro de la mañana.

– ¿Has dicho aquí? ¿Estás aquí ahora?

– Abajo.

– ¿Por qué no lo decías? Sube.

Colgó antes de que Karch pudiera decir nada más.

Karch caminó hasta los ascensores y subió hasta la segunda planta. En el trayecto sacó un pañuelo del bolsillo trasero, lo hizo una bola y se lo metió en el bolsillo del pecho de la americana. Lo empujó para que no se viese, pero todavía servía para mantener el bolsillo abierto un par de centímetros. Entonces buscó cambio en el bolsillo y sacó una moneda de veinticinco centavos y una de diez. Ambas habían sido acuñadas recientemente y eran muy brillantes. Se agachó y se guardó una moneda en cada zapato. Agitó primero una pierna y después la otra para que las monedas quedaran bajo el arco del pie. Esperaba que Cannon no estuviese observándole mediante una de sus cámaras.

Al salir del ascensor se dirigió a su izquierda, y al llegar a la entrada al complejo de seguridad pulsó el timbre situado junto a la puerta de acero. Había un intercomunicador montado en la pared, encima del timbre, pero permaneció en silencio. Al cabo de cinco segundos oyó un zumbido y abrió la puerta.

Don Cannon era un hombre grande y fornido, con el pelo negro, barba cerrada y gafas. Daba la impresión de que lo habían contratado por su envergadura y lo que podía hacer en la planta del casino en caso de necesidad. Sin embargo, con el paso de los años, Cannon fue ascendido al trabajo interior, y ya sólo veía el casino en los monitores de vídeo que él y sus subordinados manejaban en la denominada sala de pantallas. Estaba esperando a Karch en una pequeña antesala situada al otro lado de la puerta. Ambos hombres se estrecharon la mano y los billetes de cien cambiaron de dueño imperceptiblemente. Como la mayoría de los hoteles del Strip, el Flamingo tenía la política de no aceptar propinas para la empresa ni el personal por proporcionar ayuda en la investigación de delitos. No obstante, Karch conocía el valor de una propina y cómo le ayudaría a que la puerta de acero zumbase la próxima vez que acudiera a llamar al timbre.

– Estoy a dos velas, hoy -dijo Karch en voz baja-. Tendré que venir después a pagarte, si te parece bien.

– No hay problema. He cargado el archivo de las cuatro en punto mientras tú subías. Acompáñame.

Karch siguió a Cannon. Éste se guardó el dinero en el bolsillo de camino a la sala de pantallas, que no era muy distinta de la del Cleo. Los técnicos de vídeo se sentaban ante filas de consolas de doce pantallas, y sus ojos vagaban sin pausa de una a otra, utilizando teclados y joysticks para elegir y manipular los ángulos de las cámaras y las ampliaciones. Lo observaban todo, pero en particular el dinero. Al final todo era cuestión de dinero.

Cannon subió a una tarima situada al fondo de la sala, donde se había instalado una solitaria consola para que el supervisor de turno pudiera controlar las cámaras y a los técnicos de vídeo al mismo tiempo.

– Has dicho que venía del DI, ¿verdad? ¿Fue caminando?

Cannon se sentó en una silla con ruedas y luego la acercó a la consola. Karch se quedó de pie tras él.

– Eso parece, poco después de las cuatro.

– Es un buen paseo. Muy bien, veamos. Empezaremos por la entrada norte.

Sus dedos empezaron a sacudir el teclado mientras introducía las órdenes de búsqueda. Continuó hablando.

– Nos hemos pasado a digital desde la última vez que viniste. ¡Es increíble!

– Genial.

Karch no entendía qué significaba pasarse a digital, pero no le importaba lo más mínimo.

– Veamos, aquí está la puerta desde las cuatro. Lo pondré a doble velocidad hasta que veas algo.

Señaló la gran pantalla maestra situada justo frente a él en la consola. Estaba dividida en una cuadrícula con veinticuatro ángulos de cámara diferentes. Al mover el joystick, un puntero cruzó la pantalla hasta uno de los cuadraditos. Cannon pulsó la tecla Retorno y la imagen del cuadradito ocupó toda la pantalla. La cámara estaba situada arriba y en ángulo hacia las puertas de apertura automática. La cinta avanzaba con rapidez: los coches que se veían en la distancia pasaban a toda velocidad y la gente que transitaba por la acera daba la impresión de moverse a un trote ligero. Karch miraba con atención la pantalla y las figuras de quienes ocasionalmente entraban y salían.

– ¡Ahí! -dijo al cabo de casi tres minutos-. Creo que era ella. Retrocede.

– Muy bien.

Cannon movió la imagen digital hasta que la figura que había pasado tan rápido reapareció caminando hacia atrás, hacia la puerta.

– Ahí.

La imagen fue congelada y luego reproducida a cámara lenta. Las puertas se abrieron automáticamente y la mujer que Karch había visto en las cintas del Cleo entró cargada con la mochila y la bolsa de lona que contenía el maletín.

– Es ella.

– No tiene mal aspecto para ser una puta. Demasiado pelo, eso sí. Me pregunto cuánto cobra.

– Cinco billetes mínimo, me ha dicho mi cliente.

Cannon silbó.

– Eso sí que es un robo. No me importa qué aspecto tenga una mujer, ningún culo vale cinco billetes.

Karch rió diligentemente.

– ¿También se llevó el equipaje del tío?

– Sí. Pero eso a él le importa poco. Sólo quiere el reloj y el anillo.

– No sé, lleva esa bolsa como si llevara una caja fuerte metida dentro.

Karch empezó a sudar. Pensaba que Cannon le mostraría el vídeo sin hacer demasiadas interpretaciones.

– Bueno, a ver adonde va -dijo, con la esperanza de que Cannon dejase de analizar lo que estaba viendo y se limitase a manejar el equipo.

Al parecer funcionó. Cannon se sumió en el silencio y siguió a la mujer, a través de la cuadrícula de ángulos de cámara, hasta que abandonó el edificio del casino por la entrada de atrás y se metió en el garaje de ocho plantas que ocupaba la parte posterior del complejo, en Koval Road.

– Debe de llevar peluca, pero aun así, me parece que es nueva -señaló Cannon tras cinco minutos de silencio-. Si quieres podemos buscarla en nuestra carpeta de putas.

– ¿Carpeta de putas?

– La llamamos así. Tenemos a la mayoría de las chicas que trabajan en la ciudad en un archivo informático. Quizá podrías averiguar el nombre si reconocemos la foto. El problema es que no ha levantado la cabeza ni una sola vez. No tenemos ninguna imagen clara de ella de momento.

«Ni la tendrás», pensó Karch, pero dijo:

– Bueno, veamos lo que hace y ya nos preocuparemos de eso después.

En el garaje, la mujer tomó el ascensor hasta la octava planta. Luego caminó hasta una furgoneta azul sin inscripciones que estaba aparcada en la esquina más alejada del ascensor. A esa hora de la noche, las plantas superiores del garaje estaban casi vacías. No había ningún otro vehículo a menos de veinte espacios de la furgoneta.

– No lleva matrícula -dijo Cannon-. Parece que la chica toma precauciones. ¿Estás seguro de que es una puta, Jack? Ya te he dicho que no me suena, además, la mayoría de las chicas tienen chófer. Sobre todo las de quinientos la hora.

Karch no contestó. Estaba mirando fijamente la pantalla. La mujer abrió la puerta del conductor con una llave, cargó las bolsas y subió al vehículo. Las luces se encendieron cuando arrancó el motor. Antes de ponerlo en marcha, la mujer se estiró hacia atrás y golpeó en la partición entre la cabina y la zona de carga. Karch observó que sus labios se movían. Obviamente había alguien en la parte de atrás.

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