La habitación estaba a oscuras, sólo una rendija de luz solar se filtraba por la abertura de un par de centímetros de las cortinas corridas. La luz atravesaba en diagonal la cama, donde un hombre obeso yacía boca arriba. Al cadáver le faltaba el globo ocular derecho, destrozado por una bala disparada a quemarropa que había llegado al cerebro a través de la cuenca del ojo. El cabezal de madera y la pared de detrás estaban salpicados de sangre y materia gris y, quince centímetros más arriba del cabezal, había un agujero de bala en la pared.
Karch se situó junto a la cabecera de la cama y examinó el cadáver. La víctima vestía una camiseta blanca y unos calzoncillos tipo bóxer de color celeste. Karch observó un par de esposas en su muñeca derecha: ambas en la misma muñeca. Entre las piernas del muerto había una pistola. Karch se inclinó para examinarla. Era una Smith & Wesson de nueve milímetros con acabado satinado.
Grimaldi se acercó al dormitorio, pero no entró.
– ¿Quién lo ha encontrado?
– Yo.
Karch miró por encima del hombro con las cejas enarcadas. No era la respuesta esperada. Suponía que habría sido una camarera la que había encontrado el cuerpo, aunque era demasiado temprano para eso. Pero el director de operaciones del casino… Eso no venía a cuento. Grimaldi le ofreció una explicación.
– Tenía que desayunar con él a las siete. Al ver que no se presentaba, telefoneé y como no contestaba vine aquí y me encontré con esto. Por eso te he llamado.
Karch pensó que la cosa se ponía interesante.
– ¿Quién es el muerto, Vincent?
– Sólo un correo de Miami. Se llama (se llamaba) Hidalgo, pero se había registrado con otro nombre.
Karch aguardó, pero Grimaldi no aportó más información.
– Mira, Vincent, ¿vas a contarme lo que está pasando o quieres que vaya a buscar a Seymour el Adivino al salón para que me eche una mano?
Grimaldi expulsó el aire. Karch disfrutó del momento. El viejo estaba metido en un buen lío y lo necesitaba. De una cosa ya estaba seguro, no sabía de qué iba la historia, pero estaba decidido a explotarla al máximo. Y si eso incluía poner a Vincent Grimaldi a sus pies, Karch lo haría sin dudarlo. Pensó en la atalaya y se imaginó encaramado allí. Controlando el dinero, controlándolo todo.
– Sí, voy a decírtelo. -Grimaldi entró en la habitación y miró el cadáver-. Es una cuestión de dinero, Jack. El gordo cabrón llevaba encima dos millones y medio de dólares. Ahora no está el dinero, y me parece que él no puede explicarnos lo que ha pasado.
– ¿Dos y medio? ¿Para qué? Supongo que no pensaba jugárselos en una mesa de blackjack.
Karch observó que una vena de la sien de Grimaldi empezaba a latir. El viejo estaba enfadado y Karch sabía lo peligroso que resultaba en esas circunstancias. Aun así, él se sentía como un niño pequeño con un palo de escoba ante el árbol de Navidad, y tenía que comprobar si aquellas bolas de cristal eran de verdad tan frágiles.
– Vino a hacer una entrega -dijo Grimaldi-. La reunión de hoy era para eso. -Hizo un ademán hacia el cadáver-. He subido esta mañana y me encontrado con esto. El capullo se trajo a alguien aquí y el dinero ha desaparecido. Necesitamos recuperarlo, Jack. Está reservado, ¿entiendes? Lo necesitamos pronto. Hemos de…
Karch sacudió la cabeza, tomó el cigarrillo sin encender de la boca y le interrumpió.
– ¿Reservado para quién?
– Jack, hay cosas que no es preciso que sepas. Sólo tienes que meterte en esto y averiguar quién…
– Cálmate, Vincent. Y buena suerte.
Karch le saludó con la mano y se encaminó hacia la salida. Recorrió toda la sala y se dirigía a la puerta de la suite cuando Grimaldi lo alcanzó.
– Muy bien, muy bien. Espera, Jack. Te lo diré, ¿de acuerdo? Te contaré todo lo que crees que tienes que saber.
Karch se detuvo. Todavía estaba de cara a la puerta, con Grimaldi a su espalda. Se fijó en que faltaba una parte del cerrojo de la puerta. Extendió la mano para tocar el cuadrado sin pintar del marco al que había estado clavado. Había un material cerúleo de color gris en los agujeros de los tornillos. Frotó un poco entre el índice y el pulgar y pensó en que lo había visto antes. Se volvió hacia Grimaldi.
– De acuerdo, Vincent, desde el principio. Si quieres que te ayude, tendrás que contármelo todo, hasta el último detalle.
Grimaldi asintió y señaló el sofá. Karch fue a sentarse allí; Grimaldi volvió a ocupar su lugar junto a la pared de cristal de la habitación. Desde la posición de Karch se lo veía completamente enmarcado en el brillo azul del cielo. Era la nube oscura y amenazadora en medio de ese cielo. Karch se guardó el cigarrillo sin encender en el bolsillo de la chaqueta, junto con el que había utilizado en el truco del ascensor.
– Muy bien, ésta es la historia -dijo Grimaldi-. Hace dos semanas alguien me dio el soplo de que habría problemas con la transferencia. Había surgido algo en la retaguardia. Lo llamaron un problema de asociación.
Karch asintió. No estaba tan metido en el asunto como Grimaldi, pero su trabajo le proporcionaba algo más que una idea general de lo que sucedía. El complejo y casino del Cleopatra estaban en venta. Un consorcio del ocio de Miami llamado Buena Suerte Group estaba dispuesto a comprar. La Unidad de Investigaciones de la Comisión del Juego de Nevada llevaba doce semanas metida en una investigación de los compradores y no tardaría en emitir un informe final en el que recomendaría a la comisión la aprobación o desaprobación de la venta. La comisión -un tribunal designado a tal efecto- casi siempre seguía las recomendaciones de la unidad investigadora, con lo cual el informe constituía el elemento clave en cualquier oferta para comprar o abrir un casino en Nevada.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó-. Por lo que yo sé Buena Suerte estaba limpia.
– No importa lo que sucedió. Lo que importa es el dinero, Jack.
– Todo importa. Quiero saberlo todo.
Grimaldi levantó las manos en un ademán de rendición y frustración.
– Surgió un nombre, ¿vale? Encontraron una conexión entre uno de los directores y un hombre llamado Héctor Blanca. Y ahora me preguntarás quién es Héctor Blanca. Basta con que te diga que es un socio silencioso y que se esperaba que continuase en la sombra. Y eso es todo lo que voy a decirte de él.
– Déjame adivinar, Vincent. ¿ La Cuba Nostra?
Karch lo dijo en un tono de «ya te lo había advertido». Él y Vincent habían hablado antes del híbrido mafioso: soldados de la mafia del noreste formando equipo con exiliados cubanos de Miami para tomar el control del crimen organizado en el sur de Florida. En círculos de la investigación criminal se decía que el grupo había financiado en secreto un referéndum sobre el juego en Florida unos años antes, y el resultado no había sido el esperado. Era lógico, pues, que si no podían tener casinos en Florida buscasen otros lugares donde invertir su dinero.
Esos otros lugares, también por lógica, debían incluir Nevada, donde no se precisaba ningún referéndum de aprobación para llevar a cabo operaciones de juego, bastaba con salvar el obstáculo de la Comisión del Juego y de la corta memoria de los actuales padres de la ciudad. El hecho de que Las Vegas hubiera nacido de un sueño de mafiosos y hubiera estado regida durante décadas por un grupo de hombres afines y asociados a la mafia se había perdido en la amnesia colectiva de la comunidad. Las Vegas había renacido como la ciudad de todos los estadounidenses. Era la urbe de los barcos piratas, las reproducciones a escala de la torre Eiffel, los toboganes acuáticos y las montañas rusas. Bienvenidas las familias, mafiosos abstenerse. El problema era que cada vez que se aprobaba una nueva parcelación y se ganaba terreno al desierto, las excavadoras del progreso se acercaban peligrosamente a desenterrar los recuerdos de la verdadera herencia de la ciudad. Y muchos de los hijos y nietos de esos patriarcas -incluso algunos descendientes de los que estaban enterrados en el desierto- no olvidaban la antigua Las Vegas.
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