Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– Creo que habéis seguido a la persona equivocada -dijo Grimaldi, alzando la voz a causa de la frustración-. Esa tía está ahí sentada hablando sola. No tenemos tiempo para…

– Espere, señor, mire esto. Ella vuelve a los ascensores y sube a la planta veinte.

Adelantó la cinta.

– Y luego ya no la volvemos a ver hasta las cuatro. Vuelve a bajar, y fíjese en lo que lleva. Sube con dos bolsas y baja también con dos. Pero algo ha cambiado.

La mujer volvió a aparecer en la planta del casino, moviéndose con rapidez entre el escaso grupo de jugadores empedernidos. Karch vio enseguida que el técnico estaba en lo cierto. Algo había cambiado. Llevaba la correa de la mochila en un hombro, pero una gran bolsa de lona con dos correas había sustituido a la bolsa de deporte. El técnico pulsó una tecla y congeló la imagen. La segunda bolsa contenía un objeto rectangular, cuyas dimensiones se adivinaban con claridad a través de la lona. Era el maletín de la víctima.

– Esa zorra se ha llevado mi dinero -dijo Grimaldi con calma.

– ¿La seguiste hasta la salida? -preguntó Karch.

El técnico pulsó una tecla para reanudar la reproducción y se limitó a señalar la pantalla. Las cámaras acompañaron a la mujer en su recorrido por el enorme casino hasta el mostrador VIP, donde extrajo un sobre y lo dejó sin hablar con nadie. Luego se encaminó hacia la salida sur. No era la puerta principal. Karch sabía también que no conducía a ningún estacionamiento ni punto de llegada de vehículos, sino hacia la acera que tomaban los peatones para salir a Las Vegas Boulevard.

– No salió por la puerta principal, Vincent -dijo.

Había la suficiente urgencia en el tono para que Grimaldi apartara los ojos de la consola de vídeo. El viejo arqueó las cejas, captando el tono, pero no el significado.

– No aparcó aquí porque no quería que las cámaras grabaran su vehículo -dijo Karch-, así que aparcó en otro lugar y vino caminando.

Karch señaló la pantalla a pesar de que ya no aparecía en ella ninguna imagen.

– La salida sur -dijo-. Iba al Flamingo.

Grimaldi asintió, impresionado.

– El as de corazones. ¿Tienes a alguien allí?

Karch asintió.

– No hay problema.

– Entonces ve.

– Espera un momento, Vincent. ¿Qué pasa con Martin? Deberíamos empezar por él.

– Yo me encargo de él. Tú sigue el dinero, Jack. El dinero es la prioridad y se nos acaba el tiempo.

Karch asintió. Supuso que Grimaldi tenía razón. Pensó en el as de corazones que había encontrado arriba. Sigue el dinero. Sigue la carta del dinero.

– Bueno, ¿a qué estás esperando?

Karch interrumpió sus pensamientos y miró a Grimaldi.

– Ya voy.

Miró por la ventana a la cabina de vigilancia y se dirigió a la salida del despacho. Se detuvo en la puerta.

– Vincent, deberías mandar a alguien arriba, a la segunda habitación, para comprobar los conductos de aire acondicionado.

– ¿Para qué?

– Subió con dos bultos, una mochila y una bolsa de deporte. Bajó con la mochila y el maletín dentro de una bolsa de lona. ¿Dónde está la bolsa de deporte?

Grimaldi se detuvo un momento mientras lo pensaba. Sonrió, impresionado por el hecho de que Karch se hubiera fijado en la bolsa que faltaba.

– Lo haré comprobar. Permanece en contacto. Y recuerda que el reloj está corriendo.

Karch le disparó utilizando su dedo como pistola y salió.

Capítulo 22

Karch abandonó el Cleopatra por la misma ruta que había seguido la mujer del vídeo que acababa de ver. Mientras serpenteaba entre las mesas y rodeaba a los idiotas que se cruzaban perezosamente en su camino, su mente empezó a ocuparse en la mujer del vídeo. Había estado cerca de lograr el golpe perfecto. Una mirada de más y demasiado larga al objetivo desde la barandilla del bacará había sido su único error. Sin eso, probablemente todavía estarían rascándose la cabeza. Aun así, no podía menos que admirarla. Ansiaba el momento de encontrarse con ella, y no dudaba que ese momento llegaría. Ella era buena, pero él era mejor. Su cita, sin duda, se produciría.

Empujó con brusquedad a un hombre con bermudas que se había cruzado con suma parsimonia en su camino mientras miraba hacia arriba, a través de los paneles de vidrio del atrio.

– Bueno, usted perdone -protestó mientras Karch pasaba.

Karch miró atrás sin frenar su marcha.

– Que te jodan, capullo. Vuelve a perder tu dinero.

– ¡Eh! -gritó el hombre tras él.

Karch se detuvo y se volvió hacia el hombre. Éste se dio cuenta enseguida de que se estaba metiendo en problemas y empezó a alejarse arrastrando los pies. Karch lo observó hasta que el tipo miró hacia atrás y los ojos de ambos conectaron. Karch sonrió para dar a entender al otro que lo había hecho retroceder como a un niño.

Karch atravesó el vestíbulo del Río Nilo hasta la salida que había usado la mujer y pronto estuvo caminando por el Strip hacia el Flamingo, a una manzana de distancia. Al entrar en el venerado y muchas veces renovado y ampliado casino se dio cuenta de que necesitaba efectivo. Se reprochó en silencio no haberle pedido a Grimaldi dinero para gastos y pensó en volver atrás, aunque sabía que el retraso sacaría de sus casillas al director de operaciones. En lugar de eso miró en torno a sí en el Flamingo hasta que encontró un cajero y retiró trescientos dólares, lo máximo que su cuenta le permitía. Por lo general, Don Cannon le cobraba quinientos por un seguimiento, pero tendría que conformarse con trescientos. No creía que Cannon fuese a ponerle pegas. El cajero daba billetes de cien, a diferencia de cualquier otro situado fuera de un casino. De pie ante la máquina, Karch dobló dos veces los billetes para poder deslizarlos con facilidad y los ocultó en la palma de su mano derecha, que cerró levemente y dejó caer con naturalidad. Pensó en las manos del maestro Miguel Ángel, en la mano derecha del David que colgaba sin rigidez a un costado. O en el despreocupado reposo de las manos de la figura que representaba la noche en la tumba de Lorenzo de Médicis. El padre de Karch había viajado a Italia en su juventud para estudiar las manos esculpidas por el maestro. Al hijo no le hizo falta: había una réplica a escala real del David de Miguel Ángel en la rotonda comercial del Caesar’s Palace.

Karch fue a la zona de los teléfonos situada fuera del vestíbulo y eligió uno interno. Pidió por Don Cannon, de seguridad, y la llamada fue transferida a alguien que le preguntó quién era. Esta vez la llamada estuvo en espera más de un minuto, y Karch aprovechó el tiempo para pensar en qué iba a decirle. Cannon era supervisor de turno en la sala de pantallas. Karch lo había conocido cinco años antes, durante la investigación de un caso de desaparición, y desde entonces había cooperado con él, a cambio de dinero. En los doce años que llevaba trabajando en el Strip, Karch había establecido contactos similares en casi todos los casinos. Todo era legal, salvo su relación con Vincent Grimaldi. Y en esta ocasión, de un modo u otro, veía la forma de librarse de las garras de Grimaldi.

– ¡Jack Karch! -espetó una voz al otro lado de la línea.

– ¿Don? ¿Cómo te va?

– No gasto pólvora en salvas. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Estoy trabajando en un caso y tus cámaras podrían ayudarme.

– Necesitas un poco de magia electrónica, ¿eh? ¿Cuál es el caso?

– Típico. Una puta ha desplumado a un tipo en el Desert Inn. Me ha llamado a mí porque quiere mantenerlo en secreto, ya me entiendes. Sin policía, ni registros. El caso es que la furcia se ha llevado algunas joyas (un reloj y un anillo) que tienen valor sentimental. Ya sabes, están grabados y esas cosas. No puede reemplazarlos fácilmente y si vuelve a Memphis mañana sin ellos lo va a pasar mal dándole explicaciones a la mujer.

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