Bosch lo miró. Brenner parecía serio.
– ¿Has trabajado antes con la OSN? -preguntó Bosch.
– En alguna ocasión. Compartimos algunos archivos de inteligencia.
Bosch asintió, pero le daba la impresión de que, o bien Brenner estaba actuando de manera falsa, o era completamente ingenuo respecto a la brecha entre locales y federales. Aun así, se fijó en que lo había llamado por su nombre y se preguntó si ése era uno de los puentes que se estaban tendiendo.
– Has dicho que me has investigado. ¿ Con quién has hablado?
– Harry, estamos trabajando bien, no hay por qué tensar las cosas. Si he cometido un error, te pido disculpas.
– Bien. ¿Con quién has hablado?
– Mira, lo único que voy a decirte es que le pregunté a la agente Walling quién iba a ser el contacto del departamento y ella me dio tu nombre. Hice unas pocas llamadas mientras conducía. Me dijeron que eres un detective muy capaz, que estuviste más de treinta años de servicio, que te retiraste hace unos años pero que no te gustó demasiado y volviste para trabajar en Casos Abiertos. Las cosas se torcieron en Echo Park, un problemilla al que arrastraste a la agente Walling. Estuviste unos meses apartado del trabajo mientras todo se solucionaba, y ahora has vuelto y te han asignado a Homicidios Especiales.
– ¿Qué más?
– Harry…
– ¿Qué más?
– Vale. Corre la voz de que eres un tipo con el que es difícil tratar, especialmente cuando se trata de trabajar con el gobierno federal. Pero he de decir que hasta ahora no he percibido nada de eso.
Bosch supuso que la mayor parte de esta información procedía de Rachel; recordó haberla visto al teléfono y decir que hablaba con su compañero. Estaba disgustado porque ella hubiera dicho tales cosas de él, y sabía que Brenner probablemente se estaba callando la mayor parte. Lo cierto era que había tenido tantos encontronazos con los federales -desde mucho antes de conocer a Rachel Walling- que probablemente tenían una carpeta sobre él tan gruesa como el expediente de un caso de homicidios.
Al cabo de aproximadamente un minuto de silencio, Bosch decidió cambiar de rumbo y habló de nuevo.
– Háblame del cesio -dijo.
– ¿Qué te contó la agente Walling?
– No mucho.
– Es un producto derivado de la fusión del uranio y el plutonio. El material que se dispersó en el aire cuando el accidente de Chernobil era cesio. Viene en polvo o en forma de metal gris plateado. Cuando llevaron a cabo pruebas nucleares en el Pacífico Sur…
– No me refería a la ciencia. Eso me da igual. Explícame con qué estamos tratando aquí.
Brenner pensó un momento.
– Vale -dijo-. El material del que estamos hablando viene en piezas del tamaño de una goma de las que van con el lápiz, que van metidas en unos tubos herméticos de acero inoxidable del tamaño de una bala del calibre cuarenta y cinco. Cuando se usa en el tratamiento del cáncer se coloca durante un tiempo calculado en el útero de la mujer para irradiar la zona a tratar; se supone que es muy eficaz en pequeñas dosis. Es responsabilidad de tipos como Stanley Kent hacer los cálculos físicos y determinar cuánto tiempo ha de durar una sesión; luego, debe sacar el cesio de la cámara de radiología del hospital y entregarlo en persona en la sala de operaciones oncológica. El sistema está preparado para que el doctor que administra el tratamiento maneje el material el menor tiempo posible, porque como el cirujano no puede llevar ninguna protección mientras realiza el procedimiento ha de limitar su exposición, ¿me explico?
Bosch asintió con la cabeza.
– Esos tubos, o cartuchos, ¿protegen al que los lleva?
– No, la única cosa que bloquea los rayos gamma del cesio es el plomo. La caja en la que los guardan está recubierta de plomo, como el dispositivo que los transporta.
– Vale. ¿Qué daño puede causar este material si lo sueltan?
Brenner lo pensó antes de responder.
– Se trata de cantidad, dispersión y localización: ésas son las variables. El cesio tiene un período de semidesintegración de treinta años. Generalmente se considera que el margen de seguridad es de diez períodos de semidesintegración.
– Me estoy perdiendo. ¿Cómo se resume todo eso?
– El resumen es que el peligro de radiación disminuye a la mitad cada treinta años. Si soltases una buena cantidad de este material en un entorno cerrado (como por ejemplo una estación de metro o un edificio de oficinas), ese lugar debería cerrarse durante trescientos años.
Bosch se quedó aturdido al asimilarlo.
– ¿Y la gente? -preguntó.
– También depende de la dispersión y la contención. Una alta intensidad de exposición podría matar en unas horas, pero si se dispersase una bomba de cesio en una estación de metro supongo que las bajas inmediatas serían muy pocas. De todos modos, no se trata de un recuento de víctimas: el miedo es el factor importante para los terroristas. Si sueltan algo como esto, lo importante es la oleada de miedo que se propaga a través del país. Los Ángeles no volvería a ser el mismo.
Bosch se limitó a asentir. No había nada más que decir.
Entraron en St. Aggy's por el vestíbulo principal y preguntaron a una recepcionista por el jefe de seguridad. Ésta les explicó que el jefe de seguridad trabajaba en el turno de día, pero que localizaría al supervisor del turno de noche. Mientras esperaban, oyeron aterrizar al helicóptero en el gran jardín delantero del centro médico y enseguida entraron los cuatro componentes del equipo radiológico, todos ellos con un traje antirradiación y máscara protectora. El líder del grupo -Ryan, según la placa de identificación- llevaba un monitor de radiación de mano.
Finalmente, después de insistirle dos veces a la mujer del mostrador, un hombre con aspecto de acabarse de levantar de la cama de una habitación libre del hospital los saludó en el vestíbulo. Dijo que se llamaba Ed Romo y se mostró incapaz de apartar la mirada de los trajes de protección contra materiales peligrosos que llevaban los miembros del EAR. Brenner le mostró la placa a Romo y se hizo cargo de la situación. Bosch no protestó; sabía que ahora pisaban un terreno donde el agente federal estaría mejor preparado para llevar la iniciativa y mantener la velocidad de la investigación.
– Hemos de ir al laboratorio y comprobar el inventario de materiales peligrosos -dijo Brenner-. También necesitamos ver cualquier registro de datos de llaves magnéticas que muestre quién ha entrado y salido en las últimas veinticuatro horas.
Romo no se movió. Hizo una pausa como para tratar de comprender la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó finalmente.
Brenner dio un paso más hacia él, invadiendo su espacio personal.
– Acabo de decírselo -respondió-. Hemos de acceder al laboratorio de oncología. Si no puede llevarnos allí, encontraremos a alguien que lo haga. Ahora.
– Antes he de hacer una llamada -dijo Romo.
– Bien. Hágala. Le daré dos minutos y después lo haremos con o sin su consentimiento.
Brenner no dejó de sonreír y asentir con la cabeza mientras formulaba la amenaza.
Romo sacó un teléfono móvil y se apartó del grupo para realizar la llamada. Brenner le dio espacio. Miró a Bosch con una sonrisa sardónica.
– El año pasado hice una revisión de seguridad aquí. Tenían una cerradura en el laboratorio y la caja fuerte, nada más. Lo actualizaron después de eso, pero ya se sabe que si construyes una ratonera mejor, el ratón se hace más listo.
Bosch asintió.
Al cabo de diez minutos, Brenner, Romo y el equipo de radiación salieron del ascensor en el sótano de la clínica. El jefe de Romo estaba en camino, pero Brenner no tenía intención de esperarlo. Romo usó una llave magnética para acceder al laboratorio de oncología.
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