Regresó a la sala de estar, donde Grimaldi aguardaba en medio de la habitación con los brazos cruzados. Karch trataba de pensar en algo que decir para hurgar más en la herida, pero entonces reparó en alguna cosa debajo de la mesa, junto a las cortinas. Se acercó y se arrodilló para meterse a gatas bajo la mesa.
– ¿Qué has visto, Jack?
– No lo sé.
Había una carta en el suelo, bajo la cortina. El as de corazones. Karch la miró un momento. Se fijó en que dos esquinas opuestas del naipe habían sido cortadas, lo cual indicaba que se trataba de una baraja de recuerdo de un casino. Después de utilizarlas en el casino, cortaban las cartas de este modo y las vendían en la tienda de souvenirs. De esta forma se aseguraban de que nadie volvía a introducirlas subrepticiamente en una mesa de juego.
– ¿Qué es? -preguntó Grimaldi desde detrás.
– Una carta. El as de corazones.
A Karch le asaltó el recuerdo de su padre, de lo que solía decir acerca del as de corazones. La carta del dinero, la llamaba. Sigue la carta del dinero, le habría dicho.
– ¿El as de corazones? -dijo Grimaldi-. ¿Qué crees que significa eso?
Karch no respondió. Levantó el naipe sosteniéndolo por una punta con el pulgar y el índice. Salió gateando de debajo de la mesa mostrando la carta, luego se puso de pie y giró la muñeca para ver la parte posterior de la carta. Tenía el dibujo de dos flamencos rosa con los cuellos enlazados formando la silueta de un corazón.
– Es del Flamingo -afirmó.
Grimaldi miró la carta.
– ¿Qué significa?
Karch se encogió de hombros.
– Quizá nada. Pero nuestro hombre ha tenido que estar aquí mirando las cámaras. Tal vez jugó un solitario para pasar el rato.
– Bueno, si se le cayó el as de corazones no habrá ganado nunca.
– Muy perspicaz, Vincent.
Grimaldi estalló.
– Oye, Jack. ¿Vas a ayudarme en esto o piensas pasarte el día haciendo juegos de palabras y tratando de hacerme quedar como un estúpido? Porque si es ésa tu intención buscaré a otro que haga el trabajo sin joderme.
Karch espero bastante antes de responder en un tono muy sosegado.
– Vincent, has venido a buscarme porque sabes muy bien que no hay nadie que pueda manejar esto mejor que yo.
– Entonces deja de hablar y empieza a manejarlo. El reloj corre.
– Muy bien, Vincent, lo que tú digas.
Karch miró la carta que todavía sostenía por una esquina. Sabía que podía pedirle un favor a Iverson en la Metro y buscar las huellas dactilares, pero eso metería a Iverson en un asunto que Karch sospechaba que iba a ponerse turbio. Decidió reservarse la idea como último recurso. Volvió a la mesa y abrió la carpeta que contenía el paquete de información del hotel. Había sobres y papel de carta en uno de los bolsillos. Metió la carta en un sobre y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Huellas? -preguntó Grimaldi.
– Puede ser. Voy a probar unas cuantas cosas antes.
Cruzaron de nuevo el pasillo para ir a la 2014 y echar un último vistazo mientras discutían las alternativas. Grimaldi decía que a los de Miami no les importaba el correo, y eso dejaba varias opciones abiertas. Podían salir de la habitación y dejar que todo siguiera su curso hasta que la camarera descubriera el cuerpo. O podían llevar un carrito de la lavandería a la habitación, meter dentro el cadáver y bajar por el montacargas hasta el muelle de carga para llevárselo en una furgoneta. Cualquier rastro de la estancia del correo en el hotel podía borrarse del ordenador y las cintas, y el cadáver podía enterrarse en el desierto en cuanto cayera la noche.
– Harán falta cuatro tíos para levantar este saco de mierda -se lamentó Grimaldi.
– Si amplías el círculo de gente al corriente de esto amplías tu exposición -dijo Karch.
– Pero si dejamos que las cosas sigan su curso, tendremos aquí a la Metro y empezarán a hablar del mal agüero del hotel. Ya no recuerdo el último homicidio en un hotel de esta ciudad. Se tirarán encima como se tiró Tyson a por la oreja de Holyfield.
– Eso es cierto, pero quizá sea útil esa presión sobre nuestro hombre. Quizá le fuerce a cometer un error.
– Sí, y ¿qué pasa si los de homicidios de la Metro llegan a él antes que tú?
Karch se limitó a mirar a Grimaldi con expresión de que la idea era absurda.
– Es cosa tuya, Vincent. Estamos perdiendo el tiempo. Quiero ver la cinta y ponerme con esto.
Grimaldi asintió.
– Muy bien, nada de la Metro. Mandaré gente aquí para que se haga cargo de este asunto.
– Buena decisión, Vincent -dijo Karch, pero de un modo que hizo que Grimaldi se preguntara si realmente lo pensaba así-. Vamos a ver la cinta.
Ambos salieron de la habitación entonces, dejando el cadáver en la cama. Grimaldi se aseguró de colgar el cartel de «No molesten» en el pomo.
Karch ya había estado en muchas otras ocasiones en el despacho de Grimaldi, en la segunda planta del casino. Mantenía un acuerdo secreto como consultor de seguridad del Cleopatra -sin nóminas, pagos en efectivo-, y en calidad de tal se entrevistaba con Grimaldi en el despacho de éste, aunque las tareas que llevaba a cabo normalmente tenían poco que ver con lo que sucedía abajo, en el casino. Karch solía estar implicado en lo que Grimaldi acostumbraba a denominar cuestiones y problemas de seguridad secundarios. A Karch le gustaba su estatus de trabajador externo. Sabía que nunca sería el tipo de hombre que se siente cómodo con un blazer azul con la silueta de la reina de Egipto estampada en el bolsillo del pecho.
El despacho era grande y opulento, con un área de escritorio, una zona de asientos y un bar privado. Se accedía a través del enorme centro de seguridad del casino, donde decenas de técnicos de vídeo se sentaban en filas de cabinas para mirar las pantallas, las cuales mostraban imágenes siempre cambiantes de centenares de cámaras enfocadas a las mesas de juego. La habitación estaba poco iluminada y la temperatura nunca sobrepasaba los dieciocho grados, a fin de cuidar los delicados equipos electrónicos. La mayoría de los técnicos llevaban jersey bajo los inevitables blazers azules. En Las Vegas, cuando uno veía a alguien con jersey en verano, sabía que trabajaba en el interior, controlando la pantalla todo el día.
Una pared del despacho de Grimaldi tenía ventanas que daban al centro de seguridad, otra ofrecía vistas al casino. Y situada justo detrás de Grimaldi estaba la puerta que conducía a la atalaya. Sólo se accedía a través del despacho de Grimaldi y éste nunca había invitado a Karch a admirar desde allí la planta del casino. Este hecho molestaba a Karch y su frustración se acrecentaba porque creía que Grimaldi lo sabía.
Cuando entraron en el despacho, Karch vio a un hombre sentado tras el escritorio de Grimaldi y trabajando en la consola de vídeo multiplex de la derecha del escritorio.
– ¿Qué has conseguido? -preguntó Grimaldi mientras cerraba la persiana de la ventana que daba al centro de seguridad.
– Una buena sorpresa, eso es lo que me he llevado -dijo el hombre de detrás del escritorio, sin levantar la mirada de las cuatro pantallas que tenía activas en su consola.
– Cuéntanos.
El uso del plural hizo que el técnico levantara los ojos de las pantallas. Saludó con la cabeza a Karch y volvió a bajar la vista.
– Bueno, parece que a este tipo lo ha desplumado una mujer -dijo.
Grimaldi rodeó el escritorio y miró las pantallas por encima del hombro del técnico.
– Muéstranos.
Karch permanecía al otro lado del escritorio, pero podía ver las pantallas. Miró por encima de los otros dos hombres, a la puerta de cristal que conducía a la atalaya. Grimaldi no se molestó en presentarle el técnico a Karch.
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