– Don, vuelve a pasar eso, ¿quieres?
– Claro.
Cannon retrocedió la imagen digital y mostró a la mujer golpeando una vez más la partición. Congeló la imagen y tecleó algunas órdenes en un esfuerzo por mejorar la calidad. Entonces cambió al ratón de bola y reprodujo la escena grabada a cámara lenta.
– Dice algo -comentó Cannon-. No sé…, algo así como «¿Cómo estás?» o «¿Cómo vas?». Algo así.
– «¿Cómo vas ahí atrás?» -dijo Karch.
– Joder, Jack. Creo que tienes razón. Muy bien, tío. Cuando quieras te contratamos aquí.
– En una semana me volvería loco. ¿Puedes conseguir una imagen de la parte de atrás de la furgoneta?
– En cuanto salga.
Cannon volvió a la parrilla, que esta vez sólo mostraba las cámaras del garaje, y siguió a la furgoneta en su descenso hasta la salida a Koval. Al pasar por la salida, la parte de atrás del vehículo fue grabada por una cámara a nivel de suelo enfocada a la altura media de las placas de matrícula.
La placa de atrás también faltaba.
– ¡Maldición! -soltó Karch, sorprendido de su propia reacción.
– Espera un segundo -dijo Cannon.
Retrocedió la grabación y la reprodujo a cámara lenta. Luego congeló la imagen y la amplió. Karch miró al hombre y luego a la pantalla y por fin entendió qué se proponía. Las placas de matrícula no estaban, pero en la parte izquierda del parachoques llevaba el adhesivo de un párking. Cannon se movió con habilidad y amplió la imagen. Las letras y los números se veían con aceptable calidad. Karch leyó el año en el adhesivo y trataba de discernir las letras cuando Cannon silbó.
– ¿Qué pasa?
– Me parece que pone HLS.
– A mí también, ¿qué es eso?
– Hooten’s Lighting & Supplies. Es su logo. Ya sabes, la empresa que fabrica todo esto. -Movió las manos por encima de la consola.
– Vale.
Karch no sabía qué más decir. El hallazgo iba a dejar la tapadera que había inventado para Cannon en evidencia. Por primera vez se dio cuenta del frío que hacía en la sala de pantallas. Cruzó los brazos ante el pecho.
– No lo entiendo -dijo Cannon-. Una puta que conduce ella misma una furgoneta de Hooten’s. ¿Estás seguro de que tu cliente te ha contado la verdad?
Levantó la mirada hacia Karch, quien decidió que tenía que zafarse de la situación.
– No. Pero es lo que voy a averiguar antes de seguir con esto. Si el tío me está engañando, lo dejo. Gracias por tu ayuda, Don. Será mejor que vuelva al DI para hablar con ese tipo.
– Sí, me huele a chamusquina. ¿Quieres buscar en la carpeta de la putas de todos modos? Tenemos algunas preciosas.
Karch frunció el ceño y negó con la cabeza.
– No, quizá después. Déjame hablar primero con ese tipo y aclarar las cosas. Ah, y luego paso con lo que te debo por el seguimiento.
Karch señaló la consola con la cabeza.
– Olvídalo. De todos modos, parece que te he abierto más agujeros de los que he cerrado. Lo único que te pido es algún juego de manos. ¿Tienes algo que mostrarme?
Karch empezó su actuación, simulando que la petición de Cannon le había pillado con la guardia baja.
– Bueno… -Se dio unas palmaditas en los bolsillos en busca de monedas.
– ¿Tienes algo de cambio? ¿Una de veinticinco o algo así?
Cannon se recostó en su silla para introducir la mano en el bolsillo y la sacó llena de monedas. Karch se subió las mangas de la americana y eligió una moneda de veinticinco brillante, que cogió de la palma de Cannon con su derecha. Entonces realizó una variación del clásico torniquete o caída francesa, con un lanzamiento de desaparición añadido copiado de J. B. Bobo. Era un truco de prestidigitación que llevaba practicando desde que tenía doce años, y que por tanto podía hacer incluso dormido. Lo realizó con la fluidez de movimientos y la facilidad que proporciona la práctica.
Con la palma de la mano derecha hacia arriba y a la altura del pecho, sostuvo la moneda por el borde entre el pulgar y el índice, inclinándola ligeramente para que Cannon viera la cara. Entonces puso la mano izquierda sobre la moneda como si fuera a llevársela. Mientras acercaba la mano a la moneda, dejó caer ésta a la palma de la mano derecha, completando el falso cambio de mano.
Karch cerró el puño izquierdo y lo extendió hacia Cannon. Empezó a manipular los músculos y a apretar el puño como si estuviese reduciendo a polvo la moneda que supuestamente contenía. Al mismo tiempo realizó un movimiento circular con la derecha sobre el puño cerrado sin apartar la vista de la mano izquierda en ningún momento.
– En polvo se convierte, y nadie conoce su suerte.
Amplió cada vez más el círculo que describía con su mano derecha hasta que de repente chasqueó los dedos y abrió ambas manos con las palmas hacia Cannon. La moneda había desaparecido. Los ojos de Cannon se movieron con rapidez de una mano a otra hasta que una amplia sonrisa asomó a su rostro. Era la reacción habitual. El truco se basaba en un doble engaño. El escéptico cree que la moneda nunca abandona la mano derecha, pero queda desconcertado cuando no aparece en ninguna de las dos.
– ¡Fantástico! -exclamó Cannon-. ¿Dónde ha ido a parar?
Karch negó con la cabeza.
– Ése es el problema con este truco, uno nunca sabe dónde va a aparecer. Esa parte no la aprendí. Supongo que puedes añadir los veinticinco centavos a mi deuda.
Cannon rió de buena gana.
– Eres bueno, Jack. ¿Quién te lo enseñó, tu padre?
– Sí.
– ¿Aún vive?
– No, murió. Hace mucho.
– Y trabajaba en el Strip, ¿verdad?
– Sí, donde podía. En los sesenta. Una semana actuó antes que Joey Bishop, que actuó antes que Sinatra en el Sands. Tengo fotos de los tres.
– Genial. El Rat Pack. Buenos tiempos, ¿eh?
– Sí, hubo momentos buenos.
Karch recordó a su padre volviendo del hospital después del incidente en Circus. Llevaba las dos manos vendadas y tenía la mirada perdida en algún punto del lejano horizonte.
Karch se dio cuenta de que había perdido la sonrisa y miró a Cannon.
– Bueno, será mejor que me ponga en marcha. Gracias por tu ayuda, Don.
Le tendió la mano y Cannon se la estrechó.
– Ya sabes dónde estoy, Jack.
– Encontraré la salida.
Se volvió hacia la escalera y empezó a caminar, pero de pronto se detuvo y se apoyó en la barandilla.
– ¿Qué…?
Levantó el pie izquierdo y se quitó el zapato. Sin siquiera volverse hacia Cannon, pero sabiendo que él le estaba observando, miró en el zapato y lo agitó. Algo sonó en su interior y puso el zapato boca abajo. La moneda de veinticinco centavos que antes había colocado allí le cayó en la mano. Miró a Cannon y se la mostró. El hombretón golpeó la consola con el puño y empezó a sonreír y a sacudir la cabeza.
– La muy maldita. Ya te lo había dicho -explicó Karch-. Nunca sabes adonde puede ir a parar.
Le lanzó la moneda a Cannon, y éste la atrapó.
– Ésta me la guardo, Jack. ¡Es magia!
Karch saludó y se encaminó a la escalera. Esperó hasta que estuvo fuera del Flamingo y lejos de las cámaras de Cannon antes de meter la mano en el bolsillo del pecho de la americana y sacar el pañuelo y la moneda de veinticinco centavos que había dejado caer mientras movía la mano durante el truco.
Cuando tuviera ocasión de sentarse ya sacaría la moneda de diez centavos del otro zapato.
Noventa minutos más tarde, Karch estaba de pie ante el aparcamiento de empleados del Hooten’s Lighting & Supplies, con un teléfono móvil en la mano. La furgoneta azul que había sido grabada saliendo del garaje del Flamingo seis horas antes se encontraba aparcada al otro lado de la valla, con la diferencia de que en esta ocasión lucía una placa de matrícula en el parachoques trasero. Karch estaba paseando ansioso mientras esperaba que le contestaran una llamada. Empezaba a sentir el cosquilleo de la adrenalina en la nuca. Se estaba acercando. Al dinero y a la mujer. Bajó la cabeza, y eso pareció incrementar la emoción que le subía por la columna hasta el cerebro.
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