Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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El teléfono sonó y de inmediato pulsó el botón con el pulgar.

– Karch.

– Soy Ivy. Lo tengo.

Su interlocutor era un detective de la Metro llamado Iverson, el cual comprobaba números de matrícula para Karch a cambio de cincuenta dólares el nombre. Hacía otras cosas por otros precios, utilizando el poder de su placa para generar ingresos extra. Karch se mostraba cauto con sus peticiones, incluso en los trabajos legales. Con el paso de los años había aprendido a tratar a los polis de la Metro -y a Iverson en concreto- con la misma precaución y distancia que utilizaba con las prostitutas, prestamistas y estafadores de casino con los que trataba asiduamente en sus casos.

Karch ladeó la cabeza y sostuvo el teléfono entre la mejilla y el hombro mientras sacaba el bloc y el boli.

– Muy bien, ¿qué tenemos?

– La matrícula corresponde a Jerome Zander Paltz, cuarenta y siete años. La dirección es tres doce Mission Street. Eso está en North Las Vegas. Lo he buscado en el ordenador de la NCIC, pero no ha salido nada. Lo he hecho gratis, por cierto.

Karch había dejado de escribir después de oír el apellido. Conocía a Jerome Paltz. O al menos estaba casi seguro de ello. Conocía a un Jersey Paltz que trabajaba detrás del mostrador en Hooten’s. Siempre había tomado el nombre de Jersey como el lugar del que procedía Paltz, pero al parecer era un juego de palabras entre su primer y su segundo nombres.

– ¿Estás ahí, jefe?

Karch salió de su divagación en torno a Jersey Paltz.

– Sí. Gracias, Ivy. Esto me aclara las cosas.

– ¿De verdad? ¿Qué?

– Oh, sólo este asunto en el que estoy trabajando. Es una vigilancia de una construcción. El Venetian. La furgoneta se ha presentado varias veces por allí y estaba empezando a sospechar. Pero Paltz está en la lista de proveedores. Trabaja para Hooten’s y están poniendo las cámaras. Así que lo tacho.

– ¿Qué problema tienen, un robo?

– Sí, de material de construcción, sobre todo. La furgoneta de este Paltz no está pintada, así que pensé que tenía que investigarlo.

– De vuelta a la casilla uno, ¿eh? Investigando un robo de carretillas.

Karch supuso que Iverson estaba sonriendo al otro lado de la línea.

– Eso es. Pero gracias, tío. Esto me ahorrará bastante tiempo.

– Nos vemos.

Karch cerró el móvil y miró a través de la valla a la furgoneta azul, mientras trataba de pensar cuál debía ser su próximo movimiento.

Que la pista condujera a Paltz daba un giro inesperado a las cosas.

Finalmente abrió de nuevo el móvil, llamó a información y obtuvo el número de Hooten’s Lighting & Supplies. Llamó y preguntó por Jersey Paltz, que contestó al cabo de medio minuto.

– ¿Jerome Paltz?

Se produjo una pausa.

– Sí, ¿quién…?

– ¿Jersey Paltz?

– ¿Quién es?

– Soy Jack Karch.

– Ah. ¿Qué es eso de Jerome? Nunca nadie…

– Es tu nombre, ¿no? Jerome Zander Paltz. De ahí viene lo de Jersey, ¿verdad?

– Bueno, sí, pero nadie…

– Necesito que salgas. Ahora mismo.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy diciéndote que salgas ahora mismo. Te estoy esperando. Sal al parking de empleados. He aparcado justo enfrente de tu furgoneta, al otro lado de la valla.

– Dime qué pasa. No voy a…

– Te lo diré cuando estés aquí. Sal ahora. Puede que todavía pueda ayudarte, pero tienes que colaborar y salir ahora mismo.

Karch cerró el teléfono antes de que Paltz tuviera tiempo de responder. Entonces se acercó a su coche y se metió dentro. Era un Lincoln negro, un Towncar modelo antiguo, de los que tenían un amplio maletero. Los vidrios estaban tintados de un negro impenetrable. El coche le gustaba, pero el depósito se vaciaba demasiado deprisa y a menudo lo confundían con un chófer de limusina. Ajustó el retrovisor de modo que encogido en el asiento del conductor podía mantener la vista en la entrada del estacionamiento, cincuenta metros a sus espaldas. Abrió la americana y sacó la Sig Sauer de nueve milímetros de la pistolera. Luego metió la mano en los muelles del asiento y palpó hasta que cerró el puño en torno a un silenciador que había sujetado allí con cinta aislante. Lo soltó, lo acopló al cañón de la Sig Sauer y dejó el arma a su lado, entre su asiento y la puerta.

Después de una espera de cinco minutos, Jersey Paltz entró en el campo visual del retrovisor y empezó a acercarse al Lincoln. Estaba fumando un cigarrillo y caminaba con paso firme y aspecto enfadado. Karch sonrió. Iba a pasar un buen rato.

Paltz se sentó en el asiento del pasajero. Tenía mala cara y aliento a bagel de cebolla.

– Será mejor que valga la pena, joder. No tengo tiempo.

Karch lo miró y esperó a que Jersey estableciera contacto visual antes de responder.

– Eso espero.

Fue todo lo que dijo. Paltz esperó unos segundos y estalló.

– Bueno, ¿qué coño quieres?

– No lo sé. ¿Qué quieres tú? ¿Por qué me has llamado?

– ¿De qué estás hablando? Acabas de llamarme y…

Karch soltó una carcajada que provocó que Paltz se callara, desconcertado. Hizo girar la llave de contacto y arrancó. Rápidamente puso la marcha y miró por encima del hombro izquierdo para salir a la calzada. Oyó que las puertas se cerraban automáticamente.

– Espera un segundo, cojones -protestó Paltz-. No tengo tiempo, tío. No vamos a…

Trató de abrir la puerta, pero el cierre automático lo evitó. Mientras buscaba un botón para desactivarlo, Karch aceleró y se metió en la calzada.

– Cálmate, no puedes abrirlo mientras el coche está en marcha. Es una medida de seguridad. Estaba pensando que Ted Bundy debería haber conducido un Lincoln.

– Maldita sea -se quejó Paltz, levantando las manos-. ¿Adonde vamos?

– Tenemos un problema, Jerome -dijo Karch con calma.

Dobló hacia el oeste en Tropicana. Podía ver las cimas de las montañas que se alzaban sobre los edificios.

– ¿De qué estás hablando? No tenemos ningún problema. No he hablado contigo desde hace un año y no me vuelvas a llamar así.

– Jerome Zander Paltz… Jerry Z… JerZee. ¿Qué nombre prefieres en la piedra?

– ¿Qué piedra? Acabas de…

– La lápida que pondrán en tu jodida tumba.

Paltz se calló por fin. Karch lo miró y asintió con la cabeza.

– La has cagado bien. Vieron tu furgoneta anoche. La tienen grabada en vídeo.

Paltz empezó a sacudir la cabeza como si tratase de despertarse de una pesadilla.

– No sé de qué me hablas. ¿Adonde vamos?

– A un lugar tranquilo donde podamos hablar.

– No vamos a hablar de nada, tío. Tú estás hablando y yo no sé qué estás diciendo.

– Vale, entonces hablaremos cuando lleguemos.

Al cabo de diez minutos habían pasado la maraña de locales industriales y las construcciones urbanas empezaron a espaciarse a medida que se aproximaban al desierto. Karch miró a Paltz y advirtió que el hombre comenzaba a calibrar la gravedad de su situación. Solía ocurrir cuando se acercaba el desierto. Karch se puso la Sig Sauer en el regazo, con el cañón orientado al torso de Paltz.

– Ah, mierda -dijo Paltz al ver la pistola y comprender bien su situación-. Esa zorra.

Karch sonrió de oreja a oreja.

– ¿Quién es ella?

– Se llama Cassie Black -dijo Paltz sin vacilar-. Que se joda, no pienso protegerla.

Karch entrecerró los ojos mientras trataba de pensar. El nombre de Cassie Black le resultaba vagamente familiar, pero no lograba situarlo.

– Estaba con Max Freeling hace seis años.

Karch clavó su mirada en Paltz.

– No miento. ¿No te acuerdas?

Karch negó con la cabeza. Eso no tenía sentido.

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