– No vamos a hablar de la Cuba Nostra -dijo Grimaldi, pretendiendo poner un acento entre cubano e italiano en sus palabras-. Me juego el cuello y me importa una mierda lo listo que te creas.
– Vale, Vincent, entonces hablemos de tu bonito cuello. ¿Qué pasó?
Grimaldi se volvió y miró por la ventana mientras hablaba.
– Como te decía, me soplaron que se avecinaba un problema. Lo pusieron en mi conocimiento y me informaron de que el problema podía solucionarse al precio adecuado.
– ¿Por qué tú?
– ¿Por qué yo? Porque yo tenía el contacto. Puede que pienses que no valgo una mierda, Jack, pero llevo cuarenta y cinco años trabajando esta ciudad. Ya llevaba media vida aquí cuando tu padre hizo su primera actuación. He visto mucho y sé muchas cosas.
Miró por encima del hombro y observó deliberadamente a Karch mientras pronunciaba esta última frase. Karch lo tomó como un recordatorio de lo que Grimaldi conocía de él y apartó la mirada. De inmediato se arrepintió de haberlo hecho.
– De acuerdo, Vincent. ¿Cuánto iba a costar esta operacioncita de limpieza?
– Cinco millones. Dos y medio por adelantado y el resto después de que la comisión votase.
– Y supongo que tu intervención al manejar el acuerdo iba a consolidar tu posición aquí entre los nuevos dueños.
– Algo así, Jack. También iba a consolidar la tuya. Todos los que están conmigo iban a acompañarme en el viaje. Yo iba a ser el nuevo director general y tendría potestad para elegir a mi hombre en las operaciones del casino y poner a quien quisiera en la atalaya.
– ¿Y qué hay de Héctor Blanca? Supongo que él querría poner a uno de los suyos allí arriba.
– Eso da igual. El acuerdo me daba a mí la elección.
Karch se levantó y se unió a Grimaldi junto a la ventana. Ambos hablaron mientras contemplaban las montañas que se alzaban más allá del desierto.
– Así que el tipo de la cama (Hidalgo) vino con el primer pago y se lo robaron. Parece problema de ellos, Vincent. No tuyo o nuestro.
Grimaldi contestó sin alzar la voz. Sus palabras sonaron mesuradas y severas. Se habían acabado las gracias y Karch sabía que era entonces cuando Grimaldi se ponía más peligroso, como un perro con el rabo cortado. Si intentas domesticarlo puede acabar mordiéndote la mano.
– Es mi problema y eso lo convierte en tu problema -dijo Grimaldi-. Yo monté la transacción. Desde que Hidalgo bajó del avión en McCarran, él y el dinero estaban a mi cuidado. De esta manera es como lo ven en Miami, así que es mi cuello lo que está en juego.
Karch enarcó las cejas.
– ¿Ya le has contado esto a Miami?
– He hablado con Miami justo antes de hablar contigo. Y no era una llamada que me apeteciera hacer. Me lo han dejado muy claro. El correo no es una gran pérdida, pero el dinero es otro cantar. Me hacen responsable a mí.
Se detuvo un instante y cuando empezó de nuevo había en su voz una nota de desesperación, casi de súplica. Resultaba apenas apreciable, pero ahí estaba y Karch nunca había percibido ese tono en Vincent Grimaldi durante los muchos años que hacía que se conocían.
– Tengo que recuperar el dinero, Jack. El informe de la comisión se hace público el martes. Después será demasiado tarde para cambiarlo. Tengo que recuperar el dinero y hacer el pago o la venta se va al carajo, y si eso pasa van a enviar gente desde Miami. -Volvió a utilizar la barbilla para señalar, esta vez hacia el desierto-. Allí es donde van a meterme, junto con el resto de los que fracasaron en esta ciudad. Arena que respira.
Grimaldi sacudió una vez la cabeza en un movimiento rápido adelante y atrás.
– Tengo sesenta y tres años, Jack. He pasado cuarenta y cinco jodidos años en esta ciudad y así es como voy a acabar.
Karch dejó transcurrir diez segundos de deleite antes de contestar.
– No dejaremos que eso ocurra, Vincent. No lo permitiremos.
Grimaldi asintió y su boca se curvó en una sonrisa forzada.
– Viejo amigo, sabía que podía contar contigo.
Karch empezó estudiando la posición del cadáver y la forma de la salpicadura de sangre en la cabecera de la cama y en la pared. Obviamente, el hombre obeso estaba sentado en la cama cuando recibió el disparo del asesino, y éste situado a los pies del lecho.
– Un zurdo -dijo.
– ¿Qué? -preguntó Grimaldi.
– El asesino, casi seguro que era zurdo.
Se colocó en el lugar que habría ocupado el asesino y extendió el brazo izquierdo. Asintió. Era razonable suponer que si Hidalgo había sido alcanzado en el ojo izquierdo por una bala procedente de una pistola empuñada por alguien que tenía delante, entonces ese alguien sostenía el arma con la mano izquierda.
Los ojos de Karch subieron por el cuerpo hasta la cabecera y la pared. En su oficina tenía un par de libros sobre manchas de sangre, que explicaban, entre otras muchas cosas, cómo interpretar las gotas circulares o elípticas. Sin embargo, él nunca había pasado de los capítulos introductorios, porque el tema era soporífero y de poco probable aplicación en su trabajo. ¿Qué conclusiones podía extraer de la escena que le ocupaba? No muchas. El tipo estaba vivo y luego estaba muerto. Eso era todo.
– ¿Alguien ha oído el disparo? -preguntó.
– No -dijo Grimaldi-, pero quería que estuviera aislado, así que ninguna de las habitaciones de al lado o enfrente estaban ocupadas. Además, no sé si guarda alguna relación, pero anoche saltó una alarma de incendio.
Karch miró a su interlocutor.
– A eso de las once -explicó Grimaldi-. Alguien dejó un cigarrillo encendido en un carrito del servicio de habitaciones y lo puso justo debajo de un detector de humo.
Karch señaló hacia el cadáver.
– ¿Lo evacuaron? ¿Salió de la habitación?
– No que sepamos. He pedido que me preparen las cintas para ver si sacamos agua clara.
Karch asintió, aunque no sabía qué papel desempeñaba la alarma de incendios en todo el asunto. Miró de nuevo el cadáver.
– Lo que veo aquí es un intento chapucero de hacer que esto pareciera un suicidio, pero…
– Esto no es un suicidio. Es un robo, joder.
– Ya lo sé, Vincent, ya lo sé. Escúchame. He dicho un intento de que parezca un suicidio. Un intento muy torpe. Escúchame antes de saltar.
Decidió abandonar su comentario: que Grimaldi sacase sus propias conclusiones. Lo que más le inquietaba de la escena del crimen eran las esposas. No entendía por qué no se las habían sacado.
– Vincent, supongo que has registrado la habitación de arriba abajo en busca del dinero.
– Sí, no está. Y el maletín tampoco.
– ¿Y qué hay de las llaves?
– ¿Llaves?
– Las llaves. -Señaló la muñeca del cuerpo sin vida con las dos esposas-. La llave de las esposas, ¿dónde está?
– No lo sé, Jack. No he visto ninguna llave. Supongo que quien se haya llevado la pasta se ha llevado las llaves. Pero tienen sorpresa.
– ¿Qué sorpresa?
– La llave del maletín no estaba allí. El gordo no la tenía. El señor Blan…, eh, su jefe no quería que lo abriera y bajase a las mesas con una parte del dinero. Así que me envió a mí la llave, y yo tenía que abrir el maletín esta mañana. Tengo la llave, pero me falta el puto maletín. Llevaba protección electrónica, como una pistola aturdidora. Si alguien intenta abrirlo sin la llave, se va a llevar una buena descarga. Noventa mil voltios.
Karch asintió y sacó una libretita y un boli del bolsillo. Garabateó una nota referida a la llave y el maletín.
– ¿Qué estás escribiendo, Jack?
– Sólo un par de notas, para mantener el orden.
– No quiero que nada de esta información vaya a parar a manos equivocadas.
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